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Tribunal Constitucional d'España

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El Pleno del Tribunal Constitucional, compuesto por don Alvaro Rodríguez Bereijo, Presidente, don José Gabaldón López, don Fernando García-Mon y González-Regueral, don Vicente Gimeno Sendra, don Rafael de Mendizábal Allende, don Julio Diego González Campos, don Pedro Cruz Villalón, don Carles Viver Pi-Sunyer, don Enrique Ruiz Vadillo, don Manuel Jiménez de Parga y Cabrera, don Tomás S. Vives Antón y don Pablo García Manzano, Magistrados, ha pronunciado

EN NOMBRE DEL REY la siguiente SENTENCIA

En la cuestión de inconstitucionalidad núm. 661/96, planteada por la Sección Decimotercera de la Audiencia Provincial de Madrid en relación con el art. 1 de la Ley de 4 de mayo de 1948, el art. 5 del Decreto de 4 de junio de 1948, el art. 13 de la Ley Desvinculadora de 1820, las Leyes 8 y 9 del Título XVII del Libro X de la Novísima Recopilación, y la Ley 2 del Título XV de la Partida II, por supuesta vulneración del art. 14 C.E. Han intervenido en el proceso el Abogado del Estado, en la representación que ostenta, y el Fiscal General del Estado, y ha sido Ponente el Magistrado don Julio Diego González Campos, quien expresa el parecer del Tribunal.

I. Antecedentes

1. Con fecha 20 de febrero de 1996, tuvo entrada en el registro de este Tribunal escrito del Presidente de la Sección Decimotercera de la Audiencia Provincial de Madrid al que se adjuntaba testimonio del rollo de apelación núm. 692/94 y Auto de 5 de febrero de 1996, por el que se acordaba plantear cuestión de inconstitucionalidad en relación con el art. 1 de la Ley de 4 de Mayo de 1948, el art. 5 del Decreto de 4 de junio de 1948, el art. 13 de la Ley Desvinculadora de 1820, las Leyes 8 y 9 del Título XVII del Libro X de la Novísima Recopilación, y la Ley 2 del Título XV de la Partida II, por supuesta vulneración del art. 14 C.E.

2. Los hechos que dieron lugar al planteamiento de la cuestión, brevemente expuestos, son los siguientes:

A) Doña María del Pilar de la Cierva y Osorio de Moscoso presentó en su día demanda de juicio declarativo de mayor cuantía pretendiendo se declarara su mejor derecho a ostentar los títulos de Conde de Cardona, con Grandeza de España, Marqués de Mairena y Conde de Arzarcóllar frente a su hermano, menor en edad, don Rafael. El Juzgado de Primera Instancia núm. 51 de Madrid, dictó en su día Sentencia desestimatoria de la demanda.

B) La actora civil interpuso recurso de apelación ante la Audiencia, cuya Sección XIII acordó, por providencia de 20 de noviembre de 1995, y de conformidad con lo dispuesto en el art. 35 LOTC, requerir a las partes para que alegaran lo que estimasen pertinente en relación con la "posibilidad constitucional de pervivencia, tras la entrada en vigor de la Constitución, del régimen de sucesión de títulos nobiliarios establecido como orden regular de sucesión, dispuesto por el Derecho histórico preconstitucional, al imponer, en los casos de igualdad de línea y grado, la preferencia del varón sobre la mujer para determinar el orden de sucesión de los títulos nobiliarios, o, por el contrario, esta preferencia ha de entenderse abrogada y derogada, a tenor de la disposición derogatoria, 3 de la Constitución Española, por violación del art. 14 de la misma, en cuanto proclama el principio de igualdad de los españoles, prohibiendo cualquier discriminación por razón de sexo".

C) Evacuadas las alegaciones de las partes -en las que la actora se opuso al planteamiento de la cuestión, el demandado la estimó necesaria, y el Fiscal se abstuvo de deducirlas por entender imprecisos los términos de la misma-, la Sección, por Auto de 8 de febrero de 1996, acordó el planteamiento de la presente cuestión de inconstitucionalidad.

3. Comienza el Auto de planteamiento por identificar las normas cuestionadas, reguladoras del orden de sucesión en los títulos nobiliarios, y que son las siguientes:

A) El art. 1 de la Ley de 4 de mayo de 1948, de acuerdo con el cual "se restablecen (...) las disposiciones vigentes hasta el 14 de abril de 1931 sobre concesión, rehabilitación y transmisión de Grandezas y Títulos del Reino, ejercitándose por el Jefe del Estado la gracia y prerrogativas a que aquéllas se refieren".

B) El art. 5 del Decreto de 4 de junio de 1948, norma con rango de Ley por causa de la remisión que ordena el precitado art. 1 de la Ley de 1948, en el que se dispone que "el orden de suceder en todas las dignidades nobiliarias se acomodará estrictamente a lo dispuesto en el título de concesión y, en su defecto, al que tradicionalmente se ha seguido en la materia".

C) El art. 13 de la Ley Desvinculadora de 1820, conforme al cual "los títulos, prerrogativas de honor y cualesquiera otras preeminencias de esta clase que los poseedores actuales de vinculación disfrutan como anejas a ellas subsistirán en el mismo pie y seguirán en el orden de sucesión prescrito en las concesiones, escrituras de fundación u otros documentos de procedencia".

D) Las Leyes 8 y 9 del Título XVII de la Novísima Recopilación, en las que se establece que "lo qual visto por los del nuestro Consejo y con Nos consultado, fue acordado, que debíamos mandar y declarar, como declaramos y mandamos, que en la sucesión de los mayorazgos, vínculos, patronazgos y aniversarios que de aquí en adelante se hicieren, así por ascendientes como por transversales o extremos, se guarde lo dispuesto en las dichas Leyes de Partida y Toro".

E) La Ley 2 del Título XV de la Partida II, que establece el orden de sucesión de la Corona y dispone "que el señorío del Reyno non lo oviesse si non el fijo mayor después de la muerte de su padre, e este varón siempre en todas las tierras del mundo, doquier que el señorío ovieron por linaje, e mayormente en España. E por escusar muchos males, que acaecieron o podrían aún ser fechos, pusieron que el Señorío del Rey heredassen siempre aquellos que viniesen por la liña derecha. E por ende establecieron que si fijo varón y non oviesse, la fija mayor heredasse el Reyno ...".

Expone a continuación el Auto de planteamiento -tras objetar las supuestas imprecisiones alegadas por el Fiscal- las razones por las que las normas cuestionadas son aplicables al caso debatido, dependiendo de su validez el contenido del fallo que haya de acordarse. Acto seguido, el órgano proponente se extiende en consideraciones sobre el planteamiento de cuestiones de constitucionalidad respecto a normas preconstitucionales, fiel trasunto de la doctrina sentada desde la STC 4/1981.

El Auto se centra, seguidamente, en la exposición de la duda de constitucionalidad, que tiene por único objeto la vigencia o derogación del principio de varonía. Explica la Sección que la derogación de este principio ha sido declarada por varias Sentencias de la Sala Primera del Tribunal Supremo, en línea jurisprudencial uniforme desde la Sentencia de 20 de junio de 1987. Frente a este criterio se viene oponiendo, sin embargo, parte relevante de la doctrina científica, el Consejo de Estado y varios órganos judiciales, destacándose en el Auto que la última Sentencia del Tribunal Supremo, aun formando parte de esa línea jurisprudencial, va acompañada de un voto particular discrepante. Con todo, admite la Sección que esta discrepancia no es motivo suficiente para plantear la cuestión. Sí lo sería, en cambio, la discrepancia entre la jurisprudencia del Tribunal Supremo y la de este Tribunal Constitucional, cifrada en la STC 27/1982, cuyo contenido permite poner en duda que el Derecho histórico haya sido derogado, por cuanto el carácter discriminatorio de los títulos nobiliarios está ínsito en su propia naturaleza jurídica y carece de relevancia constitucional. Por ello, supeditar un determinado aspecto jurídico de su regulación y contenido a determinados criterios preferenciales y, por tanto, discriminatorios, ha de ser también irrelevante desde el punto de vista constitucional.

La Sección declara, seguidamente, hacer suyo el razonamiento de la Sentencia de instancia, para la cual sólo reputando no discriminatoria la institución de la nobleza, por intrascendente en el ámbito de los derechos fundamentales y libertades públicas, puede compatibilizarse su existencia con el art. 14 C.E.; siendo esto así, ninguna discriminación constitucionalmente relevante puede observarse en el hecho de que la Ley que rige su sucesión establezca un orden basado en la preferencia del varón sobre la mujer. De ello deriva la Sección dos consecuencias: de un lado, el legislador puede adoptar las pautas preferenciales que estime pertinentes para determinar el orden de los llamados a suceder; de otro, los órganos jurisdiccionales no pueden declarar abrogada y derogada la concreta preferencia de varonía sancionada por la Ley preconstitucional.

Por similares razones, concluye el Auto, es inaplicable a los títulos de nobleza la Convención de Nueva York de 1979 sobre eliminación de todas las formas de discriminación de la mujer. Reconocido por el Tribunal Constitucional, a su juicio, que la posesión de un título nobiliario es compatible con la Constitución, la pretensión de aplicabilidad del principio de igualdad sobre esa institución parece estar en contradicción con el sentido lógico y sistemático que ha de guiar al intérprete. La naturaleza intrínseca de la institución nobiliaria es la desigualdad, sin relevancia constitucional alguna; por ello, cualquier diferencia de trato para determinar el derecho a poseer esa merced ha de carecer, asimismo, de esa relevancia. Por tanto, al quedar fuera del ámbito de las relaciones jurídicas llamadas a ser protegidas por el principio de igualdad, no puede declararse su derogación.

4. Por providencia de 14 de marzo de 1996, la Sección Tercera del Pleno de este Tribunal acordó admitir a trámite la cuestión y dar traslado de las actuaciones, conforme establece el art. 37.2 LOTC, al Congreso de los Diputados y al Senado, al Gobierno y al Fiscal General del Estado, al objeto de que en el plazo improrrogable de quince días pudieran personarse en el proceso y formular las alegaciones que estimaran convenientes; asimismo acordó publicar la incoación de la cuestión en el "Boletín Oficial del Estado", para general conocimiento.

5. En escrito presentado el 26 de marzo de 1996, el Presidente del Congreso de los Diputados comunicó que la Mesa de la Cámara había acordado no personarse ni formular alegaciones en el presente proceso.

6. Por medio de escrito que tuvo entrada en este Tribunal el 26 de marzo de 1996, el Presidente del Senado ruega del Tribunal tenga por personada a la Cámara y por ofrecida su colaboración a los efectos del art. 88.1 LOTC.

7. Con fecha 2 de abril de 1996, el Abogado del Estado ante el Tribunal Constitucional presentó escrito de personación en el presente proceso, y en el que se contienen sus alegaciones, conducentes a la estimación de la cuestión.

Tras advertir que estas alegaciones se formulan de conformidad con instrucciones recibidas de la superioridad, comienza su escrito discrepando de la selección de las normas portadoras del principio de preferencia del varón efectuada por el órgano proponente. En este sentido, advierte que el art. 1 de la Ley de 4 de mayo de 1948 es una pura regla de remisión al pasado, que en nada resulta de por sí contraria al art. 14 C.E.; idéntico carácter presentan el art. 5 del Decreto de 4 de junio de 1948 -que ni siquiera posee, a su juicio, más rango que el reglamentario, lo que le hace inidóneo como objeto de una cuestión de constitucionalidad- y el art. 13 de la Ley Desvinculadora de 1820. Tampoco, por último, recogen por sí mismas reglas materiales de sucesión en los títulos nobiliarios las Leyes 8 y 9 del Título XVI del Libro X de la Novísima Recopilación (sendas Pragmáticas de don Felipe III de 15 y 5 de abril de 1615, respectivamente), limitadas a estimar de aplicación en la sucesión regular de mayorazgos "las reglas ordinarias que se guardan en la sucesión destos mis Reynos" (Ley 8), y la expresa aplicabilidad a dichas sucesiones de la Ley 2 del Título XV, Partida II (Ley 9).

Es pues esta última regla la única que efectivamente contiene, al menos, la base o fundamento del principio de varonía. Pero también es claro que en la Ley 2 del Título XV, Partida II sólo se contienen reglas relativas a la sucesión en el Reino, y no a los mayorazgos o a la sucesión nobiliaria. La aplicación a estas últimas sucesiones de las reglas previstas para la Corona no se encuentra, a juicio del Abogado del Estado, en norma alguna, sino que es una creación doctrinal aceptada por los Tribunales, y que reposa en la analogía, tesis esta que se argumenta con erudita extensión.

Continúa el Abogado del Estado sus alegaciones aceptando el rango cuando menos legal de las cuestionadas reglas de las Partidas y la Novísima, pero afirma seguidamente que no es nada evidente el que un juicio sobre la validez de estas normas pueda resolver el problema aquí planteado, que es el de si la regla de preferencia del varón en las sucesiones nobiliarias regulares contradice o no el art. 14 C.E. La regla de Ley 2 del Título XV, Partida II es en sí misma una norma de sucesión de la Corona, pero, en cuanto a esto mismo, hoy sólo posee valor como antecedente histórico, pues esa sucesión está hoy regulada por el art. 57 C.E. Se produce así la paradoja, hija de la historia, de que, en cuanto a su objeto directo, la mencionada regla es hoy norma no vigente, conservando cierto valor, sin embargo, en cuanto norma en la que se ha venido secularmente asentando el orden sucesorio regular en las dignidades nobiliarias. Por ello, a juicio del Abogado del Estado, la cuestión posee un objeto adecuado, pues no resulta imposible examinar la constitucionalidad del "resto de vigencia" que conserva la mencionada regla de las Partidas, y ello pese a que desde 1987 existen numerosas Sentencias de la Sala Primera del Tribunal Supremo que han venido a declarar inaplicable a la sucesión nobiliaria la regla de las Partidas, Sentencias estas que coexisten con otras varias en las que se sigue la opinión justamente contraria, y que es la tesis tradicional en nuestro Derecho. Esto basta, a juicio del Abogado del Estado, para concluir que la Sección cuestionante no ha cometido ninguna arbitrariedad al considerar aplicable la Ley 2 del Título XV, Partida II a las sucesiones nobiliarias regulares, sino que más bien se asienta en una sólida doctrina secular de la que únicamente se apartan unas pocas Sentencias dictadas en la última década.

Pasando luego al examen de la duda planteada, el Abogado del Estado resalta el acierto del planteamiento de la cuestión, que a su juicio tiene su centro en la posible contradicción existente entre la doctrina sentada en la STC 27/1982, y la de la Sala Primera del Tribunal Supremo en unas pocas Sentencias dictadas entre 1987 y 1995, que parten de la premisa de entender constitucionalmente relevantes las sucesiones en las mercedes nobiliarias, y que afirman por tanto la aplicabilidad del art. 14 C.E. como medida de validez de tales sucesiones. A su juicio, esta duda sobre si ha de ser seguido el camino trazado en la STC 27/1982, o el de las referidas Sentencias del Tribunal Supremo, es una duda de constitucionalidad con entidad suficiente para fundamentar el planteamiento de la cuestión, pues si el art. 14 C.E. ha de aplicarse a las sucesiones nobiliarias, entonces será inconstitucional el criterio de preferencia en razón del sexo (y acaso no sólo ese criterio de preferencia, añade el Abogado del Estado).

En cuanto al fondo de la cuestión planteada, siguiendo las instrucciones superiores recibidas se defiende en las alegaciones que la preferencia tradicional - en igualdad de línea y grado, o incluso sólo de grado- que favorece a los varones en la sucesión de una merced nobiliaria es contraria al art. 14 C.E. "de acuerdo con la jurisprudencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo que se viene produciendo reiteradamente en la materia". De ahí que comience su examen del fondo de la cuestión con la expresa advertencia de que su línea argumental se basa en la aplicabilidad a tales sucesiones del art. 14 C.E., al menos en cuanto a la regla de masculinidad, no estando en cuestión en el presente proceso otras reglas sucesorias tradicionales en la materia ("legitimidad" de la filiación, anterioridad del nacimiento), ni la compatibilidad con diversos principios y preceptos constitucionales de la perpetua transmisibilidad mortis causa de dignidades y preeminencias de creación estatal y que siguen siendo título de preeminencia o de dignidad -además de otorgar notorias ventajas sociales- a casi doscientos años de haber terminado el Antiguo Régimen.

Así centrado el fondo de la cuestión, e insistiendo en dar por supuesta la aplicabilidad del art. 14 a las sucesiones nobiliarias, la manifiesta naturaleza de orden público constitucional de que goza el principio y derecho de igualdad consagrado en el art. 14 C.E. determinará su aplicabilidad a cualesquiera sucesiones nobiliarias abiertas con posterioridad a la Constitución, independientemente de la fecha en que se creara la merced. La regla cuestionada instaura, a juicio del Abogado del Estado, una discriminación característica y evidentemente odiosa, ya que atribuye mejor o peor trato jurídico sobre la base de un dato biológico que, por el momento, es inmodificable -al menos genéticamente- y sobre el que la libertad humana no puede actuar. Una ventaja jurídica resulta así atribuida no en virtud de una regla racional compatible con el sistema de valores constitucionales, sino en virtud del más ciego azar biológico, siendo radicalmente irracionales e incompatibles con la Constitución las tradicionales ideas del mayor valor del varón frente a la mujer. Toda la antropología nobiliarista tradicional -que pretende justificar la preferencia de varones y primogénitos sobre la base de interpretaciones bíblicas o sobre mitos biológicos de una supuesta "mejor sangre"- es palmariamente inconciliable con el art. 14 C.E., como lo es, en definitiva, la existencia de reglas con contenido material discriminatorio en el ciego sentido biológico ya analizado.

Por todo ello, concluye el Abogado del Estado suplicando se dicte Sentencia estimatoria de la cuestión, declarando inconstitucional y nula la tradicional regla de la preferencia del varón sobre la mujer, a igualdad de línea y grado o incluso sólo de grado, regla contenida en la Ley 2 del Título XV de la Partida II, en cuanto esta Ley de Partida conserve vigencia y sea aplicable a las sucesiones por causa de muerte en las mercedes nobiliarias.

8. El 11 de abril de 1996, tuvieron acceso al Registro de este Tribunal las alegaciones del Fiscal General del Estado, en las que se sostiene la desestimación de la cuestión por falta de requisitos procesales y ser notoriamente infundado su planteamiento.

Después de sintetizar los antecedentes de hecho de la cuestión, comienzan las alegaciones en cuanto al fondo del Fiscal General afirmando que el haber superado la cuestión el trámite de admisión, no implica la imposibilidad de que una eventual ausencia de presupuestos procesales pueda ser apreciada por el Tribunal en la misma Sentencia (STC 186/1990), lo que conduciría a un pronunciamiento de desestimación y contribuiría, a su juicio, a la formación de un cuerpo doctrinal y a un correcto funcionamiento de la cooperación entre la jurisdicción ordinaria y el Tribunal Constitucional en la depuración del ordenamiento, que debe conducir a que la cuestión de inconstitucionalidad no rebase los límites objetivos y subjetivos a que está sujeta en su planteamiento.

El Fiscal General afirma que una primera observación sobre los requisitos exigidos por el art. 35 LOTC conduce a la conclusión de su concurrencia en el caso; esto no obstante, sigue afirmando, una lectura cuidadosa de dicho precepto, unido a la posibilidad de inadmisión de una cuestión por ser notoriamente infundada (art. 37.1 LOTC), puede conducir a la desestimación de la cuestión en este trámite. El art. 35.1 exige como un prius al planteamiento de una cuestión que el Juez o Tribunal considere que la norma a enjuiciar "... pueda ser contraria a la Constitución", extremo este que conduce a no plantear cuestiones de inconstitucionalidad allí donde el Juez o Tribunal estimen que la norma a aplicar no es contraria a la Constitución.

Con cita de la STC 17/1981, y de los AATC 296/1992 y 312/1992, se sostiene que el cauce de la cuestión de inconstitucionalidad no es hábil para solucionar una eventual "perplejidad interpretativa", obteniendo del Tribunal Constitucional cuál haya de ser la interpretación correcta de una norma legal. Asimismo, tampoco sería procedente el planteamiento de una cuestión si según la apreciación subjetiva del juzgador no fuera necesario hacerlo, no procediendo, por tanto, en casos en los que "sería conveniente dados los efectos generales de una Sentencia del Tribunal". El Fiscal General recuerda, por último, la improcedencia, declarada por este Tribunal, del planteamiento de una cuestión como fórmula para soslayar una discrepancia interpretativa con un Tribunal superior (ATC 312/1992), así como que la conexión entre la falta del requisito de la duda de inconstitucionalidad, materialmente entendida, y la inadmisibilidad o desestimación de la cuestión, operan a través de la atribución al planteamiento de la cualidad de "notoriamente infundado", consecuencia procesal prevista en el art. 37.1 LOTC [STC 222/1992, fundamento jurídico 2º b)].

