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Tribunal Constitucional de España

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El Pleno del Tribunal Constitucional, compuesto por el magistrado don Cándido Conde-Pumpido Tourón, presidente, y las magistradas y magistrados doña Inmaculada Montalbán Huertas, don Ricardo Enríquez Sancho, doña María Luisa Balaguer Callejón, don Ramón Sáez Valcárcel, don Enrique Arnaldo Alcubilla, doña Concepción Espejel Jorquera, doña María Luisa Segoviano Astaburuaga, don César Tolosa Tribiño, don Juan Carlos Campo Moreno y doña Laura Díez Bueso, ha pronunciado

EN NOMBRE DEL REY

la siguiente

SENTENCIA

En el recurso de inconstitucionalidad 4057-2021, interpuesto por cincuenta diputados del Grupo parlamentario Vox en el Congreso de los Diputados contra la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia y, subsidiariamente, contra los siguientes preceptos: arts. 1; 3, apartados b), c), d), e) y h); 4.1; 5, apartados 1 c) y 2; 6.4; 7.2; 8.4; 9; 12 a) apartado cuarto; 16; 17; 18 a) párrafo cuarto; disposiciones adicionales primera y sexta; y disposición final tercera (en relación con el art. 16.1 y con la disposición adicional sexta). Ha formulado alegaciones el Gobierno de la Nación. Ha sido ponente el magistrado don Ramón Sáez Valcárcel.

I. Antecedentes

1. Mediante escrito registrado en este tribunal el 16 de junio de 2021, el procurador de los tribunales don Antonio Ortega Fuentes, actuando en nombre de don Santiago Abascal Conde y de otros cuarenta y nueve diputados del Grupo Parlamentario Vox en el Congreso de los Diputados, interpuso, con la firma como comisionado de don Juan José Aizcorbe Torra, recurso de inconstitucionalidad contra la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia y, subsidiariamente, contra los preceptos de la misma mencionados en el encabezamiento de esta resolución.

La fundamentación jurídica de la demanda es, en síntesis, la siguiente:

A) Se comienza por una exposición preliminar sobre el derecho a la vida en la jurisprudencia constitucional y en la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

a) Los recurrentes destacan el carácter esencial y troncal de tal derecho, en tanto que “supuesto ontológico sin el que los restantes derechos no tendrían existencia posible” (STC 53/1985, de 11 de abril, FJ 3), de manera que “tiene un carácter absoluto y está entre aquellos que no pueden verse limitados por pronunciamiento judicial alguno ni por ninguna pena” (STC 48/1996, de 25 de marzo, FJ 2). De esta posición nuclear del derecho a la vida han deducido tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos una doble exigencia a los poderes públicos: una de carácter negativo, consistente en abstenerse de privar intencionadamente de la vida a cualquier persona, y otra positiva, en orden a tomar las medidas suficientes para salvaguardar la vida de toda persona bajo la jurisdicción de un determinado Estado (STEDH Centre for Legal Resources c. Rumanía). Esta obligación positiva impone a los Estados el establecimiento de un adecuado sistema de protección que incluye, a la luz de la importancia del derecho y del carácter irreparable de su lesión, normas penales que lo protejan adecuadamente (STC 53/1985, FFJJ 4, 7 y 12). Todo este planteamiento —continúa la demanda— da un giro radical a través de la Ley Orgánica 3/2021, que obliga al Estado a proveer la muerte de sus ciudadanos como prestación de la cartera de servicios del Sistema Nacional de Salud.

b) Si bien el Tribunal Constitucional no ha tratado todavía frontalmente la cuestión de la eutanasia, en relación con ella son relevantes varios pronunciamientos previos sobre otras materias: (i) en lo relativo al aborto, la STC 53/1985 entendió que la concepción de la vida prenatal como bien constitucional —no como derecho— supone que el Estado debe establecer mecanismos de protección efectiva de la vida, aunque permite despenalizar algunos de los supuestos del aborto; los recurrentes resaltan las diferencias entre aborto y eutanasia, pues en este caso nos hallamos ante un derecho fundamental a la vida pleno, totalmente desplegado y absoluto; (ii) en cuanto a la alimentación forzosa de presos en huelga de hambre, la STC 120/1990, de 27 de junio, permite concluir que el único derecho fundamental en juego en los casos en que se busca la propia muerte es el derecho a la vida, no a conseguir la propia muerte, y que el Estado debe protegerlo frente a todos, incluido su titular, sin que la decisión de asistencia médica obligatoria vulnere otros derechos de los presos; (iii) la STC 154/2002, de 18 de julio, en la que se aborda la condena por homicidio de quienes, testigos de Jehová, no disuadieron a su hijo de su firme voluntad de rechazar una transfusión de sangre, supone —según la demanda— que la decisión de arrostrar la propia muerte no es un derecho fundamental, sino únicamente una manifestación del principio general de libertad; y (iv) la STC 37/2011, de 28 de marzo, relativa a una intervención médica sin la previa información sobre sus riesgos, reiteró que la protección constitucional de la vida y de la integridad personal (física y moral) no se reduce al estricto reconocimiento de los derechos subjetivos necesarios para reaccionar jurídicamente frente a agresiones, sino que además contiene un mandato de protección suficiente dirigido al legislador y que debe informar toda su actuación.

c) La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre el art. 2 del Convenio europeo para la protección de los derechos fundamentales y las libertades públicas (CEDH) es coincidente con la constitucional, en el sentido de que no se puede afirmar que exista un derecho subjetivo a morir, ni mucho menos a la eutanasia (o al suicidio asistido). La demanda contiene las siguientes menciones específicas: (i) la STEDH de 29 de abril de 2002, asunto Pretty c. Reino Unido, referente jurisprudencial en relación con el fin de la vida, negó la existencia de un derecho a morir o a suicidarse y rechazó que el Estado estuviese obligado a permitir el suicidio asistido; (ii) la STEDH de 20 de enero de 2011, asunto Haas c. Suiza, señaló que la decisión sobre cuándo y cómo terminar la propia vida, siempre y cuando se esté en condiciones de forjar libremente la propia voluntad, está protegida por el art. 8 CEDH, pero indicó que ello no impone sobre el Estado una obligación positiva de adoptar las medidas necesarias que permitan un suicidio digno, pues el art. 8.2 CEDH impone a las autoridades el deber de proteger a las personas vulnerables, incluso contra los actos que constituyan una amenaza para su propia vida, como ya se había señalado en la STEDH de 3 de abril de 2001, asunto Keenan c. Reino Unido; (iii) la STEDH de 14 de mayo de 2013, asunto Gross c. Suiza, único caso que pareció alterar esta doctrina en materia de eutanasia, fue revocada por la de Gran Sala de 30 de septiembre de 2014, al entender que debió inadmitirse la demanda por conducta abusiva de la demandante, de modo que resulta inaceptable que el preámbulo de la Ley Orgánica 3/2021 la cite como doctrina; (iv) la STEDH de 5 de junio de 2015, asunto Lambert y otros c. Francia, relativa a un supuesto de ortotanasia (no de eutanasia), consideró aquella compatible con el Convenio y reconoció el margen de discreción que tienen los Estados a la hora de alcanzar un equilibrio entre la protección de la vida del paciente y el derecho al respeto de su vida privada y de su autonomía personal; y (v) la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos relativa al art. 2 CEDH ha establecido una obligación positiva de los Estados de adoptar las medidas adecuadas para salvaguardar la vida de las personas bajo su jurisdicción. Dimensión positiva que comprende la obligación de adoptar medidas preventivas frente a autolesiones, siendo a estos efectos las personas con enfermedades mentales un grupo especialmente vulnerable (Renolde c. Francia, y S.F. c. Suiza) y surgiendo responsabilidad del Estado cuando no adopta medidas razonables de protección de la vida e integridad física de una persona hospitalizada en la que concurre riesgo de suicidio o autolesión (Younger c. Reino Unido, y Fernandes de Oliveira c. Portugal); que el Estado debe adoptar medidas razonables para evitar que una persona se prenda fuego en protesta por un desahucio (Mikayil Mammadov c. Azerbaiyán) y, en el contexto de la sanidad, que estas obligaciones positivas comprenden las de adoptar las medidas apropiadas para la protección de la vida de los pacientes (Calvelli y Ciglio c. Italia; Vo c. Francia, y Lopes de Sousa Fernandes c. Portugal), obligaciones que comprenden la de proveer al paciente con tratamientos en situación de emergencia (Mehmet Sentürk y Bekir Sentürk c. Turquía). Por supuesto, la obligación negativa impone a los Estados abstenerse de causar la muerte a las personas.

d) La demanda hace mención específica de la sentencia 123/2021, del Tribunal Constitucional de Portugal, dictada en el control previo que el presidente de la República solicitó sobre la constitucionalidad de diversas disposiciones contenidas en el Decreto 109/XIV, de la Asamblea de la República, que regula las condiciones especiales en las que no es punible la anticipación de la muerte médicamente asistida y modifica el Código penal. La demanda destaca que esta sentencia, si bien acepta que la autonomía individual puede integrar un proyecto de fin de vida trazado de acuerdo con las concepciones y valoraciones de cada persona, indicó que no era necesario posicionarse al respecto, ya que no se trataba de la conducta aislada de alguien que quiere acabar con su propia vida, sino de la asistencia de los profesionales sanitarios, en un marco de actuación regulado y controlado por el Estado, para anticipar la muerte de una persona a su petición, colaboración voluntaria que plantea problemas de otra naturaleza, que trascienden del ámbito personal de quien desea morir, proyectándose en el deber (estatal) de proteger la vida.