La aplicación de estas premisas al caso planteado, y la lectura del Auto de planteamiento de la cuestión, lleva a la conclusión de que el órgano cuestionante sólo duda en una mínima parte de la constitucionalidad de las normas cuestionadas, dado que su razonamiento se dirige más bien a explicar que no existe oposición entre las reglas que rigen la sucesión de los títulos nobiliarios y el art. 14 C.E.; consecuentemente, la Sección debió simplemente resolver el pleito conforme a su criterio -como realizara el Juzgado de Primera Instancia, cuyos razonamientos la Audiencia hizo expresamente suyos-, y no proceder al planteamiento de la presente cuestión, cuya naturaleza jurídica y finalidad, como ya se ha afirmado, no es compatible con el caso concreto que nos ocupa. El art. 163 C.E. y el art. 35.1 LOTC, insiste el Fiscal General, sólo permiten el planteamiento de la cuestión respecto a una norma "que puede ser contraria a la Constitución", pero carece de sentido que se haga lo propio cuando el Juez o Tribunal considere que la norma no es contraria a la Constitución, como en este caso sucede.

Entiende finalmente el Fiscal General, que la temática planteada ofrece perfiles propios cuando se trata de normas preconstitucionales, en donde la Constitución permite, a través de sus Disposiciones derogatorias y caso de un juicio negativo de constitucionalidad, su derogación por el Juez o Tribunal sentenciador, o bien su aplicación, como juicio positivo de constitucionalidad, como función inherente a la potestad jurisdiccional. Tal es, a su juicio, el presente caso, en el que no se observa oposición entre Constitución y norma, por lo que debió dictarse Sentencia abriendo la vía casacional a la parte perjudicada por el fallo. La impresión que se obtiene de la lectura del Auto, y su clara desconexión con el acuerdo tomado, es la de que se pretende del Tribunal Constitucional obtener una respuesta a una consulta sobre la constitucionalidad de determinadas normas sin un substrato de duda en cuanto a su oposición a la Constitución. De acuerdo con la jurisprudencia constitucional antes citada, esta incongruencia nacida de la desvinculación entre la argumentación del Auto y el acuerdo de plantear la cuestión, conduce rectamente a la desestimación de la cuestión por ser notoriamente infundada (STC 222/1992).

9. Por providencia de 1 de julio de 1997, se acordó señalar para deliberación y votación de la presente Sentencia el siguiente día 3 del mismo mes y año.

II. Fundamentos jurídicos

1. La Sección Decimotercera de la Audiencia Provincial de Madrid ha planteado cuestión de inconstitucionalidad por estimar que la decisión en el proceso que conoce en grado de apelación "depende de la validez y, por tanto, de la vigencia de las normas con rango de Ley que integran el régimen sucesorio de los títulos nobiliarios, dispuesto por el Derecho histórico preconstitucional vigente -art. 1 de la Ley de 4 de mayo de 1948, art. 5 del Decreto de 4 de junio de 1948, art. 13 de la Ley desvinculadora de 27 de septiembre, 11 de octubre de 1820, Leyes 8 y 9 del Título XVII del Libro X de la Novísima Recopilación y Ley 2 del Título XV de la Partida II-, por posible infracción del art. 14 C.E.". Pues "al disponer la preferencia del varón sobre la mujer, en igualdad de línea y grado, para ostentar mejor derecho a poseer las dignidades nobiliarias en el orden regular de sucesión", dicha normativa "puede infringir o no el principio de no discriminación por razón de sexo, que proclama el art. 14 C.E.". De suerte que si la legislación histórica antes mencionada es ajustada a la Constitución ello supondrá, a juicio de la Audiencia Provincial "el rechazo del recurso de apelación y confirmación de la Sentencia apelada, mientras que su inconstitucionalidad sobrevenida determinará la revocación de la misma y, previa estimación total de la demanda, el reconocimiento del mejor derecho de la actora a poseer los títulos nobiliarios" (fundamento jurídico 4º del Auto de planteamiento).

2. Así expuesto el objeto de la presente cuestión, ha de indicarse que, si bien para el Abogado del Estado existe una duda de inconstitucionalidad que "presta base más que suficiente al planteamiento", el Fiscal General del Estado, por el contrario, ha solicitado su desestimación en este trámite, "por falta de requisitos procesales y ser notoriamente infundado su planteamiento". Lo que requiere que esta objeción sea examinada con carácter previo, ya que si fuera apreciada ello excluiría lógicamente cualquier consideración ulterior, por faltar los presupuestos procesales que la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional exige para el conocimiento de la cuestión por este Tribunal (SSTC 186/1990 y 6/1991, entre otras). Pues la evidente razón de ser de estos presupuestos radica, precisamente, "en la necesidad de asegurar que aquéllas (las cuestiones de inconstitucionalidad) sirven estrictamente a su finalidad, y el control de admisibilidad que este Tribunal ha de ejercer es el medio indispensable para verificar la existencia de esos requisitos", como hemos declarado desde la STC 17/1981, fundamento jurídico 1º.

Esta preservación de la finalidad esencial de las cuestiones de inconstitucionalidad es la que parece guiar la objeción del Fiscal General del Estado, pues tras citar la anterior decisión y otras posteriores [STC 222/1992, fundamento jurídico 2º b) y AATC 296/1992 y 312/1992] ha sostenido que el art. 35.1 en relación con el art. 37.1 LOTC permiten inadmitir una cuestión por ser notoriamente infundada cuando el órgano jurisdiccional, como a su juicio aquí ocurre, dirige su razonamiento a explicar que no existe oposición entre los preceptos históricos que regulan la sucesión regular en los títulos nobiliarios y el art. 14 C.E. De lo que a su entender resulta una clara desconexión entre la naturaleza y fines perseguidos mediante el planteamiento de la cuestión y el concreto caso que nos ocupa, ya que si el Tribunal a quo consideró que las normas cuestionadas no son contrarias a la Constitución debió limitarse a aplicarlas, como hizo la Juez de instancia. Mientras que de la lectura del Auto de planteamiento se desprende la impresión de que la Sala pretende "obtener de este Tribunal una respuesta a una consulta sobre la constitucionalidad de unas normas, sin un sustrato de duda en cuanto a su oposición con la Constitución".

Más concretamente, se ha alegado que si bien el Auto de planteamiento, como sostén para deferir la cuestión a este Tribunal "desliza la palabra duda sobre la constitucionalidad del derecho histórico", lo cierto es que "toda la batería argumental" va orientada a desconectar la legislación aplicable del derecho a la igualdad, y ello, a su entender, se desprende de cuatro datos presentes en dicha resolución judicial indicados en el punto III.2 de su escrito. Por lo que su conclusión es, como antes se ha dicho, que la Sala pretende obtener de este Tribunal una respuesta a "una consulta sobre la constitucionalidad de unas normas sin un sustrato de duda en cuanto a su oposición a la Constitución". Reprochando al Auto de planteamiento de la presente cuestión que contenga una motivación "sólo orientada a sostener la constitucionalidad de una de las interpretaciones posibles". Supuesto en el que hemos dicho que la cuestión planteada no sería admisible, ya que supondría utilizarla con un carácter consultivo, para despejar las dudas no sobre la constitucionalidad de un precepto legal, sino sobre cuál fuera, entre las varias posibles, su interpretación y aplicación más acomodada a la Constitución [STC 222/1992, fundamento jurídico 2º b), con cita de la STC 157/1990, fundamento jurídico 2º].

3. La anterior doctrina, sin embargo, no es en modo alguno aplicable al presente caso, dado que el órgano jurisdiccional no pretende aclarar una duda de interpretación sin relevancia constitucional (STC 157/1990). En primer lugar, al ser normas preconstitucionales las que estima aplicables, la Sala, con apoyo en la STC 4/1981, ha hecho en el fundamento jurídico 5º del Auto de planteamiento una distinción entre el supuesto en que un órgano jurisdiccional tenga certeza de que la norma cuestionada es contraria a la Constitución, en cuyo caso deberá inaplicarla, y aquél en que existe una duda, en el que puede someter a este Tribunal el problema de interpretación constitucional. Y si la primera vía ha sido la seguida por la Juez en la Sentencia de instancia, la Sala, en cambio, manifiesta que ha optado por la segunda, al estar confrontada, de un lado, con la respuesta negativa al problema de constitucionalidad que aquella resolución judicial ofrece y, de otro lado, la contenida en la doctrina de la Sala Primera del Tribunal Supremo, de carácter positivo. De suerte que la duda sobre el problema de constitucionalidad se ha planteado en atención a los dos términos o soluciones contradictorias con los que se enfrenta para decidir sobre la apelación y confirmar o revocar la Sentencia de instancia. Lo que se evidencia claramente en la conclusión del fundamento jurídico 4º del Auto de planteamiento de la cuestión, que antes se ha transcrito, y se reitera en el inicio de su fundamento jurídico 6º, al afirmar que "la duda de constitucionalidad objeto de la cuestión se circunscribe a determinar la vigencia o derogación, por inconstitucionalidad sobrevenida, del principio de masculinidad o varonía, establecido por la legislación histórica como criterio preferente para el llamamiento en la sucesión regular de títulos nobiliarios, según sea o no de aplicación a esta institución el principio de no discriminación, proclamado en el art. 14 C.E.".

El razonamiento del Auto que promueve la presente cuestión, cierto es, no está dirigido enteramente a justificar la inconstitucionalidad de la mencionada regla de la legislación histórica sobre sucesión regular en los títulos nobiliarios. Pero no cabe reprocharle, sin embargo, que en lugar de una certeza haya planteado una duda sobre la constitucionalidad de dicha legislación preconstitucional a partir de dos términos o soluciones contradictorias y que haya razonado la duda aportando distintos elementos en sus fundamentos jurídicos 6º y 7º. Pues si los arts. 163 C.E. y 35.1 LOTC condicionan el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad al hecho de que el órgano jurisdiccional considere que la norma aplicable al caso "pueda ser contraria a la Constitución", su mismo tenor literal permite que el juzgador se limite a expresar una duda razonable. Y así hemos dicho tempranamente que la regulación constitucional y legal de las cuestiones "no impone a aquél (el órgano jurisdiccional) una afirmación de inconstitucionalidad y permite que el planteamiento se haga en los casos de duda, de indeterminación entre dos juicios contradictorios", siempre que se exteriorice el razonamiento que cuestiona la constitucionalidad y se proporcionen los elementos que llevan al mismo (STC 17/1981, fundamento jurídico 1º), como aquí ocurre.

En segundo término, tampoco cabe estimar que la motivación del Auto de planteamiento esté exclusivamente orientada a sostener la constitucionalidad de uno de los dos términos o soluciones contradictorias con los que manifiesta la duda. Pues frente a lo alegado por el Fiscal General del Estado cabe observar, de un lado, que todos los datos indicados en apoyo de esta objeción se contienen únicamente en los fundamentos jurídicos 6º y 7º de dicho Auto, y, por tanto, se prescinde enteramente de los razonamientos en los anteriores. De otro, que la Sala se ha limitado a aportar, en correspondencia con su planteamiento inicial, los elementos contradictorios que vienen a configurar una duda y no una certeza de inconstitucionalidad, como antes se ha dicho, haciendo referencia a la doctrina sentada por la Sala Primera del Tribunal Supremo, a las discrepancias con ésta de una parte de la doctrina científica y del Consejo de Estado, a la que se califica de "diferente concepción" sobre los títulos nobiliarios que tienen aquel órgano jurisdiccional y este Tribunal; citando, por último, una parte del razonamiento de la Sentencia de instancia. Y si bien es cierto que, tras exponer esos datos, la Sala hace ciertas afirmaciones favorables a la constitucionalidad de las normas cuestionadas, ha de recordarse que cuando menos son irrelevantes para promover una cuestión de inconstitucionalidad "cualesquiera indicaciones o sugerencias sobre la interpretación conforme a la Constitución del precepto legal cuestionado" y, si se han hecho, ello no es razón bastante para decretar su inadmisibilidad [STC 222/1992, fundamento jurídico 2º b)]. Pues este Tribunal ha declarado reiteradamente que ha de procederse a una interpretación no formalista y flexible de los requisitos del art. 35 LOTC, para que las cuestiones planteadas por los órganos jurisdiccionales sean resueltas mediante Sentencia y así se pueda contribuir a la depuración del ordenamiento jurídico mediante una eficaz cooperación entre aquéllos y este Tribunal (STC 54/1983 y, entre otras, SSTC 76/1990, 142/1990 y 301/1993). Por lo que ha de rechazarse, en definitiva, la objeción formulada por el Fiscal General del Estado.

4. No obstante, antes de entrar en el examen de la duda de inconstitucionalidad aún es preciso considerar dos extremos, presentes en el Auto de planteamiento, que son susceptibles de condicionar la admisibilidad de la presente cuestión.

A) En primer lugar, del fundamento jurídico 3º en relación con los antecedentes 5º y 6º de dicha resolución judicial se desprende con claridad que la providencia de la Sala de 20 de noviembre de 1995, por la que se abrió el trámite de audiencia previsto en el art. 35.2 LOTC, no individualizó las normas con rango de ley aplicables al caso, aunque luego lo haya hecho en el fundamento jurídico 2º del Auto de planteamiento de la cuestión. Habiéndose limitado la Sala a indicar a las partes en el proceso a quo y al Ministerio Fiscal que alegasen lo pertinente en orden a plantear cuestión de inconstitucionalidad sobre la posibilidad constitucional de pervivencia, tras la entrada en vigor de la Constitución, "del régimen de sucesión de títulos nobiliarios establecido como orden regular de sucesión, dispuesto por el Derecho histórico preconstitucional vigente, al imponer, en los casos de igualdad de línea o grado, la preferencia del varón sobre la mujer... o, por el contrario, si esta preferencia ha de entenderse abrogada y derogada, a tenor de la Disposición derogatoria tercera de la Constitución Española, por violación del art. 14 de la misma...". Omisión que fue denunciada por el Ministerio Fiscal en aquel trámite, al alegar que la Sala sólo había hecho "una referencia vaga" al régimen de sucesión de los títulos nobiliarios en el orden regular "dispuesto por el derecho histórico preconstitucional vigente".

Admitida tal omisión, ha de recordarse que este Tribunal ha puesto reiteradamente de relieve que no cabe minimizar la importancia de la audiencia prevista en el art. 35.2 LOTC. Esta, en efecto, no sólo garantiza que las partes sean oídas ante una decisión judicial de tanta entidad como abrir un proceso constitucional, sino que pone a disposición del órgano jurisdiccional un medio que le permite conocer la opinión de los sujetos interesados con el fin de facilitar la reflexión sobre la conveniencia o no de instar la apertura de dicho proceso. Pues para cumplir este doble objetivo las alegaciones han de versar, de un lado, sobre la vinculación entre la norma citada por el órgano judicial como cuestionable y los supuestos de hecho que se dan en el caso sometido y, de otro, sobre el juicio de conformidad entre la norma y la Constitución (STC 166/1986, fundamento jurídico 4º). Por lo que hemos declarado, en segundo término, que una referencia a un grupo de normas "por entero indeterminada, no puede sustituir a la concreta individualización ante las partes y el Ministerio Fiscal de los preceptos cuestionados", al ser doctrina reiterada la que excluye que en esta resolución puedan citarse, como objeto de la cuestión, disposiciones legales cuya eventual inconstitucionalidad no fue sometida a la previa consideración de las partes y del Ministerio Fiscal [STC 114/1994, fundamento jurídico 2º c), con cita de las SSTC 25/1985 y 83/1993].

Ello implica, dicho en otros términos, que el órgano judicial "no puede cuestionar otros preceptos legales distintos de aquéllos que sometió a la consideración de las partes" [STC 84/1993, fundamento jurídico 1º b), con referencia a las SSTC 21/1985 y 153/1986], dado que la finalidad de esta exigencia es la de garantizar que en el Auto que plantea la cuestión no se introduzcan elementos nuevos que los sujetos interesados en el proceso no han podido previamente conocer ni, por ello, apreciar o impugnar su relevancia para el planteamiento de la cuestión, privándose así al órgano judicial de la opinión de aquéllos y no facilitándose su reflexión sobre los mismos. Lo que es susceptible de desvirtuar el trámite de audiencia que garantiza el art. 35.2 LOTC.

Sin embargo, no es esto lo que acontece en el presente caso, pues basta observar que si bien la providencia de la Sala hizo referencia, genéricamente, al régimen de la sucesión regular en los títulos nobiliarios establecido por el Derecho histórico, sí concretó que lo cuestionado de dicha normativa era "imponer, en los casos de igualdad de línea o grado, la preferencia del varón sobre la mujer"; dato que en aquel trámite fue soslayado por el Ministerio Fiscal. Y esa concreción se ha trasladado luego, con similares términos, al fundamento jurídico 4º del Auto de planteamiento, donde lo que se cuestiona es "la constitucionalidad o no de la legislación histórica, al disponer la preferencia del varón sobre la mujer, en igualdad de línea y grado...", tras haber identificado en el fundamento jurídico 2º los preceptos que a su entender configuran esa legislación. La posible indeterminación sólo es, pues, relativa, ya que las partes han podido conocer el planteamiento de constitucionalidad realizado por la Sala y, atendidas las circunstancias del caso, situarlo en sus exactos términos y oponerse o no al mismo (STC 41/1990, fundamento jurídico 3º). De lo que resulta, en definitiva, que esta resolución judicial no ha cuestionado la constitucionalidad de ningún precepto legal distinto del previamente sometido a la consideración de las partes y del Ministerio Fiscal.

B) En segundo término, la Sala ha promovido la presente cuestión de inconstitucionalidad en un proceso civil en el cual ya ha recaído Sentencia en primera instancia. Con la particularidad de haber desestimado esta resolución judicial la pretensión de la parte actora con una fundamentación jurídica sobre la regla de masculinidad o varonía en la sucesión regular de los títulos nobiliarios de nuestra legislación histórica, tras contrastarla con el art. 14 C.E., que se aparta de la doctrina sentada por la Sala Primera del Tribunal Supremo a partir de las Sentencias de 28 de abril y 21 de diciembre de 1989 y 22 de marzo de 1991 (pues como ha precisado la de la misma Sala de 4 de abril de 1995, fundamento jurídico 4º, si el conjunto de reflexiones formuladas en aquellas decisiones pueden constituir la ratio decidendi del caso, las manifestaciones hechas en las Sentencias de 7 de julio de 1986, 20 de junio y 27 de julio de 1987 "vinieron a representar, más bien, obiter dicta").

Dato que enlaza con una observación del Fiscal General del Estado, formulada en el contexto de la objeción que antes se ha rechazado: que la Sala ha promovido la presente cuestión cuando, por ser preconstitucionales las normas que estima aplicables al caso, hubiera debido dictar Sentencia si no dudaba de la constitucionalidad de dicha regla de la legislación histórica, abriendo así a la parte vencida en el fallo el recurso de casación. Por lo que cabría entender que la Sala, al no hacerlo así, pretende cuestionar ante este Tribunal la doctrina previamente sentada por el órgano jurisdiccional superior en similares supuestos, desvirtuando el sentido y la finalidad del proceso constitucional. Sin embargo, tal objeción no sería aplicable al presente caso.

En cuanto a su presupuesto, ha de recordarse que este Tribunal ha declarado con reiteración que el carácter preconstitucional de la norma legal cuestionada, por sí mismo, no impone en modo alguno que la Sala debiera haberse abstenido de plantear la cuestión de inconstitucionalidad, ya que el órgano jurisdiccional puede examinar y resolver la eventual contradicción con el ordenamiento constitucional posterior de una norma anterior a la Constitución, pero también puede optar por deferir la cuestión a esta jurisdicción constitucional (SSTC 17/1981, 83/1984, 155/1987 y 105/1988, entre otras). Por lo que no cabe reprocharle que haya elegido la segunda y no la primera de estas vías, al margen de que las razones de su elección han sido expuestas detenidamente en el fundamento jurídico 5º del Auto de planteamiento.