B) Se denuncia, en primer lugar, la inconstitucionalidad de la Ley Orgánica 3/2021, por la vulneración del derecho a la vida (art. 15 CE).

a) Siguiendo el informe del Comité de Bioética de España sobre el final de la vida y la atención en el proceso de morir, la demanda realiza unas precisiones terminológicas. La “adecuación terapéutica” (mal llamada eutanasia pasiva) es en nuestro país una buena práctica clínica y la “obstinación terapéutica” (vulgarmente denominada ensañamiento terapéutico) es una mala práctica y una falta deontológica, versando este recurso sobre la “eutanasia o auxilio médico al suicidio”, esto es, sobre la prestación pública de la muerte a personas bajo la jurisdicción del Estado que cumplan las condiciones establecidas en la ley impugnada.

b) Según los recurrentes, la consagración por la Ley Orgánica 3/2021 del derecho a exigir que el Estado provoque la propia muerte (arts. 1 y 4.1) es inconstitucional porque vulnera frontalmente el derecho fundamental a la vida (art. 15 CE). Dicha inconstitucionalidad se proyecta sobre la totalidad de la Ley Orgánica 3/2021, que no es sino la plasmación de los requisitos (capítulo II), el procedimiento para su realización (capítulo III), las garantías del acceso a la prestación (capítulo IV) y la previsión de las comisiones de garantía y evaluación (capítulo V).

La configuración de la eutanasia como un derecho subjetivo de nueva generación contradice de forma radical lo afirmado reiteradamente por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (sentencia Pretty c. Reino Unido) y por el Tribunal Constitucional (STC 154/2002) en orden a que no existe un derecho a exigir que se provoque la propia muerte, pero sí un deber positivo de proteger la vida. Una cosa es afirmar que un determinado acto antijurídico pueda no conllevar determinadas consecuencias y otra afirmar que dicho acto es un derecho equiparable a aquel cuyo contenido se está infringiendo.

La demanda sostiene que determinadas declaraciones del preámbulo son radicalmente contrarias a la Constitución y a la doctrina de este tribunal y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, lo cual no convierte el preámbulo en inconstitucional, pero sí determina la radical inconstitucionalidad de la Ley Orgánica, en cuanto articula el sacrificio del derecho a la vida sobre la base de una inconstitucional ponderación con otros bienes constitucionales, en atención a los cuales no puede ceder el derecho a la vida. No estamos ante un conflicto entre bienes constitucionales, sino ante la decisión de eliminar irreparablemente la vida y con ella la totalidad de derechos que la tienen como sustrato.

La Ley Orgánica 3/2021 parece actuar sobre el derecho a la vida como si ante la concurrencia del llamado “contexto eutanásico” desapareciera tal derecho fundamental y surgiera una suerte de bien jurídico debilitado, que denomina “bien vida”, que debiera ceder definitiva e irreparablemente frente a otros bienes constitucionales, entendimiento radicalmente contrario a la Constitución. Señalan los recurrentes que aquí no nos hallamos ante el “bien vida”, sino ante el derecho fundamental esencial y troncal a la vida, que tiene carácter absoluto (SSTC 53/1985 y 48/1996). Y detallan los motivos por los que, a su juicio, ninguno de los bienes y derechos constitucionales invocados en el preámbulo puede justificar la eutanasia:

(i) En cuanto a la dignidad humana y al valor superior de la libertad (arts. 10.1 y 1.1 CE), ni la dignidad puede hacer desaparecer la vida del sujeto (pues, en tal caso, se produce la irreparable destrucción de ambas), ni la libertad comprende un derecho a la propia muerte (STC 120/1990). Los bienes de la dignidad y la libertad solo han de tomarse en consideración por su relación con otro derecho fundamental, no de manera autónoma, y no se pueden usar para contraponerlos al derecho a la vida, como si fueran realidades distintas, cuando lo que es y ha de ser digno o libre es la vida en sí misma, sin que quepan una libertad o dignidad cuya preservación exija la desaparición de la vida, porque es el soporte que les sirve de sustento. Se cita el mencionado informe del Comité de Bioética de España, así como el documento “Doce razones por las que decir no a la eutanasia y sí a los cuidados paliativos”, suscrito por más de 175 asociaciones de cuidados paliativos de Francia.

(ii) El derecho a la integridad física y moral (art. 15 CE) no puede fundamentar la extinción de la vida, ya que consagra una suerte de incolumidad corporal frente a cualquier intromisión no autorizada de terceros que tiene como límite, precisamente, la protección del derecho a la vida (SSTC 120/1990 y 154/2002), pues la desaparición de esta supone el sacrificio de ambos derechos.

(iii) El derecho a la intimidad personal y familiar (art. 18.1 CE) tampoco puede fundar la exigencia de que el Estado provoque la muerte del sujeto, pues dicho derecho tiene un componente fundamentalmente tuitivo, debiendo el Estado actuar para protegerlo de invasiones no queridas, pero no para ponerle fin mediante la supresión de la vida que le da sustento.

(iv) Tampoco las libertades ideológica y de conciencia (art. 16.1 CE) pueden llegar al extremo de provocar la propia muerte (SSTC 120/1990 y 154/2002). De lo contrario cabría plantearse en virtud de qué argumento constitucional sería legítimo impedir que cualquier persona, fuera del contexto eutanásico, pudiera exigir el derecho a la propia muerte.

Se denuncia, por último, la radical inconstitucionalidad de la frase “no existe un deber constitucional de imponer o tutelar la vida a toda costa y en contra de la voluntad del titular del derecho a la vida”, también recogida en el preámbulo. Señala la demanda que no se trata de preservar una vida “a toda costa”, pues, de un lado, los arts. 2.2 y 2.4 de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, contemplan la no imposición de tratamientos o acciones que pueden prolongar el sufrimiento o la agonía de enfermos terminales; y, de otra parte, la “adecuación terapéutica” se considera buena praxis clínica y mala, así como falta deontológica, la “obstinación terapéutica”. Se trata de que el Estado debe cumplir con su obligación positiva de establecer las medidas necesarias para proteger la vida, incluso contra la voluntad de su titular y con la obligación negativa de no provocar la muerte de sus ciudadanos.

C) Se denuncia, en segundo lugar, la inconstitucionalidad de la Ley Orgánica 3/2021, por la vulneración del derecho a la vida y de los deberes de protección derivados de los arts. 43, 49 y 50 CE, en relación con el principio de proporcionalidad y con los cuidados paliativos.

a) Reiteran los demandantes que el derecho a la vida, que se despliega desde el nacimiento hasta la muerte (arts. 30 y 32 del Código civil), no cede frente a ningún otro bien o derecho constitucional, pues solo podría ceder cuando entrara en conflicto con la vida de otra persona. Sostienen que este carácter absoluto del derecho a la vida hace innecesario el examen de proporcionalidad, propio de la restricción de los demás derechos fundamentales. Y, subsidiariamente, argumentan que la Ley Orgánica tampoco superaría el test de proporcionalidad como exigencia de que la medida enjuiciada cuente con cobertura legal (legalidad), responda a un fin constitucionalmente legítimo (adecuación), constituya la alternativa menos restrictiva (necesidad) y produzca más beneficios sobre otros bienes y valores que perjuicios en el derecho fundamental (proporcionalidad en sentido estricto).

b) En cuanto a la exigencia de legalidad, no basta, de acuerdo con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con la aprobación de una ley formal; esta ha de reunir los requisitos de calidad, entendida como accesibilidad y previsibilidad (art. 9.3 CE), test que, en este caso, ha de ser singularmente incisivo, pues se regula la extinción del derecho fundamental primario.