De otra parte, el reproche sólo estaría justificado si la presente cuestión de inconstitucionalidad fuera similar por su contenido a la examinada en la STC 114/1994, fundamento jurídico 2º b), pues allí se planteó no sólo respecto a un precepto legal sino además frente a una resolución dictada por otro órgano jurisdiccional jerárquicamente superior, por estimarse que al no ser ésta susceptible de ulterior recurso se erigía "materialmente en la norma básica para resolver el proceso". Y entonces hemos declarado que ello vendría a extender indebidamente el ámbito de este cauce de control de la constitucionalidad dado que "su finalidad no es en modo alguno la de resolver controversias interpretativas sobre la legalidad entre órganos jurisdiccionales o dudas sobre el alcance de determinado precepto legal (SSTC 157/1990, 222/1992 y 238/1992)". En el presente caso, sin embargo, la Sala no cuestiona con carácter autónomo las resoluciones del Tribunal Supremo sino ciertos preceptos del Derecho histórico; constatación que por sí sola excluye el eventual reproche. De otro lado, tampoco se suscita aquí una controversia interpretativa sobre la legalidad ordinaria, sino la confrontación con el art. 14 C.E. de dichos preceptos. Si bien la particularidad del presente caso radica en que el Tribunal Supremo ya se ha pronunciado sobre la no conformidad de los mismos con el principio de igualdad que la Constitución reconoce. Lo que aconseja hacer ciertas consideraciones adicionales en relación con este último punto.

5. La particularidad que se acaba de indicar ha de ser apreciada en el marco de las relaciones que nuestra Norma fundamental ha establecido en materia de garantías constitucionales entre los órganos jurisdiccionales y este Tribunal. A cuyo fin constituye un dato esencial la precisión de la naturaleza y finalidad y, por consiguiente, del ámbito de nuestra jurisdicción en los distintos procesos constitucionales establecidos en los arts. 161 y 163 C.E. (STC 114/1995, fundamento jurídico 2º).

Así, en el ámbito de la jurisdicción de amparo la decisión que se acaba de citar desestimó un recurso por "falta de jurisdicción o competencia" de este Tribunal (art. 4.2 LOTC), tras reiterar en su fundamento jurídico 2º que este proceso constitucional "no es una vía procesal adecuada para obtener un pronunciamiento abstracto y genérico sobre pretensiones declarativas respecto de supuestas interpretaciones erróneas o indebidas aplicaciones de preceptos constitucionales, sino sólo y exclusivamente sobre pretensiones dirigidas a restablecer o preservar los derechos fundamentales cuando se ha alegado una vulneración concreta y efectiva de los mismos (SSTC 52/1992, fundamento jurídico 1º y 167/1986, fundamento jurídico 4º)". Llegando a la conclusión de que el recurso de amparo, tal y como lo configuran la Constitución y nuestra Ley Orgánica, no permite, en contra de lo que en aquel caso entendía el demandante, "revisar lo que se expone como una 'aplicación indebida' del art. 14 C.E. por parte del Tribunal Supremo al confirmar éste las resoluciones de los órganos inferiores a partir del reconocimiento de la presencia de un supuesto de discriminación por razón de sexo".

Es, pues, el correcto entendimiento del ámbito de la jurisdicción de amparo lo que llevó a este Tribunal a inadmitir la demanda sin entrar en el examen de aquellos argumentos en los que se pretendía fundar, con invocación del art. 14 C.E., la posibilidad constitucional de pervivencia, tras la entrada en vigor de la Constitución, del régimen de sucesión de los títulos nobiliarios en relación con el mismo extremo que ahora plantea la Audiencia de Madrid, esto es, la regla de masculinidad o varonía, en igualdad de línea y grado. Por lo que hemos dejado imprejuzgada esta cuestión y excluido asimismo una respuesta a este mismo planteamiento cuando se presentaba apoyado en nuestra propia doctrina, singularmente la contenida en las SSTC 27/1982 y 155/1987, según se consigna en el fundamento jurídico 3º de la mencionada STC 114/1995.

Sin embargo, ello no puede sorprender, dado el carácter subsidiario del recurso de amparo y las relaciones entre la jurisdicción ordinaria y la jurisdicción constitucional. Pues como hemos dicho en esta última decisión, normalmente será posible que la primera corrija la vulneración de un derecho o libertad a los que el art. 53.2 C.E. se refiere, sin que se haga preciso llegar hasta este Tribunal. Y en otros concretos casos, la segunda no podrá pronunciarse "por carecer de cauce para hacerlo, por lo que, en ellos, la última decisión sobre la interpretación de los preceptos constitucionales implicados la asume la jurisdicción ordinaria y, en su caso, el Tribunal Supremo, 'superior en todos los órdenes salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales' (art. 123.1 C.E.)". De manera que en tales supuestos es posible preguntarse, en los términos de la citada STC 114/1995, "qué es lo que este Tribunal hubiera hecho o dicho".

La intervención de este Tribunal, por tanto, requiere no sólo la existencia de un problema de constitucionalidad, es decir, de interpretación de los preceptos de la Constitución, sino que tal interpretación tenga abierto el acceso al mismo dentro del ámbito de su jurisdicción en los distintos procesos constitucionales. De manera que si el ámbito de uno de ellos le impide pronunciarse, como ocurría en el caso de la STC 114/1995 respecto al proceso de amparo, ello no excluye que el mismo problema interpretativo pueda llegar ante este Tribunal por otro cauce procesal distinto; y en tal caso, siempre que tenga jurisdicción respecto a este proceso, como intérprete supremo de la Constitución (art. 1 LOTC) "le corresponderá decir la última palabra sobre la interpretación de la misma" (Ibid., fundamento jurídico 2º). Situación que es precisamente la que aquí concurre, ya que la mencionada STC 114/1995 dejó imprejuzgado el mismo problema de interpretación en relación con el art. 14 C.E. que ahora suscita la Audiencia Provincial de Madrid, como antes se ha dicho. De suerte que al haberse suscitado una duda de inconstitucionalidad por el mencionado órgano jurisdiccional hemos de pronunciarnos en este proceso constitucional sobre dicha cuestión si no fuere notoriamente infundada (art. 37.1 C.E.) y cumple con la triple exigencia de referirse a preceptos de rango legal, aplicables al caso y de cuya validez depende el fallo (art. 35.1 LOTC).

6. Los preceptos individualizados en el Auto de planteamiento como aplicables al caso ponen de relieve otra particularidad del problema de constitucionalidad que ha suscitado la Sala. Cabe observar, en efecto, que si todos son anteriores a nuestra Constitución, uno de ellos (el art. 13 del Decreto de las Cortes de 27 de septiembre de 1820, "publicado en las mismas como Ley de 11 de octubre del mismo año", según se expresa en el art. 1 del Real Decreto de 30 de agosto de 1836, por el que se restableció su vigencia) pertenece al período de tránsito del Antiguo Régimen al régimen constitucional en España. Y otros, los de la Novísima Recopilación, Libro X, Título XVII, Leyes 8 y 9 (en adelante, Novísima Recopilación 10.17.8 y 9) y el del Código de las Siete Partidas, la Partida II, Título XV, Ley 2 (en adelante, Partida 2.15.2) son legislación histórica de la Monarquía española de la Edad Moderna (pues la Ley 8 de la Novísima contiene la Pragmática del Rey Felipe III dada en Madrid el 15 de abril de 1615 y la Ley 9 la Pragmática del mismo Rey también dada en Madrid el 5 de abril de ese año) y de la Baja Edad Media. Por lo que, en atención a los preceptos cuestionados, el dato histórico aparece como uno de los factores relevantes para nuestro enjuiciamiento, aunque también suscite, en contrapartida, algunos problemas.

A) Los intervinientes en este proceso no han objetado que los preceptos cuestionados, pese a su carácter de Derecho histórico, tengan rango legal, aunque el Abogado del Estado excepciona de esta calificación el art. 5 del Decreto de 4 de junio de 1948. Alegación que ha de compartirse, pues, si bien el art. 1 de la Ley de 4 de junio de 1948 extiende la eficacia derogatoria de disposiciones anteriores no sólo a lo en ella establecido sino a los "Decretos que la complementen" -y el aquí considerado lo es, como claramente pone de relieve el art. 1 de dicho Decreto-, en realidad no por ello adquiere rango legal, pues sólo viene a desarrollar, por vía reglamentaria, lo dispuesto en aquella Ley. Por lo que ha de ser excluido de nuestro enjuiciamiento.

La vigencia del Código de las Siete Partidas y, en concreto, la Partida 2.15.2, podría suscitar, en cambio, mayores problemas dado que a partir de la tercera redacción, entre 1295 y 1312, se modificó tanto su contenido como su finalidad originaria de constituir una ley general para el Reino; por lo que el "Libro de las leyes" dejó de ser aplicado incluso en el Tribunal de la Corte, en beneficio del Fuero Real. Pero la duda se despeja, de un lado, por haber adquirido expresa vigencia los "libros de Partidas" en virtud de la Ley 1, Título XXVIII, del Ordenamiento de leyes dado por el Rey Alfonso XI en las Cortes de Alcalá de 1348, en el orden de prelación de fuentes allí establecido y que se mantiene inalterado hasta el siglo XIX. De otro, por haber sido considerada como Derecho en vigor a lo largo de este siglo por la jurisprudencia del Tribunal Supremo. Y en cuanto a su vigencia actual basta observar que en el período de tránsito del Antiguo Régimen al Estado liberal la Ley de 11 de octubre de 1820 se remitió al Derecho histórico al declarar en su art. 13 que "los títulos, prerrogativas de honor y cualesquiera otras preeminencias de esta clase" que los poseedores actuales de los mayorazgos y otras vinculaciones suprimidas por el art. 1 "disfrutan como anejas a ellas, subsistirán en el mismo pie y seguirán el orden de sucesión prescrito en las concesiones, escrituras de fundación y otros documentos de procedencia"; y la vigencia de esta disposición fue restablecida, como se ha dicho, por Decreto de las Cortes de 30 de agosto de 1836. Más tarde, tras el Decreto de 25 de mayo de 1873 por el que el Gobierno de la República acordó no conceder en lo sucesivo títulos de nobleza, el art. 1 del Decreto de 25 de junio de 1874 lo dejó sin efecto, afirmando que "se declara subsistente en su fuerza y vigor la legislación vigente a la publicación de aquel Decreto". Y otro tanto ocurre, por último, con posterioridad a la Constitución de 1931 dado que el art. 1 de la mencionada Ley de 4 de mayo de 1948 prescribe que "se restablecen... las disposiciones vigentes hasta el 14 de abril de 1931 sobre concesión, rehabilitación y transmisión de Grandezas y Títulos del Reino...".

B) Tampoco se ha objetado la aplicación al caso de dichos preceptos, si bien ha de señalarse que el Abogado del Estado, tras un detenido examen histórico, ha estimado que la regla de masculinidad o varonía en el orden regular de sucesión de los títulos nobiliarios se deriva, en concreto, de la Partida 2.15.2 y que su aplicación está justificada no sólo por la directa relación entre la sucesión en la Corona y el orden regular de la transmisión post mortem de estas mercedes en el Antiguo Régimen, como evidencia la doctrina más autorizada, sino también a tenor de una reiterada jurisprudencia del Tribunal Supremo anterior a 1987, aunque este entendimiento se haya modificado en algunas decisiones posteriores.

En relación con este extremo, ha de recordarse que sólo cuando de manera evidente la norma cuestionada sea, según principios básicos, inaplicable al caso, cabrá declarar inadmisible por esta razón la cuestión de inconstitucionalidad planteada (SSTC 17/1981 y 341/1993). Y al respecto basta señalar que en la Partida 2.15.2 se recogen, en efecto, los principios de primogenitura, masculinidad y representación de los que deriva la regla de preferencia del varón, en igualdad de línea y grado, que se cuestiona en este proceso; pues si inicialmente dispone que "el señorío del Reino non lo oviesse sinon el fijo mayor después de la muerte de su padre", se agrega seguidamente que

"...el señorío del Reino heredassen siempre aquellos que viniessen por la liña derecha. E por ende establecieron, que si fijo varón y non oviesse, la fija mayor heredasse el Reino. E aun mandaron, que si el fijo mayor muriesse ante que heredasse, si dexasse fijo o fija que oviesse de su muger legítima, que aquel o aquella lo oviesse, e non otro ninguno".

Conclusión que se corrobora en la jurisprudencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo, al configurar el orden regular de la transmisión post mortem de los títulos nobiliarios "con arreglo a los principios clásicos de primogenitura, masculinidad y representación, conjugados con los siguientes criterios preferenciales: en primer lugar, el grupo parental formado por los descendientes prefiere y excluye al de los ascendientes y el de estos a los colaterales; en segundo lugar, la línea anterior prefiere y excluye a las posteriores; en tercer lugar, el más próximo en grado prefiere y excluye al más remoto, siempre que ambos pertenezcan a la misma línea (y salvando siempre el derecho de representación); en cuarto lugar, en igualdad de línea y grado, el varón prefiere y excluye a la mujer; en quinto lugar, en igualdad de línea, grado y sexo, el de más edad prefiere y excluye al menor. Ni la proximidad de grado, ni la preferencia de sexo, ni la mayor edad, operan más que cuando se trata de parientes consanguíneos de una misma línea, ya que si pertenecen a líneas distintas, la anterior prefiere y excluye a cada una de las posteriores" (Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de junio de 1987, con cita de la de 8 de abril de 1972).

C) Sentado esto, los preceptos con rango legal hoy vigentes y aplicables al caso son, pues, el art. 1 de la Ley de 4 de mayo de 1948 y el art. 13 de la Ley de 11 de octubre de 1820 en cuanto declaran aplicable el Derecho histórico y, en particular, la Partida 2.15.2, de la que deriva por lo dispuesto en el inciso "que si fijo varon y non oviesse, la fija mayor heredasse el Reyno", la regla de preferencia cuya constitucionalidad se ha cuestionado por la Audiencia Provincial de Madrid. Aunque el examen posterior habrá de centrarse en el últimamente citado dado que la eventual inconstitucionalidad de los dos primeros sólo se produciría, en su caso, per relationem, al remitirse éstos al precepto de la legislación histórica.

7. Entrando ya en el fondo de la cuestión planteada, dos precisiones son necesarias, con carácter previo, para acotar adecuadamente el ámbito de nuestro enjuiciamiento.

A) El Auto de planteamiento de la presente cuestión ha hecho una genérica referencia al "régimen sucesorio de los títulos nobiliarios", aunque es evidente que, al margen de los títulos de nobleza extranjeros, otros dos grupos específicos han de quedar excluidos de nuestro examen. De un lado, por su expreso reconocimiento en la Constitución, los "demás títulos" a los que aluden los arts. 56.2 y 57.2 C.E., en relación, respectivamente, con el Rey y el Príncipe heredero de la Corona. De otro, los "títulos de nobleza pertenecientes a la Casa Real", respecto a los que el art. 6 del Real Decreto 1.368/1987, de 6 de noviembre, determina que su uso solamente podrá ser autorizado por el Titular de la Corona a los miembros de la Familia Real, con carácter graciable, personal y vitalicio; y así se ha dispuesto, por ejemplo, en el Real Decreto 323/1995, de 3 de marzo. De manera que nuestro examen ha de proyectarse sobre los restantes títulos de nobleza, tanto si fueron otorgados antes de 1812 o con posterioridad a esta fecha.

B) En segundo término, hemos de partir de una nítida distinción entre el orden de sucesión en la Corona, regulado en el art. 57.1 C.E., y el orden regular de la transmisión post mortem de los títulos nobiliarios. Ante todo, cabe observar que si bien ha existido históricamente una clara vinculación entre el orden de suceder en la Corona y el aplicable a los títulos nobiliarios, lo cierto es que la Constitución hoy vigente no la establece; pues las referencias de los arts 56.2 y 57.2 C.E., como antes se ha dicho, se circunscriben a los "demás títulos" del Rey y del Príncipe heredero, que quedan fuera de nuestro enjuiciamiento. De suerte que si la conformidad con la Constitución del orden regular de sucesión en la Corona (art. 57.1 C.E.) no puede suscitar duda alguna, por haberlo establecido así el constituyente, éste no es precisamente el caso respecto a los títulos nobiliarios, pues es justamente la ausencia de un precepto constitucional que consagre el orden regular de sucesión en estas mercedes lo que permite plantear la presente cuestión de inconstitucionalidad.

De otra parte, la distinción se corrobora desde una perspectiva formal, pues si bien la Partida 2.15.2 se aplicó inicialmente tanto para el orden regular de la sucesión en la Corona como en los títulos de nobleza, se produce una primera disociación entre las normas aplicables a una y otra sucesión tras el Auto acordado de 10 de mayo de 1713, por el que Felipe V establece un "nuevo reglamento para la sucesión de esta Monarquía" basado en la agnación rigurosa y, por tanto, con preferencia "de todos mis descendientes varones por la línea recta de varonía a las hembras y sus descendientes" (Novísima Recopilación, 3.1.5). Y la escisión se confirma en el debate abierto por dicha disposición, ya que frente a la pretensión de modificar con base en la mencionada disposición de 1713 lo decidido en la Pragmática de 1615 sobre la sucesión de las hijas en los mayorazgos, la doctrina sostendrá con firmeza que en el mayorazgo constituido sin ley o condición del fundador, esto es, el regular, la sucesión queda sujeta a lo dispuesto en la Partida 2.15.2, como afirman Jordán de Asso y Miguel de Manuel en 1792 y reitera Juan Sala en 1820 en relación con el Auto acordado de 1713 al afirmar que esta disposición "...sólo dice respecto a la sucesión de la Monarquía, sin que sirva de exemplo a los mayorazgos regulares, que siempre se gobiernan por lo establecido en la referida Ley 2, Título XV, Partida II". Por último, la disociación entre las normas que rigen la sucesión en la Corona y en los títulos nobiliarios se consolida tras la petición de las Cortes de Madrid de 1789 de que se derogase el Auto acordado de 1713 volviendo a la entera vigencia de la Partida 2.15.2, aceptada por Carlos IV. Pues entre la primera fecha y la publicación de la Pragmática Sanción de 29 de marzo de 1830, por la que finalmente se hizo pública aquella decisión, ya se había promulgado la Constitución de Cádiz, en cuyos artículos 174 a 178 se contiene el orden de sucesión a la Corona. De suerte que el proceso de disociación iniciado en 1713 culmina en 1812 y, por tanto, desde esta fecha la Partida 2.15.2 deja de ser aplicable a la sucesión en la Corona al ser sustituida por los preceptos constitucionales, si bien continuará rigiendo la sucesión regular en los títulos nobiliarios.

8. Al pasar a confrontar los preceptos cuestionados con el art. 14 C.E. conviene indicar que el Auto por el que la Audiencia Provincial de Madrid promueve la presente cuestión ha suscitado la duda de inconstitucionalidad "por infracción del art. 14 C.E.", aunque la concreta luego al justificar su planteamiento en una posible "discriminación por razón de sexo". Si bien sentado ésto es preciso hacer seguidamente algunas consideraciones en relación con el canon que ha de guiar nuestro enjuiciamiento.

En primer lugar, aun cuando el precepto aquí cuestionado proceda de la legislación histórica y sea aplicable a los títulos de nobleza, cuyas raíces también se asientan en un pasado secular, sin embargo ha de recordarse que el carácter histórico de una institución no puede excluir, por sí sólo, su contraste con la Constitución. Pues si los principios y valores de ésta informan la totalidad de nuestro ordenamiento, la consecuencia es que la Norma fundamental "imposibilita el mantenimiento de instituciones jurídicas (aun con probada tradición) que resulten incompatibles con los mandatos y principios constitucionales" (STC 76/1988, fundamento jurídico 3º). Y caso de ser procedente el contraste con la Norma fundamental, del planteamiento antes indicado se desprendería con claridad que no nos encontramos ante la cláusula general de igualdad del art. 14 C.E. sino ante uno de los concretos motivos de discriminación que dicho precepto prohíbe (SSTC 128/1987 y 166/1988), el configurado por razón de sexo. Pues éste, en sí mismo, no puede ser motivo de trato desigual (SSTC 75/1983, 128/1987, 207/1987 y 166/1988, entre otras muchas).

De este modo, si el principio de igualdad "no postula ni como fin ni como medio la paridad y sólo exige la razonabilidad de la diferencia de trato", las prohibiciones de discriminación, en cambio, imponen como fin y generalmente como medio la parificación de trato legal, de manera que sólo pueden ser utilizadas excepcionalmente por el legislador como criterio de diferenciación jurídica (STC 229/1992, fundamento jurídico 4º). Lo que implica la necesidad de usar en el juicio de legitimidad constitucional un canon mucho más estricto y que implica un mayor rigor respecto a las exigencias materiales de proporcionalidad (SSTC 75/1983, fundamento jurídico 4º, 209/1988, fundamento jurídico 6º).

No obstante, cabe observar, en segundo término, que la confrontación con el art. 14 C.E. de la diferencia por razón de sexo que se imputa al precepto legal aquí cuestionado no puede llevarse a cabo en abstracto sino en el concreto ámbito de la institución de los títulos de nobleza, para determinar si dicho principio es aplicable en este particular ámbito jurídico, dada la peculiar naturaleza de aquellos. Y este enjuiciamiento, sin duda, posee un carácter previo, pues sólo si la respuesta a esta cuestión fuera positiva podría pasarse a examinar si la mencionada diferencia por razón del sexo es excepcionalmente legítima en atención a la institución aquí considerada. Por lo que es preciso examinar, en primer lugar, el origen histórico de estas mercedes de la Corona; en segundo término, su contenido y significado actual; y, por último, el régimen general de la adquisición por vía sucesoria, ya que sólo tras este examen de la institución podrá apreciarse si falta o no el presupuesto mismo para que pueda operar el principio de igualdad, como ha señalado el Abogado del Estado.

9. El primer aspecto que ha de tenerse en cuenta a los fines de la eventual aplicación del principio constitucional de igualdad en el ámbito de la institución nobiliaria es, de un lado, el origen y significado histórico de los títulos de nobleza; de otro, su subsistencia en el ordenamiento del Estado liberal, pese a que en éste ya comience a operar dicho principio.

En efecto, con independencia de cuales sean los orígenes remotos tanto de la nobleza como de los títulos nobiliarios, basta remitirse a la sociedad estamental del Antiguo régimen para recordar, como ya hemos dicho en una decisión de indudable relevancia para el presente caso por abordar una cuestión similar a la aquí examinada, la STC 27/1982, fundamento jurídico 2º, que en dicha sociedad "no regía el principio de igualdad ante la ley, sino cabalmente el contrario, ya que las personas tenían más o menos derechos según pertenecieran o no a alguno de los estamentos privilegiados". Esto es, los del clero y la nobleza, cuyos componentes se diferenciaban legalmente de quienes pertenecían al "estado llano" por el conjunto de privilegios -honras, franquicias, exenciones y beneficios de distinta índole- de que gozaban aquellos. Pero ha de tenerse presente, además, que en aquel período histórico existía una jerarquización en el estamento social que aquí interesa, el de la nobleza, con una clara diferenciación en las posiciones jurídicas de sus distintos componentes. Pues quienes ostentaban títulos nobiliarios se hallaban en una posición superior respecto a los simples hidalgos, caballeros de distinta índole y señores de vasallos, dado que aquellos, por pertenecer a la alta nobleza, no sólo participaban de diversos modos en el gobierno de la Monarquía sino que también disfrutaban de mayor poder, económico y jurídico, como titulares del régimen señorial y de los mayorazgos que desde el siglo XIII se constituyen en Castilla. Y aun respecto de la nobleza titulada cabe apreciar otra diferenciación al existir dentro de ella otro grupo más reducido en número, el de los títulos con dignidad de Grandes de España, con particular tratamiento consagrado por Carlos V en 1520, en el que se produce en el siglo XVII una jerarquización ulterior, al distinguirse entre grandezas de primera, segunda y tercera clase, luego abandonada en el siglo XIX.

Esta jerarquización y la consiguiente diferenciación dentro de la nobleza se mantuvo durante siglos, si bien se modifica, por distintas razones, la extensión de los distintos grupos que integran este estamento, preeminente en aquel período histórico. Pues si a finales del siglo XV la alta nobleza era un grupo reducido -ya que sólo existían unos cien títulos nobiliarios en Castilla, unos treinta en Cataluña, veinte en Aragón y menos de diez en Navarra-, la concesión de títulos nobiliarios se incrementó considerablemente en los siglos XVII y XVIII, al tiempo que se trató de limitar, por motivos fiscales, la pertenencia al grupo más amplio de la nobleza, el de los simples hidalgos. Y continuando la línea seguida por los dos últimos Monarcas de la casa de Austria, sólo Felipe V otorgó más de doscientos títulos de nobleza y similar prodigalidad se registra bajo Carlos III y Carlos IV. Lo que supuso que al final del siglo XVIII la nobleza como estamento viniera a ser identificada socialmente con la nobleza titulada.

10. El régimen constitucional iniciado en 1812 conservó la Monarquía, si bien el principio de la soberanía nacional y la división de poderes que informan el texto de Cádiz, unidos en la finalidad de suprimir el anterior poder absoluto del Rey, harán que la institución histórica adquiera una nueva forma, la Monarquía constitucional. Y en lo que respecta a la nobleza, la igualdad de derechos "proclamada en la primera parte de la Constitución ", como expresa su Discurso Preliminar, entrañó un profundo cambio en la posición política, jurídica y social que este estamento había ostentado en el Antiguo Régimen. Aunque las sucesivas quiebras del régimen constitucional entre 1814 y 1820 así como entre 1823 y 1833 impidieron -salvo en el breve paréntesis del Trienio- no sólo que fuera efectiva la Monarquía constitucional configurada en el texto de 1812 sino que tampoco se llevase a cabo la completa abolición de los privilegios de la nobleza que se inició con el Decreto de Cortes de 6 de agosto de 1811 al incorporar a la nación los señoríos jurisdiccionales. Pero dicho esto, ciertos datos relativos a este período inicial son significativos a los fines de nuestro examen.

A) En primer lugar, que pese a los principios que informan el nuevo Estado liberal, tanto las Cortes de las que surge la Constitución de 1812 como el texto de ésta consideraron que los títulos nobiliarios eran una realidad subsistente, sin cuestionar su existencia. Lo que quizás sea explicable teniendo en cuenta que, en este momento histórico, la igualdad se proyecta sobre los derechos y deberes civiles y políticos de los ciudadanos pero no excluye una distinción ulterior en cuanto al "rango y honor" de las personas, como expresará más tarde el art. 62 de la Carta francesa de 1830. Idea que se aprecia claramente en las Cortes de Cádiz al discutirse el Decreto de 17 de agosto de 1811 por el que se suprimían las pruebas de nobleza para el ingreso en las academias militares al afirmar Argüelles, haciendo referencia a la nobleza en Inglaterra, que sus "privilegios y exenciones honran a los individuos sin humillar a los ciudadanos" por no entrañar una desigualdad en los derechos civiles y en las libertades políticas de todos.

De este modo, no puede sorprender que las propias Cortes de Cádiz, ya concluida la redacción de la Constitución, concedieran un título de nobleza con Grandeza de España (Decreto de 30 de enero de 1812). Y la subsistencia de la institución se aprecia también en el propio Texto constitucional, puesto que al establecer la composición del Consejo de Estado el art. 232 dispuso que este órgano habría de incluir, entre otros miembros, "cuatro Grandes de España, y no más, adornados de las virtudes, talento y conocimientos necesarios". Lo que guarda relación con otra circunstancia posterior: que restablecida la Constitución de Cádiz en el Trienio 1820-1823, la antes mencionada Ley de 11 de octubre de 1820, pese a suprimir las antiguas vinculaciones de bienes y rentas, dejara subsistentes "los títulos, prerrogativas de honor y cualesquiera otras preeminencias que los poseedores actuales de vinculaciones disfrutan como anejas a ellas...". A lo que se une, por último, la concesión de distintos títulos de nobleza durante el citado Trienio, en los que si bien se consigna que el Rey que los otorga es Monarca constitucional, la forma de la Real concesión aún sigue unida al pasado.

B) En segundo término, si bien al conservar la Monarquía como institución tradicional el constituyente de 1812 pudo haber establecido expresamente entre las facultades del Rey la concesión de títulos de nobleza y dejado la entera ordenación de esta materia a la voluntad regia, como es el caso del texto francés antes citado de 1830, sin embargo no lo hizo así. Lo que está unido sin duda a otro dato: que en la Monarquía constitucional configurada por la Constitución de Cádiz, al igual que en las posteriores del siglo XIX, el Rey ostenta la potestad ejecutiva, como se desprende en aquella de la cláusula general del art. 170. Con la consecuencia, en todo caso, de haberse atribuido al Rey la facultad de otorgar "honores y distinciones de todas clases, con arreglo a las leyes" (art. 171, apartado 7º). Precepto que, con ligeras variantes, es incorporado a los Textos constitucionales posteriores (Constitución de 1837, art. 47, apartado 9º, inciso 2º; Constitución de 1845, art. 45, apartado 9º; Constitución de 1869, art. 73, apartado 3º; Constitución de 1876, art. 55, apartado 8º), de donde pasa al inciso final del art. 62, apartado f), de la Constitución hoy vigente.

C) De este modo, desde la Constitución de 1812 hasta la actualmente vigente se ha entendido, sin discusión, que la concesión de títulos de nobleza constituía uno de esos "honores" a los que hoy se refiere el mencionado art. 62 f) C.E. pese a que, en general, los Reales Decretos sólo expresen como fundamento de la concesión la voluntad del Monarca. Lo que en los inicios del Estado liberal enlazaba fácilmente con las facultades del Rey en el Antiguo Régimen, y ello aún se refleja en el lenguaje, ya que en la jurisprudencia sobre títulos nobiliarios se continúa aludiendo a la existencia de una "prerrogativa regia". Cuando es indudable que, por imperativo del citado precepto de la Constitución, el Rey ha de ejercer su facultad de conceder un título de nobleza "con arreglo a las leyes"; y dicho acto, además, queda sujeto a refrendo ministerial (art. 64.1 C.E.), cuyo "sentido original y aún hoy esencial" es el "traslaticio de responsabilidad inherente al mismo" (STC 5/19987, fundamento jurídico 2º).

De otra parte, en relación con lo anterior ha de tenerse presente que el orden de suceder en los títulos nobiliarios, según constante doctrina de la Sala Primera del Tribunal Supremo, se determina, en primer lugar, por lo establecido "en la Real concesión" (art. 4 del Real Decreto de 27 de mayo de 1912), que constituye la "ley reguladora" o la "ley fundamental" de cada merced; y sólo en defecto de lo establecido en la Real concesión ha de operar, subsidiariamente el orden regular legalmente previsto. De suerte que en lo que aquí importa el acto graciable del Rey otorgando el título de nobleza puede establecer su carácter vitalicio o permanente, así como un particular orden de llamamientos para su transmisión mortis causa e incluso establecer condiciones especiales para la adquisición de la merced por vía sucesoria.

11. En suma, los títulos nobiliarios han subsistido en la sociedad burguesa y en el régimen constitucional, sin duda por su directa vinculación con la Corona, fons nobilitatis. Aunque sólo han permanecido, "como instituciones residuales de la sociedad anterior que se incrustan en la nueva y logran persistir en ella, bien es cierto que con un contenido jurídico y una función social enteramente otras y menores que las que tuvieron antes" (STC 27/1982, fundamento jurídico 2º).

Ahora bien, dicho esto, nuestro enjuiciamiento ha de partir necesariamente de un elemento de la doctrina sentada por este Tribunal en relación con el art. 14 C.E., a saber, que "...al amparo del principio de igualdad no es lícito tratar de asimilar situaciones que en su origen no han sido equiparadas por las normas jurídicas que las crean" (STC 9/1995, fundamento jurídico 3º, con cita de las SSTC 68/1989, 77/1990, 48/1992, 293/1993, 82/1994, 236/1994 y 237/1994). Y de su origen histórico se desprende un dato relevante en relación con dicha doctrina: que los títulos de nobleza han sido una de esas instituciones que se han configurado según las normas del momento histórico en el que surgen, en atención a muy diversos factores. Entre ellos, el haber constituido en el Antiguo Régimen un doble factor de diferenciación jurídica entre las personas, al ser no sólo una institución privativa del estamento entonces preeminente, la nobleza, que era el "elemento fundamental y definitorio en la sociedad feudal" (STC 27/1982), sino también por identificar al grupo superior de este estamento, la nobleza titulada, frente a los simples hidalgos y caballeros.

12. Pasando ahora al examen del contenido y significado actual de los títulos de nobleza, una constatación inicial es procedente: que tanto en el Estado liberal como en el Estado social y democrático de Derecho que configura nuestra Constitución (art. 1.1 C.E.), basado en la igual dignidad de todas las personas (art. 10.1 C.E.), el ostentar un título nobiliario no supone en modo alguno "un status o condición estamental y privilegiada" ni tampoco conlleva hoy el ejercicio de función pública alguna. Pues "desde 1820 un título nobiliario es -y no es más que eso- una preeminencia o prerrogativa de honor", un nomen honoris. De suerte que las consecuencias jurídicas inherentes al mismo o su contenido jurídico se agotan "en el derecho a adquirirlo, a usarlo y a protegerlo frente a terceros de modo semejante a lo que sucede con el derecho al nombre" (STC 27/1982, fundamento jurídico 2º). De lo que también se desprenden varias consecuencias relevantes a los fines de la eventual aplicación del art. 14 C.E., como se verá seguidamente.

A) En primer lugar, el título de nobleza estuvo vinculado históricamente con la Corona en cuanto símbolo del Reino. En la actualidad, si los títulos de nobleza han subsistido desde 1812 hasta ahora, cabe entender justificadamente que esa subsistencia se deriva de su carácter simbólico, en la medida en que expresan hoy una referencia a una situación histórica, ya inexistente. De suerte que el significado simbólico de los títulos nobiliarios radica en una llamada a la historia, por hacer referencia a una realidad que nos remite a otros tiempos y ha desaparecido en su significado originario desde los inicios del Estado liberal (STC 27/1982).

Si se quiere, dicho en otros términos: que por simbolizar el título de nobleza una institución que sólo fue relevante social y jurídicamente en el pasado, el símbolo elegido se halla desprovisto hoy de cualquier contenido jurídico-material en nuestro ordenamiento, más allá del derecho a usar un nomen honoris que viene a identificar, junto al nombre, el linaje al que pertenece quien ostenta tal prerrogativa de honor. Lo que no es relevante en relación con el principio de igualdad del art. 14 C.E., puesto que si la adquisición de un título de nobleza sólo viene a constituir un "hecho diferencial" (STC 27/1982) cuyo significado no es material sino sólo simbólico, este carácter excluye, en principio, la existencia de una posible discriminación al adquirirlo, tanto por vía directa como por vía sucesoria, dado que las consecuencias jurídicas de su adquisición son las mismas en ambos casos.

B) En segundo término, si en el Antiguo Régimen el título de nobleza era un "privilegio" personal y transmisible a los herederos del beneficiario de la merced, este carácter singular y excepcional aun subsiste hoy, pese a que el acto graciable de concesión constituya el ejercicio "con arreglo a las leyes" de una facultad del Rey constitucionalmente reconocida [art. 62 f) C.E.].

Carácter singular de los títulos de nobleza que es predicable tanto si estos se adquieren por concesión o por vía sucesoria. En el primer caso, es claro que la singularidad y excepcionalidad de la situación del beneficiario de la merced justifican suficientemente la diferenciación que el acto del Monarca produce, apreciada en relación con su finalidad, que no es otra que la de distinguir y honrar a una determinada persona por sus méritos o servicios relevantes. Idea que ya aparece en la Real Orden de 25 de marzo de 1775 (Novísima, 6.1.21), al contraponer los "méritos y servicios propios" a la "nobleza y alianzas" del pretendiente de la merced o de sus antepasados.

En los casos de transmisión mortis causa ha de tenerse presente, de un lado, que las consecuencias jurídicas o el contenido inherente al título de nobleza son las mismas que en el caso de adquisición directa (STC 27/1982, fundamento jurídico 2º), en atención a su carácter simbólico en la actualidad y a lo limitado de su contenido jurídico, que se agota en el derecho a adquirirlo y usarlo. De otro, que las sucesivas adquisiciones por vía sucesoria, en atención al carácter simbólico del título de nobleza, constituyen otras tantas llamadas al momento histórico de su concesión y, al mismo tiempo, a la singularidad de quien recibió la merced de la Corona. Máxime si se entiende que el derecho a suceder en el título nobiliario no se deriva de la anterior posesión del mismo por otra persona, el ascendiente u otro pariente próximo, sino que "se recibe del fundador por pertenecer al linaje", como declaró la Sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 7 de julio de 1986 con cita de otras decisiones anteriores (Sentencias de 19 de abril de 1961, 26 de junio de 1963, 21 de mayo de 1964 y 7 de diciembre de 1995).

C) Por último, la adquisición por vía sucesoria de un título de nobleza sólo despliega hoy sus efectos jurídicos en el ámbito de determinadas relaciones privadas. De un lado, por cuanto su eficacia general sólo se manifiesta como complemento del nombre, dado que el uso del título de nobleza, como nomen honoris, sólo viene a identificar, como antes se ha dicho, a la persona que lo ostenta en relación con su "casa" o linaje. Un dato que se aprecia en las Reales concesiones desde 1837, al expresar que la voluntad de la Reina es "que ahora y de aquí en adelante os podáis llamar e intitular" de acuerdo con el título de nobleza que se otorga. Lo que se corrobora aún hoy a tenor del párrafo 3º del art. 135 en relación con el art. 130 del Reglamento del Registro Civil, al permitir mediante un asiento, marginal a la inscripción de nacimiento, que se expresen "los títulos nobiliarios o dignidades cuya posesión legal conste o se justifique debidamente en el acto".

De otro lado, a la misma conclusión se llega respecto a otros aspectos de la institución, que nos sitúan ante relaciones circunscritas a un grupo de personas, los integrantes del linaje del beneficiario del título de nobleza. Pues cabe observar, en efecto, que la adquisición por vía sucesoria de la merced puede requerir que una persona formule ante los órganos jurisdiccionales una pretensión de su "mejor derecho" a usarlo, frente a otros particulares asimismo vinculados genealógicamente con el beneficiario de la merced. Al igual que ocurre en la cesión de un título nobiliario, pues si de un lado presupone la existencia de un acto inter vivos y de carácter gratuito del actual poseedor del título, formalizado en documento público, en favor de otro particular, de otro se condiciona a que no cause perjuicio de aquellos que estarían llamados a suceder en la merced con preferencia al cesionario, salvo que la aprueben expresamente (art. 12 del Real Decreto de 27 de mayo de 1912). Lo que limita el acto de cesión al circunscribirlo al ámbito de las personas pertenecientes a un determinado linaje. Y otro tanto cabe decir, al margen de su alcance en cuanto a una eventual modificación del orden de llamamientos, del acto de distribución de títulos nobiliarios. Por lo que hemos declarado en la STC 68/1985, fundamento jurídico 3º, en relación con una autorización de designación de sucesor, que aun siendo dicha autorización un acto de naturaleza discrecional o graciable, ello "es sin duda compatible con el planteamiento entre partes privadas y ante la jurisdicción civil ordinaria de un eventual proceso respecto al mejor derecho a suceder en el título nobiliario, proceso en el que la cuestión a discutir ya no sería el acto del Jefe del Estado..., sino la prevalencia o no de ese título respecto al del sucesor con arreglo al orden sucesorio originario" según la Real concesión.

Por consiguiente, los títulos de nobleza nos sitúan ante un ámbito de relaciones que se circunscribe a aquellas personas que forman parte del linaje del beneficiario de la merced y, por tanto, no poseen una proyección general y definitoria de un status, sino ante un simple nomen honoris que implica una referencia a la historia en cuanto símbolo y no posee así otro valor que el puramente social que en cada momento quiera otorgársele.

13. El siguiente paso en nuestro examen nos sitúa ante el régimen legal aplicable a la transmisión post mortem de los títulos de nobleza. Un régimen, como se verá seguidamente, que es excepcional en atención a su origen histórico, al objeto de la transmisión y a su finalidad; y ello determina que sus previsiones constituyan un elemento inherente a la propia institución nobiliaria.

A) En cuanto a lo primero, interesa destacar, muy sumariamente, que tanto de la Partida 2.15.2, como de otros dos textos alfonsinos (el Espéculo 2.16, que la antecede en el tiempo y la declaración regia antes las Cortes de Toledo de 1255) se desprende con claridad una finalidad común al establecer un orden regular para la sucesión en la Corona de Castilla basado en los principios de primogenitura, masculinidad y representación: la de preservar la unidad del Reino al fallecimiento del Monarca reinante ya que, como expresa el primero de los citados, "todo reino partido sería estragado". Idea que también se contiene en relación con la sucesión en los distintos Reinos de la Corona de Aragón en un texto coetáneo, el testamento del Rey Jaime I de 1272; texto igualmente inspirado en el principio de primogenitura pero que se diferencia de los textos alfonsinos por la rigurosa agnación que establece, aunque este criterio se modificará en el testamento del Rey Fernando el Católico de 1516 al disponer, como en aquellos, que se prefiera el heredero "masculino al femenino".