Advierten los recurrentes que la configuración de la eutanasia como derecho a morir con dignidad (como si lo digno fuese morir, con renuncia del sujeto a exigir de los poderes públicos y de la sociedad las herramientas para vivir en dignidad) tiene una indudable relevancia, pues la calificación como derecho subjetivo entraña no solo una categorización ética, sino una llamada a su ejercicio. Se refieren a la “pendiente resbaladiza” por la que los conceptos jurídicos indeterminados terminan por expandir los presupuestos de aplicación de la eutanasia, transcribiendo varios pasajes del informe del Comité de Bioética y señalando como ejemplo las experiencias de Bélgica y de los Países Bajos, que, a raíz de la legalización de la eutanasia, comienza el deslizamiento por una pendiente en la que progresivamente se van desdibujando las condiciones iniciales restrictivas que permiten el reconocimiento del derecho a morir, derecho cuyo reconocimiento supone una transformación en el modo de concebir la propia responsabilidad de la sociedad ante tales decisiones, proceso que conlleva entender lo legal como normal y el ejercicio del derecho a la eutanasia como deseable. El mensaje social de silenciosa coacción que así se trasladaría a las personas de edad y con discapacidad sería tanto más fuerte cuanto más complicadas sean sus circunstancias vitales o la precariedad de la atención médica y familiar. Se citan al respecto las reflexiones de la relatora especial sobre los derechos de las personas con discapacidad de Naciones Unidas en su informe en el cuadragésimo tercer período de sesiones del Consejo de Derechos Humanos (24 de febrero a 20 de marzo de 2020).

En la Ley Orgánica impugnada, el “contexto eutanásico” se refiere a los supuestos “[p]ara poder recibir la prestación de ayuda para morir” del art. 5.1 d), es decir, “[s]ufrir una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante en los términos establecidos en esta Ley, certificada por el médico responsable”. Los recurrentes denuncian que el concepto jurídico de “padecimiento grave, crónico e imposibilitante”, recogido en el art. 3 b) de la Ley Orgánica, no reúne los requisitos de calidad en la ley, pues no otorga la necesaria accesibilidad y previsibilidad a una legislación que supone nada menos que la extinción del primer derecho, base de todos los demás. Aducen que las “limitaciones que inciden directamente sobre la autonomía física y actividades de la vida diaria” [art. 3 b)] son condiciones que podrían predicarse prácticamente de cualquier anciano o de cualquier persona con discapacidad y cuyas vidas, por mor de esta Ley Orgánica, devendrían indignas, invitándoles el legislador a ejercer su derecho a la dignidad a través de la muerte. El que esas limitaciones “llev[e]n asociado un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece” [art. 3 b)] supone una subjetivización que permitiría incluir en este supuesto prácticamente a cualquier persona que sufra un trastorno mental, incluida la depresión, siempre que concurra el requisito de que exista “seguridad o gran probabilidad de que tales limitaciones vayan a persistir en el tiempo sin posibilidad de curación o mejoría apreciable” [art. 3 b)]. Según la demanda, en el caso de que la enfermedad psíquica cause dependencia (como ocurre con todas ellas), sufrimiento psíquico (como acontece con todas) y exista aquella gran probabilidad, la vida deviene indigna y el sujeto, hasta entonces titular de un derecho indisponible a una vida digna, queda investido del derecho a morir con dignidad y a acabar con una vida indigna. Añaden los recurrentes que la existencia de un “padecimiento grave, crónico e imposibilitante” [arts. 5.1 d) y 3 b)] no exige la concurrencia de una “enfermedad grave e incurable”, dado que a este supuesto atiende el art. 3 c). Concluyen de todo ello que el concepto es tan abierto que no satisface las exigencias de calidad de la ley, pues en él cabría cualquier discapacidad o enfermedad psicológica.

c) El requisito de la adecuación (“fin constitucionalmente legítimo”) de ninguna manera concurre, pues la finalidad de la eutanasia es acabar con una vida humana, algo ilícito desde una perspectiva constitucional. Ninguno de los derechos o bienes constitucionales citados en el preámbulo justifican el sacrificio del derecho a la vida, sacrificio que es contrario a los arts. 43.1, 49 y 50 CE como principios inspiradores de la legislación estatal y de la actuación de los poderes públicos (art. 53.3 CE) ante la enfermedad, el sufrimiento y la muerte, que obligan a la preservación de la vida y la salud como soporte de la totalidad de derechos y bienes constitucionales.

En concreto, sostienen que la Ley Orgánica sería contraria al art. 43.1 CE, que reconoce el derecho a la protección de la salud y con ello impone al Estado el deber de articular alternativas que permitan afrontar en las mejores condiciones de salud los casos de enfermedades graves crónicas, degenerativas o incurables, de modo que resulta vulnerado si el Estado renuncia a proteger la vida y la salud mediante el establecimiento de un derecho a provocar la muerte de las personas que se encuentran bajo su jurisdicción. La norma impugnada también vulneraría el art. 49 CE, que exige al Estado prestar atención especializada a las personas con alguna discapacidad y ampararles especialmente para el disfrute de sus derechos. Asimismo, se infringiría el art. 50 CE, que exige al Estado “promover [el] bienestar” de los ciudadanos que se encuentren en la “tercera edad” mediante “un sistema de servicios sociales que atenderán sus problemas específicos de salud”.

d) En cuanto a los juicios de necesidad y proporcionalidad en sentido estricto, denuncian los demandantes su incumplimiento, recordando que la intensidad con que la norma impugnada restringe el derecho fundamental afectado exige del Tribunal Constitucional un control de proporcionalidad especialmente intenso (STC 99/2019). Con referencia, de nuevo, al informe del Comité de Bioética, se aduce que la Ley Orgánica no respeta el principio de necesidad o menor onerosidad, pues siendo su finalidad garantizar la dignidad de la persona, evitándole un sufrimiento, físico o psíquico, constante e intolerable, se opta por la restricción más drástica del derecho fundamental primario sin que previamente se hayan universalizado los cuidados paliativos, entendidos como una medida menos restrictiva y eficaz para devolver la dignidad a la propia vida mediante la eliminación del sufrimiento hasta hacerlo tolerable. Alternativa que no puede entenderse cumplimentada mediante los arts. 5.1 b) y 8.1 de la Ley Orgánica, que imponen ofrecer al paciente información comprensible sobre la posibilidad de acceder a cuidados paliativos integrales. Tal ofrecimiento se configura como un puro requisito formal de información, pero no es una previsión sustantiva que garantice la plena accesibilidad y la universalización de dichos cuidados, como medida verdaderamente eficaz para restaurar la dignidad vital, reduciendo los padecimientos y favoreciendo que la vida llegue naturalmente a su fin mediante la buena praxis de la adecuación del esfuerzo terapéutico.

En relación con la manifiesta desproporción que se denuncia, el Estado no solo incumple su obligación de agotar previamente las medidas eficaces y menos restrictivas del derecho a la vida, sino que, en clara vulneración de los arts. 15, 43, 49 y 50 CE, introduce la previsión contenida en el párrafo primero de la disposición adicional séptima, que ordena a las administraciones sanitarias que establezcan los dispositivos necesarios para dar la máxima difusión de la eutanasia entre el personal sanitario y los ciudadanos, y para promover que estos formalicen un documento de instrucciones previas que prepare su propia muerte y al que la Ley Orgánica atribuye una eficacia indefinida. Según la demanda, esta previsión está directamente orientada a que comience la peligrosa e irreversible pendiente deslizante.

D) En tercer lugar, se aduce la inconstitucionalidad de determinados preceptos de la Ley Orgánica 3/2021 [arts. 7.2, 8.4, 17 y 18 a) párrafo cuarto, y disposición adicional primera] por omisión de las garantías administrativas y jurisdiccionales necesarias para la adecuada protección del derecho a la vida, con vulneración de los arts. 15, 24, 53.2, 106 y 117 CE.

Como introducción a este motivo de impugnación, la demanda señala que la omisión de garantías contrasta con el sistema clásico de protección de los derechos fundamentales frente a injerencias de los poderes públicos, conforme al cual la decisión invasiva exige la previa autorización judicial y ha de ser objeto de un control efectivo por parte de jueces y tribunales.

a) Se impugna el art. 7.2 de la Ley —que indica que, en caso de denegación de la solicitud de ayuda para morir por parte del médico responsable, quien hubiera presentado la solicitud podrá formular reclamación ante la comisión de garantía y evaluación— y también su art. 8.4 —que prevé la posibilidad del paciente de formular esa misma reclamación en caso de informe desfavorable del médico consultor sobre el cumplimiento de las condiciones del art. 5.1 de la Ley—. Señalan los recurrentes que estos preceptos no prevén garantía alguna para el caso de que la decisión de tales médicos sea favorable a la eutanasia. Las decisiones favorables ni habrían de ser motivadas (motivación que sí exige el art. 7.1 de la Ley para las decisiones desfavorables del médico responsable), ni serían impugnables ante la comisión de garantía y evaluación, todo ello aunque la reclamación pudiera interesar a un familiar, amigo o afín del solicitante, que pudiera invocar un interés legítimo en la decisión. Así lo confirmaría el tenor del art. 18 a), que solo otorga competencia a la comisión para resolver “las reclamaciones que formulen las personas a las que el médico responsable haya denegado su solicitud de prestación de ayuda para morir”.

Indican los recurrentes que las comisiones de garantía y evaluación son órganos administrativos (art. 17 de la Ley) a los que corresponde un último control al objeto de verificar la concurrencia de los requisitos y condiciones para el correcto ejercicio del derecho a solicitar y recibir la prestación de ayuda para morir (arts. 8.4 y 10.1), pero solo en el caso de que la decisión inicial del médico responsable fuera desfavorable. En la misma línea, si la comisión decide en sentido desfavorable, su resolución podrá ser recurrida ante la jurisdicción contencioso-administrativa (art. 10.5), pero nada se prevé sobre la posibilidad de recurrir una resolución favorable.

Para los recurrentes resulta manifiesta la inconstitucionalidad de la diferenciación que se establece en los controles de la decisión, en función de que la misma sea favorable o desfavorable a la eutanasia. La decisión de la muerte de la persona aparece como inapelable, a pesar de ser irreversible e irreparable. La omisión normativa no es, en general, motivo de inconstitucionalidad, salvo en el caso de que el legislador tenga la obligación constitucional o convencional (art. 10.2 CE, por referencia al CEDH) de articular un concreto sistema de protección. Se señala que este es el caso, pues la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos impone a los Estados la obligación de establecer medidas eficaces de protección del derecho a la vida, dimensión procesal o procedimental que les obliga a establecer las garantías procesales y jurisdiccionales para la adecuada defensa jurisdiccional de un derecho fundamental cuya vulneración tiene carácter irremediable. La decisión de otorgar por el médico responsable lo que eufemísticamente se llama la prestación eutanásica no es sino propiciar la muerte de una persona en plazos extraordinariamente breves y, ante una consecuencia tan drástica, el legislador tiene la obligación constitucional de establecer un concreto y claro sistema de garantías jurisdiccionales. Dispone de un amplio margen de apreciación, pero lo que no puede hacer es prever un completo sistema impugnatorio contra la denegación de la prestación eutanásica omitiendo toda referencia al control administrativo y jurisdiccional de la decisión potencialmente vulneradora del derecho a la vida.

b) Se impugna el párrafo cuarto del art. 18 a) de la Ley Orgánica, relativo a las decisiones de las comisiones ante las reclamaciones contra la denegación de la solicitud de la prestación de la ayuda para morir, a cuyo tenor “[e]n el caso de que la resolución sea favorable a la solicitud de prestación de ayuda para morir, la comisión de garantía y evaluación competente requerirá a la dirección del centro para que en el plazo máximo de siete días naturales facilite la prestación solicitada a través de otro médico del centro o de un equipo externo de profesionales sanitarios”. Este apartado supondría una manifiesta vulneración de los arts. 24, 53.2 y 106 CE, en cuanto el plazo extraordinariamente breve de siete días imposibilita todo control jurisdiccional de la decisión administrativa. Se hace notar que, dada la definición legal del “contexto eutanásico”, el mismo aparece orientado a personas que pueden tener “alterada” su capacidad de consciencia y voluntad por una situación de sufrimiento grave o, directamente, por una discapacidad de hecho. Ante tal situación, pueden tomar una decisión de poner fin a su vida y, de acuerdo con la Ley, la misma se ejecuta de forma motorizada, aunque los familiares puedan apostar por la vida y curación de esta persona. De no admitirse una legitimación de tales familiares para impugnar las decisiones ante la jurisdicción con eficacia suspensiva se producirá una vulneración irreparable del derecho a la vida, aunque después la jurisdicción afirme que no concurrían los presupuestos eutanásicos.

c) Se impugnan también los preceptos que remiten la creación y régimen jurídico de las comisiones de garantía y evaluación a los gobiernos autonómicos y al Ministerio de Sanidad en el caso de Ceuta y Melilla, y que prevén que cada una de estas comisiones elabore su reglamento de orden interno, que deberá ser autorizado por el órgano competente de la administración autonómica o por aquel Ministerio (arts. 17.2 y 17.4, respectivamente). Según la demanda, estas previsiones son inconstitucionales porque el papel que en un Estado de Derecho corresponde al Poder Judicial se atribuye a un órgano administrativo cuyo régimen jurídico, composición y funcionamiento se desconocen.

De esta circunstancia y de las anteriormente expuestas concluyen los recurrentes la ausencia de todo control judicial en el procedimiento para la realización de la prestación de ayuda para morir. Señalan que resulta incomprensible que el internamiento de una persona enferma sin su consentimiento exija autorización judicial (art. 763.1 de la Ley de enjuiciamiento civil) y que no se cuente en absoluto con la actuación judicial cuando se trata de poner fin a la vida de esa persona. Pese a contarse con el consentimiento del afectado, lo sorprendente es que ese control de las condiciones en las que se emite el consentimiento y la concurrencia de los presupuestos materiales se atribuya al médico responsable y al médico consultor, es decir, a dos profesionales de la medicina que no tienen encomendada la función constitucional de velar por el respeto a los derechos fundamentales, con preterición absoluta del Poder Judicial.

d) Se impugna, en fin, la disposición adicional primera de la Ley Orgánica, según la cual “[l]a muerte como consecuencia de la prestación de ayuda para morir tendrá la consideración legal de muerte natural a todos los efectos, independientemente de la codificación realizada en la misma”. Este precepto vulneraría la dimensión procedimental del derecho a la vida (arts. 15 CE y 2 CEDH), en cuanto elimina la obligación del Estado de determinar mediante una investigación completa las causas de la muerte de una persona bajo su jurisdicción. Y también infringiría los arts. 106, 117 y 24 CE, en cuanto legislativamente se estaría predeterminando el eventual resultado de una investigación judicial orientada a determinar la concurrencia de los presupuestos objetivos y formales que justificarían el denominado “contexto eutanásico”.

E) En cuarto lugar, se denuncia la inconstitucionalidad de determinados preceptos de la Ley Orgánica 3/2021 relativos al régimen aplicable a las personas con “incapacidad de hecho” [art. 3 d), e) y h); art. 5.1 c) y 5.2; art. 6.4; art. 9; art. 12 a) apartado cuarto; y disposición adicional sexta, párrafo segundo], por vulneración de los arts. 15, 24 y 53.2 CE.

a) Se impugna el art. 3 h), definitorio de la “situación de incapacidad de hecho” que permite que un tercero, ya sea representante del solicitante o un médico, inste, sin tutela judicial alguna, la muerte del sujeto supuestamente afectado por esta condición. Se impugna también el art. 5.2, párrafo segundo, que establece que la apreciación de la incapacidad de hecho corresponde al médico responsable “conforme a los protocolos de actuación que se determinen por el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud”, protocolos que, según el párrafo segundo de la disposición adicional sexta (también impugnado), deberán elaborarse en el plazo de tres meses desde la entrada en vigor de la Ley Orgánica. Señala la demanda que la definición de la situación de incapacidad de hecho adolece de manifiesta falta de calidad en el sentido exigido por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, al desconocerse absolutamente los criterios a seguir para que por el personal médico se aprecie la concurrencia de dicha situación y por atribuirse la exacta fijación de esos criterios a un órgano administrativo con omisión de toda garantía judicial.

b) Por otro lado, sostiene la demanda que la exigencia del art. 5.2 de que el paciente haya suscrito “con anterioridad” un “documento de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos” adolece de una grave indeterminación, que le lleva a incurrir en una inconstitucional falta de calidad de la ley. Se aduce que la validez indefinida que a tales documentos imprime el plazo temporal (“con anterioridad”) permitirá al médico responsable aplicar la eutanasia en cualquier momento a la persona que él mismo ha valorado como incapaz, pero también, dados los conceptos vagos e imprecisos de la Ley Orgánica, el médico podrá acudir a cualquier tipo de instrumento documental en el que se hubiera recogido un deseo o una manifestación expresada en un momento vital ya superado. Se preguntan en este punto los recurrentes si una simple carta, e-mail, o incluso un WhatsApp, en el que alguien expresara su voluntad de morir en determinadas circunstancias valdría como “documento equivalente”, y señalan que la respuesta dependerá de la interpretación que dé el médico responsable. Esta absoluta indeterminación resulta intolerable cuando nos hallamos ante una decisión tan irreparable. Es más, si se tiene en cuenta que entre el momento de solicitar la eutanasia y su efectiva aplicación transcurre un tiempo durante el cual el solicitante puede desear la revocación de tal decisión o el aplazamiento de su administración (posibilidades previstas en el art. 6.3), no cabe ignorar que si el médico, o un tercero, considerasen que en ese período de tiempo el paciente ya no es “plenamente consciente” o es “incapaz de hecho” para manifestar su voluntad contraria, o bien ha perdido la capacidad física para comunicarse, se podría aplicar contra su voluntad actual la eutanasia que solicitó y que con posterioridad hubiese querido revocar o posponer.