Ahora bien, es igualmente significativo que en todos los textos antes mencionados se haga referencia no al Derecho común sino a una costumbre particular, aplicable según la partida 2.15.2 "doquier el señorío ovieron por linaje, e mayormente en España". Lo que ha de ponerse en relación con la Partida 2.1.11, que se refiere a los "Príncipes, Duques, Condes, Marqueses, Iuges, Vizcondes..." como "los otros Señores de que hablamos de suso, que han honra de señorío por heredamiento". Y el texto del Espéculo 2.16 aún es más preciso al afirmar que tal costumbre se aplica no sólo a la sucesión de los Reyes sino también a la de los "otros altos omes, señores de grandes tierras o de villas o de castiellos o de otros lugares, ó el señorío quisieron que fuese uno". De suerte que, en definitiva, la costumbre que determina el orden regular de la sucesión según los textos alfonsinos se circunscribe a las dignitates, el Monarca y los nobles; al igual que la finalidad de mantener la unidad del Reino se extiende a la preservación de la unidad de los señoríos y títulos nobiliarios. Asimilación que no puede sorprender dado que en este período histórico la nobleza, por su superior poder político y económico, era el primero de los "estados" que, con el Rey, integraban el Reino.

B) Estas conclusiones se corroboran, en segundo término, si se examina el origen del principio central del orden regular de la sucesión en las dignitates, el de primogenitura. Pues de los dos restantes, el de representación estaba al servicio de la misma finalidad de mantener el objeto de la sucesión en el linaje por línea directa, "si el fijo mayor muriesse ante que heredasse" (Partida 2.15.2); y el de masculinidad sólo es una proyección en esta materia de las ideas sobre la condición de la mujer imperantes en la Edad Media, expresadas en lo jurídico con claridad en otro precepto alfonsino (Partida 4.13.2).

En la Baja Edad Media, en efecto, la adopción del principio de primogenitura se justificó por los canonistas con base en una costumbre feudal y, por tanto, excepcional del Derecho común, cuyo fundamento doctrinal se halla en un texto reiterado por la doctrina en los siglos posteriores: el comentario del Abad Panormitano, donde se alude a una costumbre sobre la indivisión de la herencia quae viget inter nobiles y, por tanto, de la que estaban excluidos laboratores y mercatores. Aunque al ser considerado un privilegium odiosum -por entrañar la absoluta privación de bienes de la herencia a los hijos menores, salvo el sustento suficiente a los varones y una dote congrua a las hembras, como compensación para evitar el reproche moral-, la consecuencia fue que tal privilegio era de interpretación restrictiva y, de este modo, que quien lo invocaba en juicio debía probarlo cumplidamente. Pero por ser esta solución contraria a los intereses de la nobleza, no puede extrañar que se produjera una evolución posterior para modificar este extremo.

Esta evolución se produce, efectivamente, tras consolidarse en el Reino de Castilla desde la segunda mitad del siglo XIII la institución de los mayorazgos. Y es significativo que la doctrina más autorizada de los siglos XVI y XVII, a la que el Abogado del Estado ha hecho amplia referencia en sus alegaciones, no sólo extiende el privilegio de primogenitura a la sucesión en estas vinculaciones de bienes y rentas feudales sino que, además, invierte su carácter. Pues apoyándose ahora en el Derecho común y, en concreto, en la institución de los fideicomisos ordenados in favore descendentium o intuitu familiae, se consideró que no constituían un privilegio odioso sino favorable (maioratus et primogenitura sunt favorabiles, non odiosae). Solución que se justifica, además, por razón de utilidad pública (in quorum conservatione favor publicus versatur); lo que potenciaba la consolidación como unidad de un conjunto de bienes y rentas in favore familiae. Esto es, en favor del linaje patrilineal del fundador del mayorazgo. Construcción que también era aplicable, y lo fue sin dificultad por la doctrina, a los títulos nobiliarios, por ser objeto igualmente de una transmisión mortis causa establecida in favore descendentium y estar también frecuentemente vinculados a un mayorazgo.

14. Al subsistir los títulos de nobleza en el régimen constitucional pese a la abolición de los mayorazgos, también permaneció el carácter excepcional y, por tanto, diferencial, del régimen de su transmisión post mortem, por ser un elemento inherente a la institución nobiliaria. Lo que puede apreciarse, aun expuestos muy sumariamente, en algunos extremos significativos del régimen legal hoy vigente.

A) En primer término, desde la perspectiva del Derecho civil, dado que los títulos nobiliarios no constituyen, en sentido estricto, un bien integrante de la herencia del de cuius (arts. 657, 659 y 661 del Código Civil), aun cuando el derecho de uso y disfrute sea transmisible post mortem a los descendientes de quien lo ostenta si la merced tiene carácter perpetuo. Lo que determina una consecuencia relevante en esta sede constitucional: que no son aplicables a este singular bien incorporal las normas con proyección general que regulan la sucesión ordinaria por causa de muerte del Título III del Libro III del Código Civil, o, en su caso, las contenidas en los Derechos civiles, forales o especiales, vigentes en algunas Comunidades Autónomas; aunque las primeras tengan carácter supletorio para el cómputo de los grados, como ha declarado la jurisprudencia del Tribunal Supremo. De suerte que, al fallecimiento de quien ostenta un título de nobleza, pese a integrarse el conjunto de sus bienes y derechos en la herencia del causante y quedar regida así por las normas de Derecho civil, el título de nobleza, en cambio, se transmite post mortem sólo dentro del linaje o familia del beneficiario, según lo dispuesto en la Real concesión o, en su defecto, por lo establecido en el precepto legal específico que determina el orden regular de la sucesión, la Partida 2.15.2.

B) En segundo lugar, la transmisión post mortem de los títulos de nobleza es de carácter vincular, y, por tanto, excepcional o extraordinaria. Lo que entraña, en esencia, la existencia de un orden de llamamientos objetivo y predeterminado que, en principio, es indefinido en cuanto a los sucesores en el uso y disfrute del título nobiliario que se transmite. Pues si éste ha constituido tradicionalmente una prerrogativa de honor vinculada a una familia o linaje -el de la persona a la que el Rey concedió la merced- ello permite perpetuar indefinidamente su uso y disfrute por los descendientes en línea directa de aquel a quien fue concedido.

Este carácter vincular se expresa en las Cartas reales de concesión con fórmulas como "perpetuamente" o "para vos y vuestros sucesores", por entenderse que éstos, al ostentar el título nobiliario, seguían honrando tanto la memoria de aquel como el propio linaje, la nobilitas et familiarum dignitas. Finalidad que claramente se expresa en la Real Cédula de Carlos IV de 29 de abril de 1804, en la que se indica que el objeto de la concesión de un título nobiliario es "premiar los méritos y servicios del agraciado y de sus ascendientes, perpetuando en su familia el lustre y honor anejo a estas mercedes". Y cabe señalar que la vinculación a una familia o linaje se potenció en el pasado al estar unido el título nobiliario a un mayorazgo, como fue frecuente en Castilla a partir de la segunda mitad del siglo XIV. Pero en todo caso se manifiesta con claridad, al final del Antiguo Régimen, en lo dispuesto por la mencionada Real Cédula de 29 de abril de 1804, en la que Carlos IV estableció que aun cuando las mercedes de Títulos de Castilla fueran concedidas "sin agregación a vínculos y mayorazgos, o sin afección a jurisdicción, señorío y vasallaje de algún Pueblo", las que se concedieran en lo sucesivo, salvo disposición expresa en contrario, tendrían el carácter de vinculadas. Y ello se refuerza al prescribirse también que, por lo antes dispuesto, no "se entiendan libres las ya concedidas" (Novísima, 6.1.25).

Por consiguiente, si en el caso de los mayorazgos la vinculación de ciertos bienes y rentas a un linaje o familia persiguió el reducir a una unidad el conjunto de aquellos, para su transmisión a los sucesores del fundador de la vinculación, quienes debían conservarlos, otro tanto ocurre con el título nobiliario, bien inmaterial constitutivo de un nomen honoris, que es igualmente una unidad y, como tal, indivisible entre los descendientes de quien recibió la merced del Rey. Pero ello implica, cuando concurren varios descendientes de igual línea y grado, la necesaria exclusión de unos en favor de otro, el llamado según el orden de suceder aplicable al concreto título de nobleza de que se trate. Consecuencia que separa profundamente esta sucesión vincular de la ordinaria regida por el Derecho civil, puesto que no está presente en su régimen legal una igual posición jurídica de los llamados a la sucesión por la muerte del anterior poseedor del título de nobleza, sino una situación ya diferenciada previamente por un orden de suceder predeterminado.

C) Finalmente, el carácter vincular de la sucesión y, por tanto, la finalidad de que el título de nobleza se perpetúe en el linaje de quien recibió la merced mediante un orden preestablecido, se refuerza con ciertas limitaciones que también son privativas del Derecho nobiliario. Pues tanto la persona a la que el Rey otorga esta prerrogativa de honor como aquellos a las que luego pasa por vía sucesoria tienen ciertamente el derecho de uso y disfrute de la misma; pero no son, en sentido propio, dueños sino poseedores del título de nobleza ya que carecen del ius disponiendi tanto en las relaciones inter vivos como mortis causa. Y, consiguientemente, no están facultados para enajenar el título nobiliario a un tercero, ni tampoco para cederlo o alterar el orden de sucesión sin que exista una previa autorización de la Corona. Conclusión que ha sido reiteradamente sentada por la jurisprudencia del Tribunal Supremo, desde el pasado siglo hasta la Sentencia de 25 de octubre de 1996, en la que se afirma, con apoyo en la citada Real Cédula de Carlos IV de 29 de abril de 1804, que el orden de sucesión en los títulos nobiliarios "es inalterable", salvo que medie expresa autorización del Rey. Carácter que no es irrelevante desde una perspectiva constitucional, pues evidencia que el título de nobleza, por ser el resultado de la voluntad graciable del Monarca, se adquiere por vía sucesoria tal y como ha sido configurado por la Real concesión o por las posteriores autorizaciones regias.

15. A partir de estas premisas podemos ya entrar a examinar la diferenciación por razón de sexo que se deriva del precepto cuestionado por la Audiencia Provincial de Madrid, la Partida 2.15.2.

Pues bien, si los títulos de nobleza tienen hoy un carácter simbólico, como antes se ha dicho, la regla de preferencia establecida por el precepto cuestionado hoy es, indudablemente, un elemento diferencial que no tiene cabida en nuestro ordenamiento respecto a aquellas situaciones que poseen una proyección general. De manera que sólo puede entrañar, al igual que los propios títulos nobiliarios, una referencia o una llamada a la historia, desprovista hoy de todo contenido material.

Dicho de otro modo: la diferencia por razón de sexo que el mencionado precepto establece sólo posee hoy un valor meramente simbólico dado que el fundamento de la diferenciación que incorpora ya no se halla vigente en nuestro ordenamiento. Mientras que, por el contrario, los valores sociales y jurídicos contenidos en la Constitución y, por tanto, con plena vigencia en el momento actual, necesariamente han de proyectar sus efectos si estuviésemos ante una diferencia legal que tuviera un contenido material. Lo que ciertamente no ocurre en el presente caso, en atención a las razones que se han expuesto partiendo de las premisas sentadas en los fundamentos precedentes.

A lo que cabe agregar, por último otra consideración: los títulos nobiliarios se adquieren hoy por vía sucesoria tal y como son. Esto es, en el caso de la mayoría de los existentes, los otorgados en el Antiguo Régimen, tal y como han sido configurados en el pasado histórico al que precisamente hacen hoy referencia. Y resulta significativo comprobar, además, que las sucesivas adquisiciones de aquellos se han verificado según un mismo orden de suceder, bien el establecido en la Real concesión o en su defecto en la Partida 2.15.2. De suerte que el régimen legal de su transmisión post mortem ha constituido, a lo largo del tiempo un elemento inherente al propio título de nobleza que se adquiere por vía sucesoria. Y otro tanto cabe decir de los otorgados en el Estado liberal e incluso de los concedidos en fechas recientes, pues será lo dispuesto en la Real concesión lo que ha de determinar, en el futuro, las sucesivas transmisiones. Por lo que resultaría paradójico que el título de nobleza pudiera adquirirse por vía sucesoria no tal como es y ha sido históricamente según los criterios que han presidido las anteriores transmisiones, sino al amparo de criterios distintos. Pues ello supondría tanto como proyectar valores y principios contenidos en la Constitución y que hoy poseen un contenido material en nuestro ordenamiento sobre lo que carece de ese contenido por su carácter simbólico.

16. Las consideraciones anteriores necesariamente conducen a una respuesta negativa a la cuestión de inconstitucionalidad planteada por la Audiencia Provincial de Madrid. Y al mismo resultado se llega, finalmente, partiendo de la doctrina expuesta en la STC 27/1982, que conviene traer aquí.

En aquel caso se trataba de una particular condición impuesta en el orden de suceder de un título nobiliario unido a un mayorazgo, a saber: que "la persona que ubiere de suceder en el espresado vínculo aia de casar con persona notoriamente noble". Condición respecto a la que declaramos que ni hoy puede afectar en modo alguno a la dignidad de las personas, ni tiene sentido en nuestro tiempo y bajo la Constitución de 1978 afirmar, como se hace en dicha condición, que quien no casa con persona notoriamente noble es o está "mal casado", siendo como son igualmente dignas todas las personas (art. 10 C.E.). Y tras esta consideración hemos declarado, no obstante, que "...de ahí no se puede inferir que a la hora de condicionar la adquisición por vía hereditaria de un título nobiliario haya de considerarse como discriminatorio e inconstitucional el hecho de casar con noble, pues en fin de cuentas son de la misma índole el hecho condicionante y el condicionado y tan anacrónico y residual es aquel como éste, pero no siendo inconstitucional el título nobiliario no puede serlo supeditar su adquisición por vía sucesoria al hecho de casar con noble" (STC 27/1982, fundamento jurídico 3º).

Confrontados ahora con la regla o criterio de preferencia del varón sobre la mujer, en igualdad de línea y grado, en la sucesión regular en los títulos nobiliarios, contenida en la Partida 2.15.2, la misma ratio decidendi ha de guiar nuestra conclusión desestimatoria de la presente cuestión de inconstitucionalidad. Pues no siendo discriminatorio y, por tanto, inconstitucional el título de nobleza tampoco puede serlo dicha preferencia, salvo incurrir en la misma contradicción lógica que respecto a aquel caso se ha señalado.

Si se quiere, dicho en otros términos: admitida la constitucionalidad de los títulos nobiliarios por su naturaleza meramente honorífica y la finalidad de mantener vivo el recuerdo histórico al que se debe su otorgamiento, no cabe entender que un determinado elemento de dicha institución -el régimen de su transmisión mortis causa- haya de apartarse de las determinaciones establecidas en la Real carta de concesión. La voluntad regia que ésta expresa no puede alterarse sin desvirtuar el origen y la naturaleza histórica de la institución, pues como ya dijimos en la mencionada STC 27/1982 "resultaría la insalvable contradicción lógica de ser la nobleza causa discriminatoria y por ende inconstitucional a la hora de valorar la condición para adquirir el título, pero no a la hora de valorar la existencia misma y la constitucionalidad del título nobiliario en cuestión".

17. Todo lo expuesto lleva a estimar, en definitiva, que la legislación histórica aplicable a la sucesión regular en los títulos nobiliarios y, en particular, la Partida 2.15.2, de la que deriva la regla o criterio de la preferencia del varón sobre la mujer en igualdad de línea y grado, aplicable en virtud de lo dispuesto en el art. 13 de la Ley de 11 de octubre de 1820 y el art. 1 de la Ley de 4 de mayo de 1948, no es contraria al art. 14 C.E. Por lo que procede, en consecuencia, desestimar la cuestión de inconstitucionalidad promovida por la Sección Decimotercera de la Audiencia Provincial de Madrid en el rollo 692/94, formado en el recurso de apelación contra la Sentencia dictada por el Juzgado de Primera Instancia núm. 51 de Madrid en los autos 566/92.

Fallo

En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, POR LA AUTORIDAD QUE LE CONFIERE LA CONSTITUCIÓN DE LA NACIÓN ESPAÑOLA,

Ha decidido

1º. Declarar que el art. 1 de la Ley de 4 de mayo de 1948 y el art. 13 de la Ley de 11 de octubre de 1820, en cuanto declaran aplicable el Derecho histórico y en particular, la Partida 2.15.2, precepto del que deriva la regla de preferencia del varón sobre la mujer en igualdad de línea y grado, en el orden regular de las transmisiones mortis causa de títulos nobiliarios, no son contrarios al art. 14 C.E. y, en consecuencia,

2º. Desestimar la presente cuestión de inconstitucionalidad.

Publíquese esta Sentencia en el "Boletín Oficial del Estado".

Dada en Madrid, a tres de julio de mil novecientos noventa y siete.

Votos particulares

1. Voto particular que formulan los Magistrados don Carles Viver Pi-Sunyer y don Tomás S. Vives Antón a la sentencia dictada en la cuestión de inconstitucionalidad núm. 661/96

Nuestra respetuosa discrepancia con la Sentencia se refiere, en primer lugar, a los razonamientos que fundamentan la admisibilidad de la cuestión planteada. No compartimos sin reservas las consideraciones que llevan a afirmar que aquí estamos ante una duda de constitucionalidad cuyo objeto sean las normas que luego se enjuician, ni nos parece concluyente la tesis de que unas remisiones legales imprecisas otorgan rango de ley a una regla anterior a la existencia misma de un sistema formal de fuentes (y que, conforme a sus propios criterios materiales de validez cabría estimar obsoleta). Con todo, centraremos la expresión de nuestra disidencia en el problema de fondo que suscita la Sentencia y, más concretamente, en la ratio decidendi que fundamenta el fallo, según la cual la preferencia del varón sobre la mujer en el orden regular de sucesión en los títulos nobiliarios es conforme a la Constitución, porque el art. 14 de la Ley suprema no le es aplicable.

Nuestra opinión, en este punto, es justamente la contraria. Sostenemos que el orden regular de sucesión en los títulos nobiliarios no solamente se halla sometido a la Constitución y, más exactamente, a las exigencias del derecho a la igualdad de su art. 14, sino que, al establecer una preferencia del varón sobre la mujer en el orden sucesorio aludido, consagra una discriminación por razón de sexo que vulnera frontalmente una de las prohibiciones a las que de forma expresa y específica alude el Texto constitucional, otorgando así un relieve acorde con el profundo rechazo que hoy produce este tipo de desigualdad en las sociedades de nuestro entorno cultural.

Para sustentar nuestra opinión, presuponemos, en primer término, que el orden regular de suceder en los títulos nobiliarios es una norma, esto es, que opera en defecto de cualquier otra especificación de la voluntad del concedente; pero, sin que su aplicación precise apelar a ninguna clase de voluntad tácita o presunta. En caso contrario, es decir, si cupiera afirmar que es sólo la voluntad del que otorga el título la que determina el orden sucesorio, la norma presunta se disolvería en la serie de actos de otorgamiento; pero, entonces, la cuestión de inconstitucionalidad no versaría, como exige el art. 35.1 de la LOTC, sobre una norma auténtica, sino sólo sobre una aparente.

En segundo lugar, presuponemos también que estamos enjuiciando una norma jurídica, esto es, un fragmento del ordenamiento estatal y no una simple regla de comportamiento establecida por determinados grupos sociales en virtud de sus peculiares convenciones, pues de no aceptarse esa presuposición, cualquier tipo de enjuiciamiento del problema planteado por parte de este Tribunal carecería de sentido.

No estamos por tanto ante un fenómeno que se produzca al margen del Derecho, ni ante una manifestación asociativa de carácter meramente privado. Los actos de concesión, rehabilitación, transmisión mortis causa de los títulos nobiliarios -con su carácter vincular-, e incluso las cesiones y la distribución inter liberos -aunque aquí con matizaciones-, no son fruto de relaciones inter privatos, sino ejercicio de facultades públicas del monarca, como se reconoce en la Sentencia. En este ejercicio intervienen diversos órganos estatales -desde el Consejo de Estado hasta los órganos del poder judicial, pasando por el refrendo y asunción de responsabilidades del Ministro de Justicia-y todo este proceso está regido por normas cuyo contenido no se limita a reconocer un ámbito de autonomía de la voluntad o privada, sino que establecen auténticas reglas de ius cogens, plenamente integradas, y esto es aquí lo más relevante, en el ordenamiento jurídico vigente en la actualidad en España. Insistimos, si no se tratase de una verdadera norma jurídica vigente este Tribunal no hubiera podido admitirla como objeto de una cuestión de inconstitucionalidad.

En la medida en que el fallo de la Sentencia no es de inadmisión hemos de entender que la mayoría del Pleno comparte ambas presuposiciones.

Pues bien, sentado cuanto antecede, cabe recordar que una norma jurídica estatal no puede establecer una preferencia sucesoria del varón sobre la mujer en materia de título nobiliarios, pues aunque tal preferencia no tuviese más contenido jurídico que ese, aún tendría, por lo menos, justamente ese. Y con ello queremos decir que obligaría a los poderes públicos intervinientes -sean gubernativos o judiciales- a preterir a la mujer en el ámbito de una relación jurídica que, aunque es lo cierto que ha perdido gran parte de su significación histórica (puesto que en la actualidad ni entraña ejercicio de funciones públicas, ni otorga un status civitatis especial -consecuencias ambas radicalmente incompatibles con nuestro actual ordenamiento constitucional), no lo es menos que ni estos efectos jurídicos y sociales son totalmente irrelevantes, ni tienen por qué serlo en un futuro, ni, sobre todo que, aunque lo fueran, dejaría de ser trato discriminatorio la prevalencia del varón establecida legalmente.