Destacan los recurrentes la trascendencia de tales documentos, pues el art. 9 de la Ley Orgánica prescribe, en cuanto al “procedimiento a seguir cuando se aprecie que existe una situación de incapacidad de hecho”, que “[e]n los casos previstos en el artículo 5.2 el médico responsable está obligado a aplicar lo previsto en las instrucciones previas o documento equivalente”. Ello evidencia que las pautas a seguir serán las resultantes de unas indeterminadas “instrucciones previas o documento equivalente”, sin que además medie garantía judicial que asegure el respeto a la voluntad del paciente que pudiera haber desistido de su solicitud y se ha visto privado de la oportunidad de manifestar su decisión actual de continuar con vida.

c) Se impugna el art. 5.2, así como el art. 3 d) y e) y el art. 9, en tanto que no solo prevén que la “incapacitación” se lleve a cabo al margen de la autoridad judicial, sino que dejan la valoración del cumplimiento de los requisitos para la ayuda a morir a la entera discrecionalidad del médico responsable, a quien ni siquiera se le exige formación específica alguna. Se posibilita así el comienzo de la andadura de la pendiente resbaladiza.

El art. 5.2 dispone que “no será de aplicación lo previsto en las letras b), c) y e) del apartado anterior [en el que se relacionan los requisitos para recibir la prestación de ayuda para morir] en aquellos casos en los que el médico responsable certifique que el paciente no se encuentra en el pleno uso de sus facultades ni puede prestar su conformidad libre, voluntaria y consciente para realizar las solicitudes, cumpla lo previsto en el apartado 1 d), y haya suscrito con anterioridad un documento de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos, en cuyo caso se podrá facilitar la prestación de ayuda para morir conforme a lo dispuesto en dicho documento”.

Este precepto habilita al médico responsable para prescindir de tres de los requisitos exigidos para el reconocimiento de la prestación de ayuda para morir si considera que el paciente está en dicha situación. Tales requisitos son los del art. 5.1, apartado b) (“[d]isponer por escrito de la información que exista sobre su proceso médico, las diferentes alternativas y posibilidades de actuación, incluida la de acceder a cuidados paliativos integrales comprendidos en la cartera común de servicios y a las prestaciones que tuviera derecho de conformidad a la normativa de atención a la dependencia”), apartado c) (“[h]aber formulado dos solicitudes de manera voluntaria y por escrito, o por otro medio que permita dejar constancia, y que no sea el resultado de ninguna presión externa, dejando una separación de al menos quince días naturales entre ambas”) y apartado e) (“[p]restar consentimiento informado previamente a recibir la prestación de ayuda para morir”). Los recurrentes subrayan que de esta forma, sin supervisión judicial alguna, el cumplimiento de todos los requisitos del art. 5.1 (salvo el de ser mayor de edad y nacional o residente en España) queda en manos del médico responsable, pues le bastará certificar que el solicitante de eutanasia, al que previamente ha estimado incapaz, sufre “una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante”. En conexión con ello, se señala que de las definiciones de “médico responsable” [art. 3 d)] y “médico consultor” [art. 3 e)] resulta que el médico responsable no necesariamente tiene formación en el ámbito de patologías del paciente, a pesar de lo cual la Ley Orgánica le atribuye facultades y funciones esenciales en el procedimiento [arts. 5.1 c) y d); 5.2; 6.2; 6.4; 7.1, 2 y 3; 8.1, 2, 3 y 5; 9; 10.4; 11.1, 2 y 3, y 12 a)].

Junto con ello, se impugna el párrafo segundo del art. 5.1 c), en cuanto permite al médico responsable obviar el requisito en él establecido, pues, tras exigirse al paciente la formulación de dos solicitudes de manera voluntaria y por escrito (o por otro medio que permita dejar constancia y que no sea resultado de presión externa) con una separación de al menos quince días naturales entre ambas, se añade que “si el médico responsable considera que la pérdida de la capacidad de la persona solicitante para otorgar el consentimiento informado es inminente, podrá aceptar cualquier período menor que considere apropiado en función de las circunstancias clínicas concurrentes, de las que deberá dejar constancia en la historia clínica”. Se permite así al médico responsable no solo decidir sobre si la pérdida de capacidad es o no inminente, sino también ignorar el protocolo y fijar, obviando la separación de al menos quince días naturales, cualquier período menor que considere apropiado.

d) Se impugna también la posibilidad de que la eutanasia pueda ser solicitada por una persona distinta del paciente declarado en situación de incapacidad de hecho, prevista en los arts. 6.4 y 12 a), apartado cuarto, de la Ley Orgánica.

El art. 6.4 permite que, certificada por el médico responsable la incapacidad de hecho, la solicitud de prestación de ayuda para morir le sea presentada por “otra persona mayor de edad y plenamente capaz, acompañándolo [sic] del documento de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos, suscritos previamente por el paciente”. Señala la demanda que nuevamente se acude al término vago e impreciso de documentos “legalmente reconocidos” y esta vez se utiliza el adverbio genérico “previamente”, para dejar sin concretar temporalmente la validez de tales documentos, permitiéndose así que el paciente los pueda haber suscrito en cualquier momento de su trayectoria vital. Pero, además, este precepto añade que “[e]n caso de que no exista ninguna persona que pueda presentar la solicitud en nombre del paciente, el médico que lo trata podrá presentar la solicitud de eutanasia”, con lo que se otorga a un facultativo ajeno, sin mediación judicial, esa facultad y se le atribuye legitimación para “solicitar y obtener el acceso” a tales documentos a través de las personas designadas por la autoridad sanitaria de la comunidad autónoma correspondiente o por el Ministerio de Sanidad, de conformidad con el art. 4.1 d) del Real Decreto 124/2007, de 2 de febrero, por el que se regula el registro nacional de instrucciones previas y el correspondiente fichero automatizado de datos de carácter personal, en clara vulneración del art. 18.1 CE.

Según la demanda, esta posibilidad queda confirmada por el art. 12 a), apartado cuarto, en el que, al precisar el contenido del primer documento que el médico responsable debe remitir a la comisión de garantía y evaluación tras realizar la prestación de ayuda para morir, se establece que “si la persona solicitante disponía de un documento de instrucciones previas o documento equivalente y en él se señalaba a un representante, nombre completo del mismo” y, caso contrario, “nombre completo de la persona que presentó la solicitud en nombre del paciente en situación de incapacidad de hecho”.

e) Recuerdan los recurrentes la doctrina constitucional (SSTC 131/2010, de 2 de diciembre; 34/2016, de 29 de febrero, y 132/2016, de 18 de julio) acerca de la necesidad de autorización judicial para el ingreso involuntario de una persona con algún grado de incapacidad en un establecimiento hospitalario o de tercera edad. Aducen que si esta intervención judicial es precisa para la restricción de la libertad personal (art. 17 CE), siempre reparable a posteriori, resulta palmario que es absolutamente imprescindible para la calificación de la concurrencia de una supuesta incapacidad de hecho en el sujeto al que se va a aplicar la eutanasia.

F) En quinto lugar, se aduce la inconstitucionalidad de varios preceptos de la Ley Orgánica (segundo párrafo del art. 5.2, art. 17.5, disposición adicional sexta y disposición final tercera) por infracción de la reserva de ley orgánica (art. 81 CE), de la reserva de ley (art. 53.1 CE) y del requisito de calidad de la ley (art. 15 CE, en relación con el art. 9.3 CE).

El art. 17.5 de la Ley Orgánica dispone que “[e]l Ministerio de Sanidad y los presidentes de las comisiones de garantía y evaluación de las comunidades autónomas se reunirán anualmente, bajo la coordinación del Ministerio, para homogeneizar criterios e intercambiar buenas prácticas en el desarrollo de la prestación de eutanasia en el Sistema Nacional de Salud”. La disposición adicional sexta añade que “[c]on el fin de asegurar la igualdad y calidad asistencial de la prestación de ayuda para morir”, el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud deberá elaborar “un manual de buenas prácticas que sirva para orientar la correcta puesta en práctica de esta ley”, así como “los protocolos a los que se refiere el artículo 5.2”. El art. 5.2 prescribe que “la valoración de la situación de incapacidad de hecho por el médico responsable se hará conforme a los protocolos de actuación que se determinen por el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud”.

Argumenta la demanda que la habilitación a dicho consejo interterritorial para elaborar el referido protocolo, contenida en el segundo párrafo del art. 5.2 y en la disposición adicional sexta (esta última carente de carácter orgánico según la disposición final tercera, impugnada por tal motivo), es radicalmente inconstitucional, pues remite a la administración plenamente y sin predeterminación alguna la fijación de los criterios para aplicar un concepto absolutamente indeterminado (el de incapacidad de hecho) cuya concurrencia permite obviar la práctica totalidad de los requisitos legalmente exigibles. Esta habilitación en blanco a un órgano administrativo para la determinación de un elemento esencial en orden a la irremediable extinción del derecho a la vida resulta inconstitucional, siendo el legislador orgánico el que debe predeterminar con precisión cuándo se entiende que concurre la incapacidad de hecho. Lo mismo acontece con la disposición adicional sexta en relación con el art. 17.5, que habilitan a la administración para elaborar un manual de buenas prácticas y fijar criterios de actuación, cuestiones que deben quedar predeterminadas en la ley orgánica.

G) Se denuncia, en sexto lugar, la inconstitucionalidad de la disposición final tercera, en relación con el art. 16.1, por vulneración de la reserva de ley orgánica (art. 81.1 CE), así como la inconstitucionalidad del art. 16.2 por infracción del derecho a la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios que intervienen en la eutanasia (art. 16 CE).

a) El art. 16 de la Ley Orgánica reconoce el derecho de los profesionales sanitarios implicados directamente en la ayuda para morir a objetar su participación en dicho proceso, derecho que contaba ya con expreso reconocimiento en el art. 16 CE y en el código de deontología médica (arts. 32 y ss.). Señalan los recurrentes que el carácter ordinario que la disposición final tercera atribuye al art. 16.1 de la Ley Orgánica es inconstitucional, por ser la objeción de conciencia una parte esencial del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa (art. 16.1 CE y STC 53/1985), lo que implica que sus condiciones básicas de ejercicio deban regularse por ley orgánica. Se cita al respecto la STC 151/2014, así como el voto particular formulado a esa sentencia.

b) El art. 16.2 de la Ley Orgánica limita la objeción de conciencia al prever como condición para su ejercicio la inscripción en un registro de profesionales objetores, creado por las administraciones sanitarias, que tendría por objeto facilitar la necesaria información a la administración para que pueda garantizar una adecuada gestión de la prestación, pero que inevitablemente señala a quienes objetan, lo que tiene una importancia decisiva, pues el código deontológico del médico le obliga a orientar su actuación hacia la recuperación de la salud del paciente, nunca hacia la destrucción de la vida. Se señala a estos efectos lo siguiente:

(i) La condición de objetor se asienta en la contradicción moral entre el deber de cumplir un mandato legal y la conciencia del profesional. En el caso de los profesionales sanitarios, puede tener muy amplia aplicación en supuestos de discordancia entre lo percibido por el paciente sobre su situación clínica y la interpretación que de ella haga el médico. El derecho a solicitar la prestación de ayuda para morir se basa en el sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable, concepto evidentemente subjetivo del paciente y que puede no corresponderse con una situación real de expectativas terapéuticas a criterio del profesional que, por el juramento hipocrático y/o por convicciones éticas o morales, invoque su derecho a objetar en conciencia.

(ii) La posición objetora no es definitiva —ya que puede cambiarse a lo largo del ejercicio profesional— ni absoluta —pues puede depender de casos concretos que motivan este planteamiento—. Por ello, un registro general de concepción monolítica como el previsto no es un instrumento realista en el que se acomode tan complejo tema profesional.

(iii) En todo caso, la obligatoriedad que impone el art. 16.2 de la Ley Orgánica de declarar previamente la condición de objetor se opone al art. 16.2 CE, que exime de la obligación de declarar sobre las propias creencias. En particular, el registro vulnera el principio de proporcionalidad, en tanto que no resulta adecuado (porque no hay relación causal entre garantizar la prestación sanitaria y la objeción de conciencia) ni tampoco resulta necesario (pues existen alternativas menos intensas, como pudiera ser un archivo interno, que cubriría la deseada exigencia de gestión organizativa de la administración). Además, esta medida genera más impedimentos para el interés general que beneficios para los afectados y para la prestación del servicio de salud. Y es que la existencia de un registro de objetores no es un presupuesto necesario para el ejercicio de la prestación de ayuda para morir, ni de la manifestación de la objeción de conciencia del profesional, con independencia de que la objeción anticipada debe constar necesariamente en un registro a efectos organizativos de la administración sanitaria.

(iv) La oportunidad de establecer este registro en los colegios de médicos se puso de manifiesto por la Organización Médica Colegial de España y es que, aunque el previsto en la Ley Orgánica se residencia en las administraciones sanitarias y “tendrá por objeto facilitar la necesaria información a la administración sanitaria para que esta pueda garantizar una adecuada gestión de la prestación de ayuda para morir” (art. 16.2), no por ello es absolutamente ajeno al riesgo de discriminación y estigmatización de los profesionales que en él se inscriban. La inclusión en el mismo puede señalar a determinados profesionales ante sus superiores o ante la profesión y la sociedad en general, resultando por ello de imposible conciliación con el derecho a no declarar sobre las propias creencias o determinaciones morales (art. 16 CE).

H) Por último, se denuncia la inconstitucionalidad de la Ley Orgánica en su conjunto por vicios en su procedimiento de aprobación y la consiguiente vulneración de los arts. 23 CE y 561 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), así como de los arts. 88 y 89.1 CE en relación con los arts. 69 y 124 del Reglamento del Congreso de los Diputados (RCD).

a) Tras citar las SSTC 108/1986, de 29 de julio, y 238/2012, de 13 de diciembre, la demanda invoca el art. 561.1 LOPJ, de conformidad con el cual se someterán a informe del Consejo General del Poder Judicial los anteproyectos de ley y disposiciones generales que versen, entre otras materias, sobre normas procesales o que afecten a aspectos jurídico-constitucionales de la tutela ante los tribunales ordinarios del ejercicio de derechos fundamentales y sobre leyes penales. Señala la demanda que la Ley Orgánica, materialmente, debía haber sido objeto de tal informe previo, porque en ella se introduce una reforma penal de tal calibre que conductas que antes se consideraban delito no solo se despenalizan, sino que esa misma conducta, antes típica, pasa a configurarse como “derecho de toda persona” (art. 4.1) y además se convierte en una prestación “incluida en la cartera común de servicios del Sistema Nacional de Salud” y de “financiación pública” (art. 13.1). Los parlamentarios han ejercido su función legislativa sin contar con ninguno de los informes legalmente previstos y con vulneración de su derecho de participación.

Se recuerda que la Ley Orgánica no es el resultado de un proyecto de ley del Gobierno, sino de una proposición de ley del Grupo Parlamentario Socialista, que apoya al Gobierno, así como que el requisito del informe previo del Consejo General del Poder Judicial es indisponible para el Gobierno, que debe acompañarlo al proyecto de ley remitido al Congreso como uno de los antecedentes necesarios (art. 88 CE). El Gobierno no puede utilizar al grupo parlamentario del mismo partido político como subterfugio para eludir la obligación que le impone el bloque de constitucionalidad. La exigencia de ese previo dictamen se establece como garantía para que diputados y grupos puedan ejercer su función con pleno conocimiento y en salvaguardia de las minorías y del control que les corresponde para evitar los excesos de la mayoría que sustenta al Ejecutivo. Se cita, respecto a los vicios del procedimiento legislativo y su conexión con la violación del art. 23 CE, la STC 27/2018, de 5 de marzo.

Si se conviene en que existe una identidad funcional entre el Gobierno y la mayoría política que lo sustenta, resulta fácil colegir que no cabe utilizar el cauce de la proposición de ley como medio para hurtar a los diputados y grupos de la minoría los informes y dictámenes exigidos por la ley y que sirven de soporte técnico imprescindible para el fundado ejercicio de la potestad legislativa. Aceptado lo anterior, es evidente que la exigencia del art. 561 LOPJ debe imponerse también a las proposiciones de ley presentadas por la mayoría política. Sentado lo anterior, y por aplicación de la doctrina de la STC 238/2012, ha de concluirse que la infracción del procedimiento ha de provocar la invalidez de la ley resultante, porque la opinión del Consejo General del Poder Judicial no se recabó ni llegó a conocimiento de los parlamentarios, y porque en el debate parlamentario las minorías hicieron extensa referencia a este vicio de procedimiento, según transcripciones que la demanda incorpora.

b) Los parlamentarios de la minoría protestaron también por la falta de informe de, entre otros organismos y singularmente, el Comité de Bioética de España, regulado en la Ley 14/2007, de 3 de julio, cuyo art. 78 le atribuye la función de emitir informes, propuestas y recomendaciones para los poderes públicos en asuntos con implicaciones bioéticas relevantes. Aunque no se especifique que ese dictamen sea preceptivo, difícilmente se encontrará otro asunto con implicaciones bioéticas de mayor relevancia que la aprobación de esta Ley Orgánica. Transcribe la demanda, tras ello, diversos pasajes del informe del Comité.

c) Se alude a continuación a declaraciones oficiales de corporaciones médicas en las que se rechaza la colaboración de los médicos para causar la muerte de un paciente: (i) declaración de octubre de 2019, de la Asociación Médica Mundial; (ii) posicionamiento ante la eutanasia y el suicidio asistido del Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos de España, de mayo de 2018; (iii) declaraciones publicadas por la Sociedad Española de Psiquiatría y Salud Mental y por la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, así como declaración oficial conjunta de los colegios de farmacéuticos, odontólogos y médicos de Madrid, textos todos que se aportan junto a la demanda; y (iv) declaración sobre dilemas éticos relativos al final de la vida, del Foro Iberoamericano de Entidades Médicas.

d) La tramitación como proposición de ley, de manera acelerada y durante un estado de alarma ha privado a la ciudadanía y a los parlamentarios de un debate imprescindible sobre una legislación que altera total y radicalmente la concepción de la vida humana y el derecho fundamental nuclear, lo que supone la inconstitucionalidad de la Ley Orgánica. Es un fraude de ley, en sentido técnico, que el Gobierno trate de eludir la aplicación del art. 561 LOPJ sirviéndose de la mayoría que lo apoya y, como dispone el art. 6.4 del Código civil, los actos realizados en fraude de ley no impedirán la debida aplicación de la norma que se hubiera tratado de eludir. La utilización por la mayoría política de un procedimiento ad hoc que elude recabar el informe del Consejo General del Poder Judicial supone una vulneración del art. 23 CE, en cuanto altera el proceso de formación de voluntad en el seno de las Cámaras y afecta, mediatamente, al derecho de los ciudadanos a la participación en los asuntos públicos a través de sus representantes. Se recuerda que el art. 69 RCD dispone que ningún debate podrá comenzar sin la previa distribución a todos los diputados, al menos con cuarenta y ocho horas de antelación, del informe, dictamen o documentación que haya de servir de base en el mismo y que su art. 124, al que remite el art. 89.2 del propio Reglamento, añade que las proposiciones de ley se presentarán acompañadas de una exposición de motivos y de los antecedentes necesarios para poder pronunciarse sobre ellas. De esta forma, el único medio para evitar el fraude que se denuncia es considerar que, cuando la proposición se presente por la misma mayoría que apoya al Gobierno, entre tales antecedentes necesarios e informes se han de incluir aquellos que preceptivamente debiera recabar el Gobierno en la presentación de un proyecto de ley.