En efecto, según la Sentencia de la que disentimos, los títulos nobiliarios son hoy un simple nomen honoris cuya trascendencia es escasamente significativa, ya que desde la perspectiva jurídico-pública, cumplen una función meramente simbólica y, desde la privada, tienen el valor que la sociedad decida otorgarles; por ello, se dice, la discriminación de la mujer se produce en una relación jurídica prácticamente irrelevante. Este planteamiento requiere, a nuestro entender, alguna matización. En primer lugar, los efectos jurídicos y sociales no son ni inexistentes ni irrelevantes; aunque jurídicamente sólo se redujeran en hipótesis a los derechos relacionados con la adquisición y defensa del nomen honoris, ya tendrían sólo por ello suficiente relieve como muestra, entre otras circunstancias, la importante litigiosidad judicial que suscitan. Por otra parte, aunque es cierto que en la actualidad su relieve es limitado, debe admitirse que el valor de los derechos fundamentales no se mide por el número de sus posibles titulares ni por el mayor o menor alcance de sus consecuencias jurídicas y prácticas. Los datos cuantitativos no pueden convertirse en canon para determinar la vulneración o no de una prohibición expresa de discriminación como la relativa al sexo.

En suma, aunque creemos que nada excluye que los títulos nobiliarios, bajo ciertas condiciones a las que luego nos referiremos, puedan desempeñar una función relevante en el marco de la Monarquía parlamentaria establecida por la Constitución de 1978, es cierto que, como la Sentencia da por sentado, también pueden jugar un papel menor, insignificante o meramente simbólico. Pero, el que se dé una u otra de las situaciones a que acabamos de referirnos podrá incidir en la mayor o menor entidad de la discriminación enjuiciada, no en su existencia.

Esta constatación, puesta en contraste con la prohibición explícita de discriminación por razón de sexo del art. 14 C.E., debería a nuestro entender, haber llevado derechamente a la declaración de inconstitucionalidad de la regla de preferencia del varón. Esta conclusión se refuerza si se tiene en cuenta que el fundamento de esa preterición de la mujer, heredada de otros tiempos, no puede desconectarse de la idea que la motivó: la incapacidad de la mujer para transmitir el linaje en condiciones de igualdad con el hombre y, en definitiva, la inferioridad de la mujer en todos los órdenes, incluido el social. Ambas proposiciones afectan directamente al núcleo más duro de la prohibición constitucional de establecer diferencias entre los sexos.

La única vía mediante la que pudiera llegarse a la conclusión, que la Sentencia obtiene, de que al orden regular de sucesión en los títulos nobiliarios no le resulta aplicable el art. 14 de la C.E. y, por lo tanto, no le alcanzan las prohibiciones de discriminación que en él se contienen, es la seguida en la STC 27/1982, por la que, a mayor abundamiento, también se transita en ésta.

Esa vía tiene una doble formulación. Su argumentación más simple puede resumirse así: si la Constitución acepta la pervivencia de una institución histórica debe admitirla tal como es sin exigir ninguna modificación o adaptación a las exigencias derivadas de la misma, en este caso, a las del derecho a la igualdad. La segunda, algo más matizada, sostiene que dado que la Constitución reconoce los títulos nobiliarios y la desigualdad es consustancial a ellos, al reconocerlos está, al mismo tiempo, por implicación, excluyendo respecto de ellos las exigencias derivadas del principio de igualdad.

El primero de estos razonamientos no requiere, creemos, mucho esfuerzo argumental para demostrar su endeblez tanto lógica como jurídica. Una simple observación de lo sucedido al entrar en vigor la Constitución de 1978 muestra con toda claridad que una buena parte de las instituciones existentes en aquella fecha pervivieron con posterioridad a la misma pero no se consideraron inmunes a la Constitución, sino que tuvieron que adaptarse al nuevo orden constitucional - desde la familia y el matrimonio, en el ámbito más privado, hasta, por ejemplo, los derechos históricos a los que se refiere la Disposición adicional primera de la Constitución-. Como es obvio, las Constituciones nuevas ni hacen tabla rasa con todo el ordenamiento previo, ni tienen unos efectos exclusivamente pro futuro reservados a las instituciones surjidas a partir de la entrada en vigor del nuevo Texto constitucional.

El segundo argumento resultaría, en principio, inobjetable si se diesen dos requisitos que no concurren en este caso: que la propia Constitución excluyese de forma explícita, en todo o en parte, la aplicación del art. 14 a los títulos nobiliarios o, en segundo lugar, que la preferencia del varón fuese efectivamente consustancial a esos títulos, puesto que en este caso cabría tratar de defender una discutible exclusión tácita de esta exigencia constitucional de igualdad.

En efecto, si la Constitución explícitamente proclamase esta exclusión, como hace en su art. 57 respecto de la sucesión en la Corona, ninguna duda de constitucionalidad podría existir a partir de una sencilla interpretación sistemática de la Constitución y de la indiscutible aplicación del principio de especialidad. No cabe poner en tela de juicio que el propio Texto constitucional puede establecer excepciones explícitas a los principios y derechos proclamados de forma general, sin que ello entrañe ningún "esquizofrénico" problema de constitucionalidad. Pero, como es conocido, ninguna inmunidad de Constitución se consagra explícitamente en la de 1978 respecto de los títulos nobiliarios.

Tampoco puede correr mejor suerte el segundo argumento. La premisa de la que parte ni es cierta ni es lógicamente distinta de la conclusión que pretende alcanzarse, puesto que la desigualdad que caracteriza a los títulos nobiliarios no es sustancial, sino meramente histórica. Los títulos nobiliarios que, hasta la Constitución, se han configurado de modo incompatible con las exigencias del principio de igualdad pueden, a partir de ella, configurarse de acuerdo a dichas exigencias, como altas distinciones con las que premiar méritos excepcionales e incluso, en su caso, perpetuar la memoria de esos méritos mediante una transmisión sucesoria que no contenga discriminaciones prohibidas.

El hecho de que sea posible una configuración de los títulos que, a la vez, evoque la memoria del pasado y respete las exigencias del principio de igualdad pone de manifiesto que el razonamiento en virtud del que se pretende excluirlos de la aplicación del art. 14 no es sino un sofisma.

Al atribuir a la naturaleza de los títulos nobiliarios la desigualdad que pertenece sólo a su historia y concebir así la historia -contrariando su sentido íntimo e, incluso, el uso que la Sentencia hace de ella cuando describe la evolución de los títulos- como una especie de naturaleza petrificada que excluye el cambio, predetermina que la igualdad no les es aplicable, dando por sentado en la premisa lo que a partir de ella se intenta concluir e incurriendo así en una evidente petición de principio.

Por todo lo expuesto creemos que la Sentencia debía haber declarado que la regla que establece la preferencia del varón sobre la mujer en el orden regular de sucesión en los títulos nobiliarios vulnera la prohibición constitucional de que en el ordenamiento jurídico hoy vigente pervivan discriminaciones tan odiosas en la actualidad como es la desigualdad por razón de sexo.

Madrid, a nueve de julio de mil novecientos noventa y siete.

2. Voto particular que formula el Magistrado don Pedro Cruz Villalón a la sentencia recaída en la cuestión de inconstitucionalidad núm. 661/96

Con el máximo respeto a la opinión sustentada en la precedente Sentencia, entiendo que la cuestión de inconstitucionalidad en ella resuelta debió haber sido inadmitida a trámite, tal como propugnó en su día el Fiscal General del Estado. Con independencia de lo anterior, pero con el mismo respeto, y en la medida en que este Tribunal Constitucional ha entrado en el fondo de la cuestión planteada, discrepo de la fundamentación y del fallo, coincidiendo en este extremo con la conclusión que se alcanza en las alegaciones presentadas por el Abogado del Estado.

1. Como resulta de los Antecedentes, el Fiscal General del Estado ha sostenido que la cuestión de inconstitucionalidad debió haber sido inadmitida a trámite o, ya en fase de Sentencia, haberse declarado su inadmisibilidad sin entrar en el fondo del asunto, toda vez que, en contra de lo dispuesto en el art. 35 LOTC, el órgano judicial, la Audiencia Provincial en este caso, no se puede decir que haya considerado que una determinada norma "pueda ser contraria a la Constitución"; por el contrario, la lectura de su Auto de planteamiento lo que pone de manifiesto es su convicción de que la norma cuestionada, sobre ella se volverá en seguida, no es contraria a la Constitución. Ello traería como consecuencia otro defecto procesal, igualmente insubsanable, del citado Auto, su notoria falta de fundamento con los efectos del art. 37.1, inciso segundo, de la LOTC, por cuanto, al dirigirse precisamente la argumentación a reivindicar la constitucionalidad del precepto cuestionado, aquélla carecería de toda capacidad para fundamentar una eventual inconstitucionalidad. En este contexto cita particularmente la STC 222/1992, fundamento jurídico 2º.

Esta argumentación debió haber sido sustancialmente acogida. Y ello no tanto porque un Auto de planteamiento dirigido a reivindicar la validez o la vigencia de una determinada norma con rango de ley dé lugar, por definición, a una cuestión manifiestamente falta de fundamento, cuanto, ante todo, porque este modo de instar este proceso constitucional viene a desvirtuar su sentido en términos frente a los cuales este Tribunal ha venido previniendo inequívocamente desde sus primeras Sentencias recaídas en una cuestión de inconstitucionalidad (STC 17/1981, fundamento jurídico 1º).

La Constitución (art. 163), al exigir como el primer presupuesto de la cuestión de inconstitucionalidad el que un órgano judicial considere que una determinada norma con rango de ley "pueda ser contraria a la Constitución", ha hecho de este proceso constitucional un instrumento dirigido a posibilitar a los Jueces y Tribunales "conciliar la doble obligación en que se encuentran de actuar sometidos a la Ley y a la Constitución" (STC 36/1991, fundamento jurídico 3º). Ello implica, sin duda, que cuando, a su parecer, entre ambas normas no existe contradicción alguna, el recurso a la cuestión resulta improcedente. Pues las dudas, lógicamente, son subjetivas: no cabe "objetivar" una duda sobre la base de contraponer la solución dada por el órgano inferior a la que previsiblemente va a dar el órgano superior, allí donde el órgano judicial a quo no alberga la más mínima duda o vacilación respecto de la constitucionalidad de la norma, como es el caso. Dicho muy sencillamente, de forma parecida a como, hace ahora dos años, declaramos, en el contexto de esta misma problemática, que el recurso de amparo no está a disposición del beneficiado o privilegiado por la actuación de los poderes públicos, sino precisamente a la del perjudicado o discriminado por aquélla (STC 114/1995), la cuestión de inconstitucionalidad no ha sido instituida para que los Jueces defiendan la constitucionalidad de la ley, sino, por el contrario, para que puedan cuestionarla, sin verse obligados a aplicarla, en aquellos casos en los que entiendan que dicha ley puede resultar opuesta a la Constitución. El modo como los Jueces y Tribunales defienden la legitimidad constitucional de una norma con rango de ley es, sencillamente, el de su aplicación, sin dilaciones indebidas. El que, posteriormente, dicha aplicación pueda resultar desautorizada por un Tribunal superior no es algo que esté llamada a prevenir la cuestión de inconstitucionalidad.

Esta apreciación no se ve desvirtuada por la circunstancia de que se trate de derecho anterior a la Constitución, sobre el que se proyecta también la eficacia derogatoria de la misma. En contra de lo que ha entendido la Audiencia Provincial, el sentido de la doctrina de la STC 4/1981 (fundamento jurídico 1º, D) no es el de posibilitar una inaceptable discrecionalidad del órgano judicial a la hora de proponer cuestiones sobre este tipo de normas, se dude o no se dude. Cuando el Tribunal Constitucional ha permitido cuestiones sobre leyes preconstitucionales "en caso de duda", más bien lo que ha pretendido es excluir los casos en los que no hay duda, y sí certeza, ya sea de la inconstitucionalidad, ya sea de la constitucionalidad. En esto se diferencia del supuesto de las leyes posconstitucionales, en los que la cuestión puede formularse tanto en caso de duda como en caso de certeza de la inconstitucionalidad. La combinación de certeza, en el sentido que sea, y ley preconstitucional debe cerrar el paso a la cuestión de inconstitucionalidad.

2. Pero no es esta la única razón por la que la cuestión de inconstitucionalidad debió haber sido inadmitida. Más allá de la anterior dificultad subjetiva, concurre una dificultad objetiva, derivada de no haberse aportado una "norma con rango de ley" en el sentido del art. 163 C.E. Ello sólo es consecuencia de un dato presente en nuestro ordenamiento: carecemos de una norma con rango de ley que regule lo que se conoce como el "orden de sucesión regular" de los títulos nobiliarios en defecto, pues tal es el problema, de previsión en el Título de concesión de los mismos, y que contenga, por tanto, la específica regla de la preferencia del varón respecto de la mujer en igualdad de línea y grado, objeto de la cuestión. En los términos del Auto de planteamiento, "el derecho histórico vigente al disciplinar el orden regular de sucesión en los títulos nobiliarios, expresamente establece que en igualdad de línea y grado el varón es preferente a la mujer, es decir, consagra el principio de masculinidad o varonía" (fundamento jurídico 3º). Tal sería el objeto de la cuestión de inconstitucionalidad.

La Audiencia Provincial presenta esta regla como construida a partir de una pluralidad de textos legales, repetidamente citados en la Sentencia, cuya última manifestación es un Decreto de 1948 y la primera de todas el Código de las Siete Partidas, los cuales configurarían un calificado "derecho histórico" sobre la materia. La cuestión, sin embargo, es la de si, efectivamente, en ese conjunto normativo hay alguna norma formalmente vigente y con rango de ley que regule dicha materia (STC 11/1981, fundamento jurídico 4º).

El dato más elemental del que hay que partir es el de que la norma en este momento formalmente vigente, relativa al orden de sucesión de los títulos nobiliarios, es el art. 5 del Decreto de 4 de junio de 1948, que declara que "el orden de suceder en todas las dignidades nobiliarias se acomodará estrictamente a lo dispuesto en el Título de concesión, y en su defecto, al que tradicionalmente se ha seguido en esta materia". El Auto de planteamiento pretende que el Decreto tiene rango legal por efecto de lo previsto en la Ley de 4 de mayo del mismo año que restableció las "disposiciones vigentes" con anterioridad al advenimiento de la República sobre títulos nobiliarios, todo ello "en cuanto no se opongan a la presente Ley y Decretos que la complementen". Cabe coincidir con la Sentencia y con el Abogado del Estado a la hora de negar rango de ley a este Decreto y, por tanto, el que pueda considerarse objeto válido de una cuestión de inconstitucionalidad. Pero, precisamente, ésta es la única disposición formalmente vigente que regula esta materia y de la que se puede predicar con algún sentido la categoría de "rango" normativo en el sentido moderno de la palabra.

Ocurre, además, que este Decreto vino a delimitar el ámbito de restablecimiento de esas "disposiciones vigentes" hasta 1931 a que alude la Ley de 4 de mayo de 1948 y, muy particularmente, del Real Decreto de 27 de mayo de 1912. En efecto, el art. 1 de dicha Ley dispuso que las referidas disposiciones se restablecían "en cuanto no se opongan a la presente Ley y Decretos que la complementen". Este dato tiene importancia dado el contenido del art. 4 del Real Decreto, derogado por el art. 5 del Decreto de 4 de junio de 1948: "El orden de suceder en estas Dignidades se acomodará estrictamente a lo dispuesto en la Real concesión y, en su defecto a lo establecido para la sucesión de la Corona". Por medio de esta remisión, que parece debe entenderse como dinámica, se establecía inequívocamente en una disposición la asimilación del orden de suceder en los títulos nobiliarios al orden de sucesión de la Corona, en defecto de previsión en la Real concesión: dejaba de ser necesario acudir a los textos medievales. Pero, como se ha señalado, este art. 4 del Real Decreto de 1912 no quedó restablecido como consecuencia de la previsión diferente, establecida por razones conocidas, contenida en el art. 5 del Decreto de 1948.

Con la fórmula de 1948 volvíamos a la remisión a la tradición ("el que tradicionalmente se ha seguido en la materia"). Pues, evidentemente, de tradición, y no de otra cosa, se trataba, ya desde las Partidas. Basta leer la reiterada Partida 2.15.2 desde su mismo comienzo para comprobar que es sólo una costumbre lo que se está describiendo: "E esto usaron siempre en todas las tierras del mundo, do quier que el señorío ouieron por linaje...E por ende establecieron, que si fijo varon y non oviesse, la fija mayor heredasse el Reyno".

Esta es la norma a la que final, e indirectamente se llega, pero por efecto del Decreto de 1948, que describe acertadamente la situación: "el que tradicionalmente se ha seguido en la materia". Porque eso es cabalmente lo que ha ocurrido, que los Tribunales han venido siguiendo o aplicando, por defecto, un orden de suceder que se hace coincidir con el contenido en dicha Ley de Partidas para la Corona, pero que, por ello mismo, no tiene otro soporte que esa jurisprudencia constante, y en la medida y hasta el momento en que se ha mantenido (cfr. fundamento jurídico 6º B). Todo lo demás, y, particularmente, la referencia de la Ley de 1948 a las "disposiciones vigentes", o la de la Ley Desvinculadora de 1820 a "los documentos de procedencia", o las referencias, en fin, a las diversas disposiciones, éstas sí, históricas relativas a la sucesión en los mayorazgos, considero que no desvirtúan esta conclusión: en la actualidad, la norma formalmente vigente que dispone que se siga la preferencia del varón en igualdad de línea y grado es una disposición reglamentaria que remite a una forma de encontrar el derecho aplicable supletoriamente que es de creación doctrinal, o sea, a la jurisprudencia que era tradicional en la materia, jurisprudencia interrumpida, sin embargo, y con independencia de lo dispuesto en el Decreto de 1948, a comienzos de esta década.

Pero el que los Tribunales hayan venido aplicando analógicamente el orden de sucesión contenido, para el Reino, en la Partida 2.15.2 no autoriza a pretender un control de constitucionalidad proyectado sobre dicha Partida, en sí misma derogada por nuestras primeras Constituciones y, por lo demás, y como ha puesto de manifiesto el Abogado del Estado, ley fundamental del reino donde las haya. Porque lo cuestionado no es la Partida, sino su aplicación analógica. La pretensión resulta tan inaceptable como la que estuviera dirigida, en el supuesto de que los Tribunales decidiesen aplicar analógicamente el art. 57.1 C.E., a obtener un control de este último precepto. Como inaceptable sería, por lo demás, la pretensión de una interpretación analógica de la taxativa reserva efectuada por España a la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer.

En conclusión, entiendo que la presente cuestión de inconstitucionalidad no debió haber sido admitida a trámite toda vez que la norma cuestionada, en el supuesto de que todavía exista, no es una norma con rango de ley en el sentido del art. 163 C.E., ni la Audiencia Provincial un órgano judicial que haya considerado que la norma que pretende cuestionar pueda ser "contraria a la Constitución", en el sentido del mismo precepto.

3. El Tribunal, en la resolución judicial que antecede a este voto particular, ha entrado en el fondo de un asunto espinoso como pocos, en el que desde luego no ha podido encontrar demasiada ayuda en el derecho comparado. La Sentencia ha resaltado algunas "peculiaridades" del caso, sobre lo que resulta forzoso coincidir. Acaso sea bueno que se sepa que un Tribunal Constitucional no tiene necesariamente respuesta para todo, aunque sólo sea porque la Constitución misma tampoco la tiene siempre. Hasta donde la Constitución llega, el Tribunal Constitucional la interpreta por medio de una respuesta que, si es suprema (art. 1.1 LOTC), es también una respuesta histórica, es decir, decisivamente marcada por el momento en que la emite. Ello hace que no sea definitiva, pero también determina que deba tratarse de una respuesta que resista el contraste, al menos, con el momento en que se enuncia. Desde esta perspectiva, considero que nuestra respuesta, posiblemente, debió haber sido distinta.

La primera cuestión que resulta preciso abordar es la de si los títulos nobiliarios han seguido subsistiendo tras la Constitución de 1978. Hay que comenzar por aquí, por delicado que esto sea, porque entiendo que no es correcto, a través de una aparente, por inconsecuente, "huida hacia adelante", dejar caer toda suerte de sombras sobre estos títulos nobiliarios, sobre su "anacronismo" en definitiva (fundamento jurídico 16, con cita de la STC 27/1982), para concluir afirmando el contrasentido de su pretendido aggiornamento, a la vez que la institución queda intocada. Como escribiera el Juez Brennan (McClesky v. Kemp, 481 U.S. 279, 1987), "seguiremos prisioneros del pasado mientras neguemos su influencia sobre el presente".