La demanda concluye con la súplica de que (i) se declare la inconstitucionalidad y nulidad de la Ley Orgánica 3/2021, y (ii) subsidiariamente, que así se declaren los siguientes preceptos: arts. 1; 3 b), c), d), e) y h); 4.1; 5.1 c); 5.2; 6.4; 7.2; 8.4; 9; 12 a) apartado cuarto; 16; 17; 18 a) párrafo cuarto; disposiciones adicionales primera y sexta; y disposición final tercera (en relación con el art. 16.1 y la disposición adicional sexta). En otrosí se solicita, por las razones allí expuestas, la inmediata suspensión de la vigencia de la Ley Orgánica impugnada.

2. Por providencia de 23 de junio de 2021 el Pleno acordó, a propuesta de la Sección Tercera: (i) admitir a trámite el recurso de constitucionalidad; (ii) dar traslado de la demanda y documentos presentados [art. 34 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC)] al Congreso de los Diputados y al Senado, por conducto de sus presidentes, y al Gobierno, a través del ministro de Justicia, al objeto de que, en plazo de quince días, pudieran personarse en el proceso y formular las alegaciones que estimaren convenientes; (iii) denegar la suspensión solicitada en la demanda mediante otrosí, en aplicación de la doctrina del Tribunal (AATC 90/2010, de 14 de julio; 132/2011, de 18 de octubre; 229/2014, de 23 de septiembre, y 267/2014, de 4 de noviembre), y (iv) publicar la incoación del recurso en el “Boletín Oficial del Estado”.

3. Mediante escrito de 9 de julio de 2021, que tuvo entrada en el Tribunal en esa misma fecha, la Abogacía del Estado se personó en el procedimiento, en nombre del Gobierno, y solicitó se le concediera prórroga de ocho días más para la formulación de alegaciones. Por diligencia de ordenación del día 12 del mismo mes se tuvo por personado al abogado del Estado y se le prorrogó en ocho días más el plazo concedido para alegaciones a contar desde el siguiente al de expiración del ordinario.

4. Mediante escrito de 20 de julio de 2021, que tuvo entrada en el Tribunal el inmediato día 23, la presidenta del Congreso de los Diputados comunicó el acuerdo de la mesa en orden a que se diera por personada a la Cámara en el procedimiento y por ofrecida su colaboración a los efectos del art. 88.1 LOTC.

5. Mediante escrito de 21 de julio de 2021, que tuvo entrada en el Tribunal el inmediato día 26, el presidente del Senado comunicó el acuerdo de la mesa en orden a que se diera por personada a la Cámara en el procedimiento y por ofrecida su colaboración a efectos del art. 88.1 LOTC.

6. Mediante escrito de 1 de septiembre de 2021, con entrada en el Tribunal en la misma fecha, la Abogacía del Estado presentó sus alegaciones. Pueden resumirse como sigue:

A) Preliminar: la decisión libre de una persona de poner fin a su vida ante el marco constitucional español

Tras referirse al objeto del recurso y al de la propia Ley Orgánica impugnada, el abogado del Estado expone unas consideraciones preliminares acerca de la decisión libre de una persona de poner fin a su vida ante el marco constitucional español, en oposición a lo que considera una lectura errónea de la jurisprudencia constitucional y de la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el recurso, por más que, según advierte, el objeto de la Ley Orgánica 3/2021 se circunscribe a la decisión y petición de asistencia al Estado en un contexto eutanásico.

a) Comienza sus alegaciones subrayando que la distinción entre el hecho biológico de la vida humana y el derecho fundamental a la vida (art. 15 CE), ya afirmada por la STC 53/1985, permite afirmar que la vida es un bien jurídicamente protegido incluso en supuestos en que ratione personae no puede hablarse de la operatividad del derecho fundamental, como ocurre en el caso del nasciturus, así como que, ratione materiae, pues puede haber decisiones o actuaciones que, aunque afecten a la vida de una persona, quedan fuera del ámbito de aplicación material del derecho fundamental a la vida. Esta premisa, junto a la constatación de que el derecho a la vida protege a su titular frente a ataques de terceros (STC 120/1990 y STEDH asunto Osman c. Reino Unido), se ponen en conexión con dos consideraciones que, según se afirma, estarían indisolublemente interrelacionadas tanto en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (SSTC 120/1990, 137/1990 y 11/1991) como en la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (asunto Pretty c. Reino Unido). A saber, que el contenido protegido del derecho a la vida, dado su contenido de protección positiva, no comprende el derecho a exigir la causación de la propia muerte y que la decisión de prescindir de la vida es una manifestación de libertad del individuo no prohibida por el ordenamiento jurídico, en particular, por el art. 15 CE, que no configura un derecho-deber, como se sigue de su tenor literal en contraste con los arts. 3, 30 y 35 CE y de una interpretación sistemática de la Constitución (se cita, en particular, la dignidad humana). Esta doble constatación serviría para desvirtuar la afirmación absoluta e incondicionada de que el Estado debe proteger el derecho a la vida incluso frente a su titular.

b) El encuadramiento constitucional de la decisión libre y consciente de una persona de no seguir viviendo como una manifestación de libertad no prohibida por el ordenamiento (aunque no amparada por el art. 15 CE) no impide, a juicio del abogado del Estado, que el legislador pueda regular aspectos relacionados con ese agere licere.

Trae a colación, en cuanto a las facultades del legislador de regular aspectos en principio no previstos por el constituyente al redactar el catálogo de derechos y libertades, la STC 198/2012, de 6 de noviembre, respecto de la regulación del matrimonio entre personas del mismo sexo, que rechazó el alegato de que el constituyente, al redactar el art. 32 CE, no contemplaba las uniones de personas del mismo sexo y que la normativa impugnada desnaturalizaba la institución del matrimonio. Se apeló entonces a una lectura evolutiva de la Constitución y a una noción de cultura jurídica que hace pensar en el Derecho como fenómeno social vinculado a la realidad en que se desarrolla, así como al margen de apreciación que la Constitución reconoce al legislador cuando se trata de una opción no excluida por el constituyente. En tanto que la decisión voluntaria de una persona de poner fin a su vida es un acto fuera de lo regulado en el art. 15 CE, el margen de apreciación del legislador para regular este aspecto es especialmente amplio, máxime cuando en este caso el legislador atiende a una realidad social ya regulada en algunos países de nuestro entorno y examinada en varias ocasiones por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Pero además, defiende el abogado del Estado que, pese a lo que entiende el recurso, existen otros derechos o bienes jurídicos que están en juego o afectados con relación a las actuaciones de los poderes públicos al regular o adoptar decisiones vinculadas a la decisión libre y consciente de una persona de poner fin a su vida. En primer lugar, y de manera evidente, la dignidad de la persona y el libre desarrollo de su personalidad (art. 10.1 CE y SSTC 53/1985, de 11 de abril, y 192/2003, de 27 de octubre), pues la decisión de una persona de poner fin a su vida forma parte de su capacidad de autodeterminación y cualquier actuación que la desconozca supondría ignorar la dignidad del sujeto. Así se corrobora por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que claramente afirma que esa decisión personal está amparada por el derecho a la vida privada (art. 8 CEDH), interpretación que debe ser tenida en cuenta con arreglo al art. 10.2 CE (asuntos Pretty c. Reino Unido; Haas c. Suiza; Koch c. Alemania; Lambert y otros c. Francia, y Gross c. Suiza). Se añade que el Tribunal Constitucional también ha manifestado que en el derecho a la integridad corporal (art. 15 CE) está ínsito el de elegir someterse o no a cualquier tratamiento, incluso aunque con la negativa pueda comprometerse la vida del paciente (SSTC 154/2002, de 18 de julio, y 37/2011, de 28 de marzo). Por último, y con especial relevancia en el contexto eutanásico (art. 5.1 de la Ley Orgánica 3/2021), se cita el derecho a la integridad moral y a no sufrir tratos inhumanos o degradantes (art. 15 CE), que prohíben los comportamientos que cosifican al individuo (STC 181/2004, de 2 de noviembre).