Frente a lo que esa actitud implica, es de tener en cuenta que los títulos nobiliarios son hoy una institución viva, por no decir pujante, que encuentra, en principio, su asiento, como siempre se ha entendido, en una de las facultades que al Rey formalmente corresponden, la de conceder distinciones y honores con arreglo a las leyes" [art. 62 f), in fine, C.E.], regulada por normas constantemente actualizadas (Reales Decretos 602/1980, 569/1981, 222/1988, art. 43 del RDLg 1/1993, R.D. 1.879/1994). En suma, desde 1978 los títulos nobiliarios se vienen concediendo, por medio de Reales Decretos debidamente refrendados, con una finalidad pública inobjetable; se viene sucediendo en la posesión de los mismos con la correspondiente intervención pública, se vienen rehabilitando, distribuyendo y cediendo en vida, con arreglo a unas normas que nada tienen de periclitadas u obsoletas y, como siempre desde hace siglos, sobre los mismos se viene pleiteando abundantemente. Todo esto es derecho vigente, ius cogens en su inmensa mayoría, en absoluto "derecho histórico".

Para determinar si un determinado elemento de este conjunto normativo es contrario a la Constitución resulta ineludible descartar que la propia institución se encuentre en contradicción con la Constitución vigente, porque, si así fuera, sería la institución toda la que habría de caer, y no sólo uno de sus elementos aislados. Pues cabe reiterar que lo que no tiene encaje lógico es la deslegitimación genérica de la institución, para, acto seguido, declarar su pervivencia salvando todos sus elementos.

A fin de valorar debidamente el sentido de los títulos nobiliarios bajo la Constitución vigente, conviene recordar elementalísimamente cómo, en nuestro pasado, los mismos han existido de tres formas distintas, ninguna de las cuales se corresponde con su situación actual:

En la primera de éstas, aquélla bajo la que nacieron, los títulos configuraron el sistema señorial, elemento característico de lo que la Sentencia, para mayor comodidad del lenguaje, denomina el Antiguo Régimen: en el que ciertamente los nobles ostentan un propio status, de derechos y deberes, pero sin que ello sea privativo de los nobles. Se trata, en efecto, todo él, de un ordenamiento resultado de una agregación o yuxtaposición de fueros de todo tipo, en el que todos los estamentos tienen su parte, por más que unos sean más "privilegiados" que otros. Lo característico del sistema, por lo que a la nobleza se refiere, es el ejercicio de dominio, su capacidad para ejercer jurisdicción, para imponer tributos. En esta forma, la nobleza desaparece entre nosotros conforme se hace efectiva la abolición de los señoríos jurisdiccionales decretada por las Cortes de Cádiz (fundamento jurídico 10).

La segunda de las formas en las que los títulos nobiliarios han existido entre nosotros corresponde a la monarquía constitucional, en la que éstos persisten, como pone de manifiesto la Sentencia, si bien despojados tanto de sus potestades como de sus privilegios o exenciones. Ahora bien, debe subrayarse cómo, con frecuencia, se les asignó una función política no despreciable en el contexto de estas monarquías constitucionales del siglo XIX y, entre nosotros, hasta 1931: La derivada de su frecuente protagonismo en la cámara alta, de las dos que configuran las Cortes. Es, en la concepción del liberalismo doctrinario, la cámara "del Rey", frente a la cámara baja como la cámara "del Pueblo" (Estamento de Próceres de 1834, Senado de 1857, Senado de 1876).

La tercera forma de ser de los títulos nobiliarios que hemos conocido corresponde a la República, y a los primeros años del anterior régimen. Las Constituciones republicanas, como tipo, contienen con frecuencia declaraciones expresas de abolición o de proscripción de esta suerte de distinciones; otras veces ha sido ésta tarea de la legislación republicana. Pero su inexistencia oficial no impide el uso social de los mismos, con el contenido que socialmente quiera dársele. El uso de los títulos nobiliarios tiende a ser un fenómeno estrictamente social, ajeno a cualquier participación de los poderes públicos, "autorregulado", por así decir.

La situación presente, la de los títulos nobiliarios en una monarquía parlamentaria en el seno de un Estado democrático de derecho, es la que habría que abordar ahora, toda vez que es distinta a las tres anteriores: Ni es la del sistema señorial, ni es la de la monarquía constitucional del siglo XIX y de la Restauración, ni es la de la República: Es la de la monarquía parlamentaria en el Estado de Derecho, el Estado de los derechos fundamentales. De lo que se trata, pues, es de ensayar un bosquejo de respuesta, a los exclusivos efectos del caso que nos ocupa, que, ciertamente, no es el de los títulos nobiliarios, sin más.

El punto de partida habría de situarse en el art. 14 C.E., en el concreto inciso en el que excluye que pueda prevalecer "discriminación alguna por razón de nacimiento", aunque no sea ése el único elemento de nuestra Constitución a tener en cuenta. Pues, en efecto, ninguna de nuestras Constituciones históricas, y desde luego no las de nuestra Monarquía, ha proclamado el principio de igualdad con la generalidad y el alcance con que lo hace el art. 14 C.E. Aplicada esta prohibición de discriminación a los títulos nobiliarios, es claro que la misma determina, ante todo, la radical exclusión de cualquier modulación en el status de estos ciudadanos respecto del resto, tanto individual como colegiadamente, todo ello en el sentido descrito en la STC 27/1982: tal es el contenido más elemental de esta interdicción desde el momento revolucionario.

La cuestión, sin embargo, si se quiere ser coherente con lo que se va a afirmar más adelante, es que no cabe detenerse en ese solo dato. Pues, aun como nomen honoris, es preciso reconocer que, como tal, la diferencia existe, que su inmaterialidad no equivale a su inexistencia. El título nobiliario es hoy, de un modo u otro, lo veremos más adelante, un bien, aun inmaterial, parte del "patrimonio" de ciertos individuos, y en esta medida de ciertas familias, como son también parte del mismo otros bienes menos inmateriales, con independencia de que no se transmita de la misma manera que el resto de esa "herencia" en sentido genérico, que a estos efectos no es relevante (fundamento jurídico 14 A). Hay, por tanto, individuos que, por nacimiento, no sólo reciben un apellido sino también un título nobiliario, algo que no se tolera formalmente en las repúblicas, pero que, es un dato, sí pertenece al paisaje, por así decir, de las monarquías, incluso de las actuales. En ellas esto suele tener lugar con una intervención de los poderes públicos, que se repite en el momento de cada sucesión.

¿Puede afirmarse que esto configure una distinción de trato entre unos ciudadanos y otros vedada por la Constitución? Entiendo que, en este momento, la respuesta puede ser negativa. En primer lugar, cabe entender que el constituyente de 1978 no pretendió abolir los títulos nobiliarios como tales. En el contexto de una Constitución que adopta la Monarquía como forma de Estado, no es aventurado suponer que la voluntad de suprimir los títulos nobiliarios hubiera sido objeto de determinación expresa. Ello no significa, desde luego, que estemos ante una institución constitucionalmente garantizada, pero sí cabe excluir, para empezar, que la Constitución haya pretendido la abolición de los títulos, a la manera republicana, como consecuencia inmediata y necesaria de su entrada en vigor.

El otro dato del que conviene partir es el del mantenimiento de la facultad real de "conceder honores y distinciones con arreglo a las leyes" [art. 62 f), in fine C.E.], en términos prácticamente coincidentes con los de las anteriores Constituciones monárquicas (fundamento jurídico 10, C), y en la que se ha considerado encontrarse el sustento de la facultad del Rey de conceder títulos nobiliarios; al correspondiente artículo de la Constitución de 1876, el 54, se refiere específicamente el art. 1 del Real Decreto de 27 de mayo de 1912. Puede decirse, pues, que ha habido un estado de ánimo por parte del constituyente de no distanciarse de las Constituciones precedentes en este concreto extremo. Dicho de otra manera: Como honor, y no otra cosa, con la que el Estado distingue legítimamente a determinados ciudadanos, los títulos nobiliarios aparecen, en principio, mantenidos en la Constitución de 1978.

Ello permite entender que se conservan con los dos elementos que los caracterizan, a la vez que los diferencian del resto de otras posibles distinciones u honores que pueda conceder el Estado a través de quien simboliza su unidad y permanencia: el otorgamiento, con característica frecuencia, a perpetuidad y la transmisión de forma singular, a un único descendiente (fundamento jurídico 14 B), si bien con un significado que ya no puede ser el mismo; aquí sí puede tener sentido la imagen del "símbolo", a la que se aludirá más tarde, es decir, la del título como representación de un determinado mérito, en un momento pretérito reconocido. Ambos elementos forman parte del perfil de la institución, de su imagen, siendo lo que los define frente a cualquier otra distinción que el Estado pueda conceder. De este modo se da lugar al fenómeno que describíamos al principio, la presencia de ciudadanos que, por nacimiento, ostentan un título nobiliario. Esto es así, pero una visión del conjunto del problema tal como se ha intentado hacer permite hoy no concluir en la inconstitucionalidad de estos títulos.

Nuestra experiencia con esta forma de ser de los títulos nobiliarios, es decir, la correspondiente a la Monarquía parlamentaria en el contexto de un Estado democrático de derecho, es todavía corta en comparación con las dos primeras más arriba descritas. En concreto, las exigencias derivadas de nuestra actual Constitución en materia de igualdad son muy superiores a las de las Constituciones decimonónicas. Los títulos nobiliarios, como hemos visto, hallan en este momento un hueco en nuestro ordenamiento constitucional, aun asumiendo su peculiaridad. Pero su pervivencia dependerá en buena medida del grado en que sean susceptibles de incorporar, junto a reconocimientos históricos marcados por el espíritu de cada época, el de otros valores que nos resulten más próximos. Hay, pues, también, una tarea de conciliación de estos honores con cada época, de la que su ser o no ser constitucional puede estar pendiente, reconociendo, desde luego, pero tampoco es ello determinante, que nunca van a ser el elemento más moderno de nuestro ordenamiento. Lo que a continuación se dice también tiene que ver con esto.

4. La cuestión es, sin embargo, distinta, tal como la he percibido, cuando de la discriminación por razón de sexo se trata. La proscripción de las diferencias jurídicas basadas en el sexo se erige en de uno de los principios del Estado social y democrático de derecho que lo diferencian decididamente del Estado constitucional decimonónico, acomodado a esta forma de discriminación. Al lado de dicho principio, como prolongación del mismo, aparece la tarea de la equiparación social de hombres y mujeres, que puede llegar a legitimar determinadas formas de promoción específicamente dirigidas a la mujer. Pero el mandato, ya no la tarea, es la desaparición de las diferencias jurídicamente cristalizadas: en esto la Constitución opera con eficacia directa.

En la STC 38/1986, fundamento jurídico 3º, decíamos en términos que resultan, a nuestros efectos, expresivos: "El principio de igualdad viene recogido en el art. 14 de la Constitución, y es un principio básico de nuestro ordenamiento jurídico en todas sus ramas y, en cuanto un reglamento como el citado consagre una desigualdad por un factor como el sexo, debe entenderse derogado de plano por la Constitución, si era anterior a ella". Y en la STC 128/1987, fundamento jurídico 5º, con perspectiva histórica, declarábamos cómo "la expresa exclusión de la discriminación por razón de sexo halla su razón concreta, como resulta de los mismos antecedentes parlamentarios del art. 14 C.E., y es unánimemente admitido por toda la doctrina científica, en la voluntad de terminar con la histórica situación de inferioridad en que, en la vida social y jurídica, se había colocado a la población femenina... No es necesario, ante el cúmulo de datos y pruebas que suministra la historia de nuestra sociedad, hacer referencia a tales dificultades..."

No es necesario tampoco insistir mucho más. La propia Sentencia (fundamento jurídico 8º) respaldada por la mayoría pone de manifiesto cómo las diferencias de trato basadas en el sexo han de ser sometidas a un canon mucho más estricto que el correspondiente al principio general de igualdad. Lo que ocurre es que, apenas hecho este pronunciamiento, se afirma como tarea previa la de examinar si el art. 14 C.E., como tal, es siquiera aplicable a los títulos de nobleza "dada la peculiar naturaleza de aquéllos". De este modo, el recorrido por la historia aboca en la afirmación del carácter "simbólico" de los títulos nobiliarios, concluyéndose en la constitucionalidad de la preferencia del varón en unos términos en los que no acaba de resultar diáfano si lo que ocurre es que la Constitución no se aplica a dichos títulos, si es su carácter simbólico el que hace constitucionalmente irrelevante a esta diferencia de trato, o ambas cosas a la vez.

Frente a esta forma de argumentar entiendo que lo primero que convendría dejar sentado es que nos encontramos ante una diferencia de trato basada en el sexo que es clara, directa y pretendida: En igualdad de línea y grado, el título nobiliario recae en el varón, y no en la mujer. En eso no hay, al menos aparentemente, discrepancia, pero debe quedar afirmado como punto de partida. Donde, sin duda, comienza la discrepancia es en la valoración del contenido de esa diferencia de trato, pues la Sentencia la devalúa hasta tal punto que parece negarla. El argumento de base, tomado de la STC 27/1992, es el de que los títulos nobiliarios no confieren hoy día un status diferenciado respecto del resto de los ciudadanos, algo que, por lo demás, no es sino una premisa de la propia viabilidad constitucional de dichos títulos como tales. Los títulos no conferirían hoy día sino un puro derecho al nombre, un nomen honoris. Este argumento es desarrollado en esta Sentencia por medio de la imagen del "símbolo", del carácter simbólico de los títulos, entendidos en su conjunto, (fundamentos jurídicos 12, 15), como memoria de la historia, una historia minuciosamente recorrida, con conclusiones que bien podrían haber sido distintas. Ahora bien, precisamente eso y no otra cosa es lo que está en cuestión en toda esta controversia, el derecho al nombre, al nomen honoris o, si se quiere, el derecho al símbolo; el derecho a ostentar jurídicamente ese honor, en la medida en que socialmente así se entienda, inherente a llevar ese nombre ("bien inmaterial" lo llama la propia Sentencia, fundamento jurídico 14 B), sin discriminación por razón de sexo. Con independencia de lo cual, y ello es específico de esta forma de discriminación, apenas hace falta decir que no todo se agota en el nombre y en el símbolo; estos últimos, por el contrario, encuentran de hecho una prolongación material como consecuencia del principio dispositivo, de la dinámica propia de las relaciones entre particulares, de la libertad de testar, sin necesidad de entrar en otras ventajas sociales, que no pueden ser pura y simplemente desconocidas a la hora de valorar una diferencia de trato que, no se olvide, es jurídica en su origen (arts. 130 y 135 del Reglamento del Registro Civil).

Si la diferencia de trato por razón de sexo es, en su propio contexto, real y no imaginaria, la conclusión sólo podría haber sido la de su ilegitimidad constitucional, a la vista particularmente de la escasa consistencia, tal como la he apreciado, de los distintos argumentos empleados en sentido contrario.

Desde luego, y aunque en la Sentencia no aparezca como tal argumento (fundamento jurídico 13 B), la conclusión anterior no queda desvirtuada con la alegación de que también la regla de primogenitura es discriminatoria, porque la cuestión no es la de si dicha regla comporta una diferencia de trato, lo que es innegable, sino si dicha diferencia de trato es comparable en su pretensión, su naturaleza y alcance a la basada precisamente en el sexo. En esto volvemos a lo mismo de antes, es decir, a la evidencia, valga la aparente paradoja, de que no todas las desigualdades son iguales.

Tampoco puede valer el argumento, este sí incorporado a la Sentencia (fundamento jurídico 15), de que una institución histórica como la que nos ocupa no puede ser tocada en uno de sus elementos sin inmediatamente desnaturalizarla, sin hacerla irreconocible. Como se ha dicho en expresión que ha hecho fortuna, "que sean como son, o que no sean"; y, como no van a dejar de ser, que sean como son. Con ello se postula para la institución una impermeabilidad a la historia absolutamente privilegiada. Pues, para comenzar, no nos encontramos ante un elemento basilar de la institución, alejados como estamos de la ley de los salios. En nuestro modelo estamos exclusivamente hablando de un elemento, en definitiva, secundario, del sistema, el de la preferencia del varón sobre la mujer en aquellos precisos casos en los que se da la igualdad de línea y de grado, pues, no dándose esa igualdad, toda preferencia desaparece. Pero, sobre todo, no son los títulos nobiliarios la única institución con raíces preconstitucionales que está llamada a adaptarse a la Constitución. Los títulos nobiliarios, ciertamente sufrieron ya hace tiempo su principal mutación, pero las Constituciones del siglo XIX tenían sus imperativos y las del siglo que ya acaba tienen otros. La publicatio de los títulos nobiliarios tiene el pequeño coste derivado de la circunstancia de vivir en una res publica constitucional. La autorregulación que se produce bajo las Constituciones republicanas no tiene estas trabas. Pero no siempre se puede pretender todo.

Finalmente, la cuestión tampoco se puede resolver de diferente manera mediante alguna de otras dos "huídas" que tienden a proponerse, la "huída hacia arriba", es decir, hacia "la persona del Rey" (art. 56.3 C.E.), y la "huída hacia abajo", es decir, hacia el puro ámbito de las "relaciones entre particulares" o ámbito de las relaciones en las que no participan los poderes públicos (fundamento jurídico 12 C). La primera, sin reflejo ciertamente en la Sentencia, la imputación directa a la persona del Rey, en una proyección por así decir privada, no resulta viable en un sistema como el nuestro, en el que los actos del Monarca van refrendados con la sola excepción del art. 65.2 C.E. Con absoluta independencia de la mayor o menor intensidad de la participación real en la formación del acto, como no puede ser de otra manera, lo que importa desde la Constitución es la participación responsable del refrendante (art. 64.2 C.E.), sometido desde luego a aquélla (STC 5/1987, fundamento jurídico 3º). Así fue como desde el principio se ha organizado la monarquía constitucional y, desde luego, la parlamentaria.

En cuanto a la "huída hacia abajo", la de las relaciones entre particulares y la consiguientemente menor incidencia de los derechos fundamentales en este ámbito, la misma no puede llevar muy lejos en una situación legal en la que los títulos nobiliarios tienen carácter oficial, en cuya ordenación participan toda suerte de servidores públicos. Una mera cuestión de relaciones entre particulares lo será en una república con antecedentes monárquicos. O en nuestro sistema en algunos extremos secundarios de su regulación, como el relativo a la distribución o la cesión de títulos. Pero, más allá de esto, aquí estamos en un régimen esencialmente público, reforzado, que no debilitado, por el ámbito de libertad del testador.

Del conjunto de los fundamentos jurídicos de la Sentencia que antecede quisiera destacar, por último, una afirmación básica: "el carácter histórico de una institución no puede excluir, por sí sólo, su contraste con la Constitución" (fundamento jurídico 8º). Queda en el aire la determinación de qué compañía hubiera podido permitir esa exclusión. La tesis parece haber sido la que pudiera expresarse así: el carácter histórico y simbólico de una institución puede excluir su contraste con la Constitución, en este caso con la prohibición de discriminación por razón de sexo. Si es así, considero mi deber dejar constancia de mi respetuosa discrepancia.

Madrid, a nueve de julio de mil novecientos noventa y siete.

Identificación
Órgano Pleno
Magistrados

Don Álvaro Rodríguez Bereijo, don José Gabaldón López, don Fernando García-Mon y González-Regueral, don José Vicente Gimeno Sendra, don Rafael de Mendizábal Allende, don Julio D. González Campos, don Pedro Cruz Villalón, don Carles Viver Pi-Sunyer, don Enrique Ruiz Vadillo, don Manuel Jiménez de Parga y Cabrera, don Tomás Salvador Vives Antón y don Pablo García Manzano.

Número y fecha BOE [Núm, 171 ] 18/07/1997 Corrección1 Corrección2
Tipo y número de registro
Fecha de resolución 03/07/1997
Síntesis y resumen

Síntesis Descriptiva

En relación con el art. 1 de la Ley de 4 de mayo de 1948, art. 5 del Decreto de 4 de junio de 1948, art. 13 de la Ley Desvinculadora de 1820, las Leyes 8 y 9 del Título XVII del Libro X de la Novísima Recopilación y la Ley 2 del Título XV de la Partida II. Votos particulares.

  • 1.

    Si los arts. 163 C.E. y 35.1 LOTC condicionan el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad al hecho de que el órgano jurisdiccional considere que la norma aplicable al caso "pueda ser contraria a la Constitución", su mismo tenor literal permite que el juzgador se limite a expresar una duda razonable. Y así hemos dicho tempranamente que la regulación constitucional y legal de las cuestiones "no impone a aquél (el órgano jurisdiccional) una afirmación de inconstitucionalidad y permite que el planteamiento se haga en los casos de duda, de indeterminación entre dos juicios contradictorios", siempre que se exteriorice el razonamiento que cuestiona la constitucionalidad y se proporcionen los elementos que llevan al mismo (STC 17/1981), como aquí ocurre [F.J. 3]

  • 2.

    Este Tribunal ha declarado reiteradamente que ha de procederse a una interpretación no formalista y flexible de los requisitos del art. 35 LOTC, para que las cuestiones planteadas por los órganos jurisdiccionales sean resueltas mediante Sentencia y así se pueda contribuir a la depuración del ordenamiento jurídico mediante una eficaz cooperación entre aquéllos y este Tribunal (STC 54/1983) [F.J. 3]

  • 3.

    Este Tribunal ha puesto reiteradamente de relieve que no cabe minimizar la importancia de la audiencia prevista en el art. 35.2 LOTC. Esta, en efecto, no sólo garantiza que las partes sean oídas ante una decisión judicial de tanta entidad como abrir un proceso constitucional, sino que pone a disposición del órgano jurisdiccional un medio que le permite conocer la opinión de los sujetos interesados con el fin de facilitar la reflexión sobre la conveniencia o no de instar la apertura de dicho proceso. Para cumplir este doble objetivo las alegaciones han de versar, de un lado, sobre la vinculación entre la norma citada por el órgano judicial como cuestionable y los supuestos de hecho que se dan en el caso sometido y, de otro, sobre el juicio de conformidad entre la norma y la Constitución [F.J. 4]

  • 4.

    Según hemos dicho (SSTC 157/1990, 222/1972 y 238/1992), "la finalidad de la cuestión de inconstitucionalidad no es en modo alguno la de resolver controversias interpretativas sobre la legalidad entre órganos jurisdiccionales o dudas sobre el alcance de determinado precepto legal". En el presente caso, sin embargo, la Sala no cuestiona con carácter autónomo las resoluciones del Tribunal Supremo sino ciertos preceptos del Derecho histórico; constatación que por sí sola excluye el eventual reproche. De otro lado, tampoco se suscita aquí una controversia interpretativa sobre la legalidad ordinaria, sino la confrontación con el art. 14 C.E. de dichos preceptos. Si bien la particularidad del presente caso radica en que el Tribunal Supremo ya se ha pronunciado sobre la no conformidad de los mismos con el principio de igualdad que la Constitución reconoce. Lo que aconseja hacer ciertas consideraciones adicionales en relación con este último punto [F.J. 4]

  • 5.

    La intervención de este Tribunal requiere no sólo la existencia de un problema de constitucionalidad, es decir, de interpretación de los preceptos de la Constitución, sino que tal interpretación tenga abierto el acceso al mismo dentro del ámbito de su jurisdicción en los distintos procesos constitucionales. De manera que si el ámbito de uno de ellos le impide pronunciarse, como ocurría en el caso de la STC 114/1995, respecto al proceso de amparo, ello no excluye que el mismo problema interpretativo pueda llegar ante este Tribunal por otro cauce procesal distinto; y en tal caso, siempre que tenga jurisdicción respecto a este proceso, como intérprete supremo de la Constitución (art. 1 LOTC) "le corresponderá decir la última palabra sobre la interpretación de la misma" [F.J. 5]

  • 6.

    Hemos de partir de una nítida distinción entre el orden de sucesión en la Corona, regulado en el art. 57.1 C.E., y el orden regular de la transmisión post mortem de los títulos nobiliarios. Ante todo, cabe observar que si bien ha existido históricamente una clara vinculación entre el orden de suceder en la Corona y el aplicable a los títulos nobiliarios, lo cierto es que la Constitución hoy vigente no la establece; pues las referencias de los arts 56.2 y 57.2 C.E., se circunscriben a los "demás títulos" del Rey y del Príncipe heredero, que quedan fuera de nuestro enjuiciamiento. De suerte que si la conformidad con la Constitución del orden regular de sucesión en la Corona (art. 57.1 C.E.) no puede suscitar duda alguna, por haberlo establecido así el constituyente, éste no es precisamente el caso respecto a los títulos nobiliarios, pues es justamente la ausencia de un precepto constitucional que consagre el orden regular de sucesión en estas mercedes lo que permite plantear la presente cuestión de inconstitucionalidad [F.J. 7]

  • 7.

    Aun cuando el precepto aquí cuestionado proceda de la legislación histórica y sea aplicable a los títulos de nobleza, cuyas raíces también se asientan en un pasado secular, sin embargo ha de recordarse que el carácter histórico de una institución no puede excluir, por sí sólo, su contraste con la Constitución. Pues si los principios y valores de ésta informan la totalidad de nuestro ordenamiento, la consecuencia es que la Norma fundamental "imposibilita el mantenimiento de instituciones jurídicas (aun con probada tradición) que resulten incompatibles con los mandatos y principios constitucionales" (STC 76/1988) [F.J. 8]

  • 8.

    Si el principio de igualdad "no postula ni como fin ni como medio la paridad y sólo exige la razonabilidad de la diferencia de trato", las prohibiciones de discriminación, en cambio, imponen como fin y generalmente como medio la parificación de trato legal, de manera que sólo pueden ser utilizadas excepcionalmente por el legislador como criterio de diferenciación jurídica (STC 229/1992). Lo que implica la necesidad de usar en el juicio de legitimidad constitucional un canon mucho más estricto y que implica un mayor rigor respecto a las exigencias materiales de proporcionalidad (SSTC 75/1983 y 209/1988. Aunque la confrontación con el art. 14 C.E. de la diferencia por razón de sexo que se imputa al precepto legal aquí cuestionado no puede llevarse a cabo en abstracto sino en el concreto ámbito de la institución de los títulos de nobleza, para determinar si dicho principio es aplicable en este particular ámbito jurídico, dada la peculiar naturaleza de aquellas [F.J. 8]

  • 9.

    Los títulos nobiliarios han subsistido en la sociedad burguesa y en el régimen constitucional, sin duda por su directa vinculación con la Corona, fons nobilitatis. Aunque sólo han permanecido, "como instituciones residuales de la sociedad anterior que se incrustan en la nueva y logran persistir en ella, bien es cierto que con un contenido jurídico y una función social enteramente otras y menores que las que tuvieron antes" (STC 27/1982). Ahora bien, dicho esto, nuestro enjuiciamiento ha de partir necesariamente de un elemento de la doctrina sentada por este Tribunal en relación con el art. 14 C.E., a saber, que "...al amparo del principio de igualdad no es lícito tratar de asimilar situaciones que en su origen no han sido equiparadas por las normas jurídicas que las crean" (STC 9/1995). Y de su origen histórico se desprende un dato relevante en relación con dicha doctrina: que los títulos de nobleza han sido una de esas instituciones que se han configurado según las normas del momento histórico en el que surgen, en atención a muy diversos factores, habiendo constituido, en el Antiguo Régimen, un doble factor de diferenciación jurídica entre las personas. [F.J. 11]

  • 10.

    El ostentar un título nobiliario no supone en modo alguno "un status o condición estamental y privilegiada" ni tampoco conlleva hoy el ejercicio de función pública alguna. Pues "desde 1820 un título nobiliario es -y no es más que eso- una preeminencia o prerrogativa de honor", un nomen honoris. De suerte que las consecuencias jurídicas inherentes al mismo o su contenido jurídico se agotan "en el derecho a adquirirlo, a usarlo y a protegerlo frente a terceros de modo semejante a lo que sucede con el derecho al nombre" (STC 27/1982) [F.J. 12]

  • 11.

    Por simbolizar el título de nobleza una institución que sólo fue relevante social y jurídicamente en el pasado, el símbolo elegido se halla desprovisto hoy de cualquier contenido jurídico- material en nuestro ordenamiento, más allá del derecho a usar un nomen honoris que viene a identificar, junto al nombre, el linaje al que pertenece quien ostenta tal prerrogativa de honor. Lo que es relevante en relación con el principio de igualdad del art. 14 C.E., puesto que si la adquisición de un título de nobleza sólo viene a constituir un "hecho diferencial" (STC 27/1982) cuyo significado no es material sino sólo simbólico, este carácter excluye, en principio, la existencia de una posible discriminación al adquirirlo, tanto por vía directa como por vía sucesoria, dado que las consecuencias jurídicas de su adquisición son las mismas en ambos casos. La adquisición por vía sucesoria de un título de nobleza sólo despliega hoy sus efectos jurídicos en el ámbito de determinadas relaciones privadas, pues su eficacia general sólo se manifiesta como complementeo del nombre identificando a quien lo ostenta con su linaje. [F.J. 12]

  • 12.

    Los títulos de nobleza nos sitúan ante un ámbito de relaciones que se circunscribe a aquellas personas que forman parte del linaje del beneficiario de la merced y, por tanto, no poseen una proyección general y definitoria de un status, sino ante un simple nomen honoris que implica una referencia a la historia en cuanto símbolo y no posee así otro valor que el puramente social que en cada momento quiera otorgársele [F.J. 12]

  • 13.

    La transmisión post mortem de los títulos de nobleza es de carácter vincular, y, por tanto, excepcional o extraordinaria. Lo que entraña, en esencia, la existencia de un orden de llamamientos objetivo y predeterminado que, en principio, es indefinido en cuanto a los sucesores en el uso y disfrute del título nobiliario que se transmite. Pues si éste ha constituido tradicionalmente una prerrogativa de honor vinculada a una familia o linaje -el de la persona a la que el Rey concedió la merced- ello permite perpetuar indefinidamente su uso y disfrute por los descendientes en línea directa de aquel a quien fue concedido pero entre tanto necesariamente la exclusión de unos descendientes en favor de otro. Lo que diferencia esta sucesión vincular de la ordinaria regida por el Derecho civil. [F.J. 14]

  • 14.

    El título de nobleza, por ser el resultado de la voluntad graciable del Monarca, se adquiere por vía sucesoria tal y como ha sido configurado por la Real concesión o por las posteriores autorizaciones regias [F.J. 14]

  • 15.

    Si los títulos de nobleza tienen hoy un carácter simbólico, como antes se ha dicho, la regla de preferencia establecida por el precepto cuestionado hoy es, indudablemente, un elemento diferencial que no tiene cabida en nuestro ordenamiento respecto a aquellas situaciones que poseen una proyección general. De manera que sólo puede entrañar, al igual que los propios títulos nobiliarios, una referencia o una llamada a la historia, desprovista hoy de todo contenido material. La diferencia por razón de sexo que la Partida 2.15.2 establece sólo posee hoy un valor meramente simbólico dado que el fundamento de la diferenciación que incorpora ya no se halla vigente en nuestro ordenamiento. Mientras que, por el contrario, los valores sociales y jurídicos contenidos en la Constitución y, por tanto, con plena vigencia en el momento actual, necesariamente han de proyectar sus efectos si estuviésemos ante una diferencia legal que tuviera un contenido material. Lo que ciertamente no ocurre en el presente caso, en atención a las razones que se han expuesto partiendo de las premisas sentadas en los fundamentos precedentes. A lo que cabe agregar, por último, otra consideración: los títulos nobiliarios se adquieren hoy por vía sucesoria tal y como son. El régimen legal de su transmisión post mortem ha constituido, a lo largo del tiempo un elemento inherente al propio título de nobleza que se adquiere por vía sucesoria. Y otro tanto cabe decir de los otorgados en el Estado liberal e incluso de los concedidos en fechas recientes, pues será lo dispuesto en la Real concesión lo que ha de determinar, en el futuro, las sucesivas transmisiones. Por lo que resultaría paradójico que el título de nobleza pudiera adquirirse por vía sucesoria no tal como es y ha sido históricamente según los criterios que han presidido las anteriores transmisiones, sino al amparo de criterios distintos. Pues ello supondría tanto como proyectar valores y principios contenidos en la Constitución y que hoy poseen un contenido material en nuestro ordenamiento sobre lo que carece de ese contenido por su carácter simbólico [F.J. 15]

  • 16.

    No siendo discriminatorio y, por tanto, inconstitucional el título de nobleza tampoco puede serlo dicha preferencia, salvo incurrir en la misma contradicción lógica que respecto a aquel caso se ha señalado [F.J. 16]

  • 17.

    Admitida la constitucionalidad de los títulos nobiliarios por su naturaleza meramente honorífica y la finalidad de mantener vivo el recuerdo histórico al que se debe su otorgamiento, no cabe entender que un determinado elemento de dicha institución -el régimen de su transmisión mortis causa- haya de apartarse de las determinaciones establecidas en la Real carta de concesión [F.J. 16]

  • disposiciones con fuerza de ley impugnadas
  • disposiciones generales y resoluciones impugnadas
  • disposiciones citadas
  • Espéculo, 1255
  • Título XVI, libro II, f. 13
  • Fuero Real, 1255
  • En general, f. 6
  • Código de las Siete Partidas, 1265
  • Ley II, título XIII, partida IV, f. 13
  • Ley II, título XV, partida II, ff. 1, 6, 7, 13 a 17, VP II
  • Ley XI, título I, partida II, f. 13
  • Ordenamiento de Leyes hecho en las Cortes de Alcalá de Henares en 1348
  • Ley I, título XVIII, f. 6
  • Novísima recopilación, de 2 de junio de 1805
  • Ley IX, título XVII, libro X, ff. 1, 6
  • Ley V, título I, libro III, f. 7
  • Ley VIII, título XVII, libro X, ff. 1, 6
  • Ley XXI, título I, libro VI, f. 12
  • Ley XXV, título I, libro VI, f. 14
  • Decreto LXXXII de 6 de agosto de 1811. Incorporación de los señoríos jurisdiccionales a la Nación: los territoriales quedarán como propiedades particulares: abolición de los privilegios exclusivos, privativos y prohibitivos: modo de reintegrar a los que obtengan estas prerrogativas por título oneroso, o por recompensa de grandes servicios: nadie puede llamarse Señor de vasallos, ni ejercer jurisdicción
  • En general, f. 10
  • Decreto LXXXIII de 17 de agosto de 1811. Libre admisión de todos los hijos de españoles honrados en los colegios militares de mar y tierra, y en las plazas de cadetes de todos los cuerpos del ejército, y en la marina, sin el requisito de pruebas de nobleza
  • En general, f. 10
  • Decreto CXXXII, de 30 de enero de 1812. Se concede grandeza de España al Lord Vizconde Wellington con el título de Duque de Ciudad-Rodrigo
  • En general, f. 10
  • Constitución política de la Monarquía española, promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812
  • En general, f. 10
  • Artículo 170, f. 10
  • Artículo 171.7, f. 10
  • Artículos 174 a 178, f. 7
  • Artículo 232, f. 10
  • Ley de 27 de septiembre/11 de octubre de 1820. Suprime todos los mayorazgos, fideicomisos, patronatos y cualquiera otra especie de vinculaciones
  • En general, f. 10, VP II
  • Artículo 1, f. 6
  • Artículo 13, ff. 1, 6, 17
  • Pragmática-sanción, de 29 de marzo de 1830, para la observancia perpetua de la Ley segunda, Título quince, Partida segunda, que establece la sucesión regular en la Corona de España
  • En general, f. 7
  • Carta francesa de 14 de agosto de 1830
  • Artículo 62, f. 10
  • Real Decreto de 15 de julio de 1834, que contiene los Reglamentos para el régimen y gobierno de los Estamentos de próceres y procuradores del reino
  • En general, VP II
  • Real Decreto de 30 de agosto de 1836, restableciendo lo dispuesto por las Cortes sobre supresión de vinculaciones
  • En general, f. 6
  • Artículo 1, f. 6
  • Constitución de la Monarquía española, de 24 de junio de 1837
  • Artículo 47.9, f. 10
  • Constitución de la Monarquía española, de 23 de mayo de 1845
  • Artículo 45.9, f. 10
  • Constitución de la Monarquía española, de 1 de junio de 1869
  • Artículo 73.3, f. 10
  • Decreto de 25 de mayo de 1873, disponiendo que no se concedan en lo sucesivo Grandezas de España ni Títulos nobiliarios
  • En general, f. 6
  • Decreto de 25 de junio de 1874, dejando sin efecto el de 25 de mayo de 1873, relativo a Grandezas y Títulos, y dictando algunas disposiciones para su concesión y uso en lo sucesivo
  • Artículo 1, f. 6
  • Constitución de la Monarquía española, de 2 de julio de 1876
  • Artículo 54, VP II
  • Artículo 55.8, f. 10
  • Real Decreto de 24 de julio de 1889. Código civil
  • Libro III, título III, f. 14
  • Artículo 657, f. 14
  • Artículo 659, f. 14
  • Artículo 661, f. 14
  • Real Decreto de 27 de mayo de 1912. Reglas para concesión y rehabilitación de Títulos y Grandezas
  • En general, VP II
  • Artículo 1, VP II
  • Artículo 4, f. 10, VP II
  • Artículo 12, f. 12
  • Constitución de la República española, de 10 de diciembre de 1931
  • En general, f. 6
  • Ley de 4 de mayo de 1948. Derogando el Decreto de 1 de junio de 1931 y la Ley de 30 de diciembre del mismo año, que lo ratificó, y confiriendo al Jefe del Estado la tradicional prerrogativa de otorgar grandezas de España y títulos del Reino
  • En general, VP II
  • Artículo 1, ff. 1, 6, 17, VP II
  • Decreto de 4 de junio de 1948. Dictando las oportunas normas introduciendo en la legislación sobre títulos y grandezas las modificaciones necesarias
  • En general, VP II
  • Artículo 1, f. 6
  • Artículo 5, ff. 1, 6, VP II
  • Decreto de 14 de noviembre de 1958. Reglamento de la Ley del Registro Civil
  • Artículo 130, f. 12, VP II
  • Artículo 135, VP II
  • Artículo 135.3, f. 12
  • Constitución española, de 27 de diciembre de 1978
  • Artículo 1.1, f. 12
  • Artículo 10, f. 16
  • Artículo 10.1, f. 12
  • Artículo 14, ff. 1 a 5, 8, 11, 12, 17, VP I, VP II
  • Artículo 37.1, f. 5
  • Artículo 53.2, f. 5
  • Artículo 56.2, f. 7
  • Artículo 56.3, VP II
  • Artículo 57, VP I
  • Artículo 57.1, f. 7, VP II
  • Artículo 57.2, f. 7
  • Artículo 62 f), ff. 10, 12, VP II
  • Artículo 64.1, f. 10
  • Artículo 64.2, VP II
  • Artículo 65.2, VP II
  • Artículo 123.1, f. 5
  • Artículo 161, f. 5
  • Artículo 163, ff. 3, 5, VP II
  • Disposición adicional primera, VP I
  • Disposición derogatoria, apartado 3, f. 4
  • Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre. Tribunal Constitucional
  • En general, f. 2
  • Artículo 1, f. 5
  • Artículo 1.1, VP II
  • Artículo 4.2, f. 5
  • Artículo 35, f. 3, VP II
  • Artículo 35.1, ff. 2, 3, 5, VP I
  • Artículo 35.2, f. 4
  • Artículo 37.1, f. 2, VP II
  • Real Decreto 602/1980, de 21 de marzo. Títulos nobiliarios y Grandezas. Modifica Real Decreto de 8 de julio de 1922, sobre rehabilitación
  • En general, VP II
  • Real Decreto 569/1981, de 27 de marzo. Prorroga el plazo concedido por la disposición transitoria del Real Decreto 602/1980, de 21 de marzo, que modificaba el Real Decreto de 8 de julio de 1922, sobre rehabilitación de Títulos nobiliarios y Grandezas
  • En general, VP II
  • Real Decreto 1368/1987, de 6 de noviembre. Régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real y de los Regentes
  • Artículo 6, f. 7
  • Real Decreto 222/1988, de 11 de marzo. Modifica los Reales Decretos de 27 de mayo de 1912 y 8 de julio de 1922 en materia de Rehabilitación de Títulos Nobiliarios
  • En general, VP II
  • Real Decreto Legislativo 1/1993, de 24 de septiembre. Texto refundido de la Ley del impuesto sobre transmisiones patrimoniales y actos jurídicos documentados
  • Artículo 43, VP II
  • Real Decreto 1879/1994, de 16 de septiembre. Aprueba determinadas normas procedimentales en materia de Justicia e Interior
  • En general, VP II
  • Real Decreto 323/1995, de 3 de marzo. Concede, con carácter vitalicio, la facultad de usar el título de Duquesa de Lugo a Su Alteza Real la Infanta Doña Elena
  • En general, f. 7
  • Conceptos constitucionales
  • Conceptos materiales
  • Visualización
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