De lo anterior se siguen dos conclusiones. En primer lugar, que no es cierto que en los supuestos que analizamos solo pueda tenerse en consideración la vida humana, pues en una situación en la que una persona no desea seguir viviendo, y más en un contexto eutanásico, han de ponderarse igualmente toda una serie de principios y derechos constitucionales que indudablemente amparan esa decisión o pueden verse afectados caso de desconocerla. Y, en segundo lugar, que una legislación, como la analizada, en la que se prevé la asistencia del Estado para que pueda morir con seguridad y dignidad quien libremente (con pleno conocimiento y sin injerencias externas) decide no seguir viviendo sirve, indudablemente, a que dichos bienes y derechos, empezando por la dignidad humana y la libre autodeterminación, puedan plenamente desarrollarse de acuerdo con la voluntad de su titular. Termina este apartado inicial de encuadramiento constitucional con la consideración de cuáles sean las obligaciones del Estado respecto de la decisión libre de una persona de poner fin a su vida a partir de un entendimiento distinto de la jurisprudencia constitucional sobre el deber del Estado de proteger el derecho a la vida frente a todos, incluido su titular.

En concreto, se sostiene que, a la luz de los pronunciamientos efectuados en las resoluciones sobre las huelgas de hambre de presos (SSTC 120/1990, 137/1990 y 11/1991), solo si existe un fundamento constitucional legítimo y con las debidas cautelas de proporcionalidad, puede el Estado imponerse sobre la voluntad de quien desea morir. En otros casos, fuera de aquellas excepciones, el Estado debe respetar la voluntad libre y consciente de quien decide poner fin a su vida.

Se insiste en que el ámbito de protección del derecho a la vida (art. 15 CE) no abarca las situaciones en que una persona libre y conscientemente no quiere seguir viviendo, como expone la STC 37/2011, de 28 de marzo, FFJJ 3 y 5, con cita de la previa STC 154/2002. Jurisprudencia que es asimismo consistente con la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (asuntos Keenan c. Reino Unido; Fernandes de Oliveira c. Portugal, y Haas c. Suiza), en la que queda claro que, salvo en los muy particulares casos de personas en situación vulnerable y bajo la custodia del Estado, el derecho a la vida no impone un deber del Estado de proteger al individuo contra los actos en los que voluntariamente pueda arriesgar su vida o ponerle fin; antes bien, la regla general es la de respetar dicha decisión libre y consciente.

c) El abogado del Estado subraya que ni el Tribunal Constitucional ni el Tribunal Europeo de Derechos Humanos han establecido que una previsión de ayuda, en determinadas circunstancias, a quien libremente decide morir sea per se contraria a los derechos reconocidos constitucional y convencionalmente, posición en consonancia con lo que revela un análisis de Derecho comparado.

Así se infiere de la jurisprudencia constitucional reseñada sobre el deber del Estado de respetar la decisión libre y voluntaria de morir y de que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, al abordar la aplicación de regímenes que prevén la posibilidad de asistencia a quien desea morir en un contexto eutanásico, en modo alguno haya cuestionado que dichas opciones legislativas sean per se contrarias al art. 2 CEDH, en particular en los asuntos Haas c. Suiza y Koch c. Alemania. Por el contrario, en la sentencia dictada en el primero de estos asuntos, el Tribunal declaró que los legisladores nacionales gozan de un amplio margen de apreciación.

También un análisis de Derecho comparado muestra cómo se va abriendo la posibilidad de admitir por los Estados de nuestro entorno la asistencia a quien decide poner fin a su vida, en especial en contextos eutanásicos. Señala que, dejando de lado la regulación y práctica de países fuera de nuestro entorno (Canadá, Colombia, ciertos Estados de EEUU) y ciñéndonos a Estados que, al igual que España, son parte del Consejo de Europa y están vinculados por el Convenio europeo de derechos humanos, existen dos clases de situaciones. Por una parte, países en los que se aborda la cuestión sobre la base de la despenalización de la asistencia al suicidio y, por otra, países en los que expresamente se regula la asistencia a morir en contextos eutanásicos. En el primer grupo estaría Suiza (donde la asistencia al suicidio solo es delito cuando se realiza por móviles egoístas, no siendo punible la asistencia al suicidio por omisión por motivos no egoístas), si bien, en relación con la punición penal, diversos tribunales constitucionales han declarado inconstitucional, por contrario al derecho a la libre autodeterminación, el castigo indiscriminado de la asistencia al suicidio (sentencias de la Corte Constitucional de Italia 242/2019; del Tribunal Constitucional alemán de 26 de febrero de 2020 y del Tribunal Constitucional de Austria de 11 de diciembre de 2020). En el segundo grupo figuran Bélgica (Ley relativa a la eutanasia, de 28 de mayo de 2002), Luxemburgo (Ley sobre eutanasia y suicidio asistido, de 16 de marzo de 2009) y Países Bajos (Ley de terminación de la vida a petición propia y suicidio asistido, de 1 de abril de 2002). También Portugal, donde la declaración parcial de inconstitucionalidad del decreto por resolución del Tribunal Constitucional de 15 de marzo de 2021 se debió solo a la falta de claridad o precisión de algunos aspectos de la norma, pero reconociendo a la vez que es constitucionalmente permisible la muerte asistida médicamente.

Estas amplias consideraciones preliminares se cierran con un recordatorio de que en el presente proceso constitucional se trata de determinar, en abstracto, la compatibilidad de la Ley Orgánica con las normas y principios constitucionales que integran, en cada caso, el parámetro de control (STC 14/2015), no de un debate político-ético que, por su naturaleza, es susceptible de diversas opiniones. En tal medida, el informe del Comité de Bioética de España tiene por único objeto ofrecer a la opinión pública un discurso sobre la base de consideraciones éticas que el propio informe reconoce comprometidas o sujetas a muy diversas “posiciones y sensibilidades”, y no puede ser base para atacar la constitucionalidad de la norma. Efectuadas estas consideraciones, el abogado del Estado descarta las tachas de inconstitucionalidad formuladas en el recurso por su orden.

B) La Ley Orgánica no vulnera el art. 15 CE

Descarta la alegación global de que la norma es inconstitucional por sacrificar el derecho a la vida, en tanto se apoya en postulados erróneos. De forma específica rechaza que exista una situación análoga a la apreciada en los casos de alimentación forzosa entre la administración penitenciaria y un interno respecto a la administración sanitaria y un paciente. Además de que es discutible que exista tal relación de sujeción especial, recuerda que la STC 120/1990 no se asienta en ese mero dato, sino que resulta esencial que la actuación del Estado se hallaba amparada en el art. 25.2 CE, precepto que no parece existir en orden a restringir los derechos de cualquier ciudadano.

A juicio del abogado del Estado, lo anterior bastaría para desestimar el recurso, pero insiste en que la Ley solo habilita la prestación de la asistencia para morir sobre la base de la libre voluntad, debidamente informada, del paciente, lo cual hace que estemos extramuros del contenido del derecho a la vida. Y resalta que, para asegurar que se da dicha voluntad libre y consciente y evitar un conflicto con las exigencias constitucionales de la vida, la ley se dota de toda una serie de garantías, articuladas a través de los requisitos para recibir la prestación (art. 5.1 CE) y del prolijo procedimiento que establece: forma de la solicitud, en todo momento revocable (art. 6), imposición de un proceso deliberativo entre una y otra solicitud y otro más tras la segunda (art. 8), necesidad de que los requisitos del art. 5 se verifiquen por otro médico independiente del responsable, con formación en el ámbito de patologías que padece el paciente [art. 3 e)], control adicional sobre tales requisitos por parte de la comisión de garantía y evaluación (arts. 10 y 17.1), regulación de las exigencias documentales que plasman todos los hitos del proceso, a lo que se añade la comunicación a la comisión tras la realización de la prestación (art. 12), lo que garantiza el cumplimiento de los requisitos y desincentiva cualquier infracción, y la advertencia expresa de la disposición adicional segunda, conforme a la cual las infracciones de lo dispuesto en la Ley se someten al régimen sancionador previsto en el capítulo VI del título I de la Ley 14/1986, general de sanidad, sin perjuicio de las responsabilidades civil, penal y profesional o estatutaria que puedan corresponder.

C) La Ley Orgánica no incurre en inconstitucionalidad por vulneración del derecho a la vida en relación con los deberes de protección impuestos en los arts. 43, 49 y 50 CE y del principio de proporcionalidad. Tras efectuar una serie de puntualizaciones sobre lo afirmado en el recurso, se abordan aquí las alegaciones sobre la falta de proporcionalidad de que adolecería la ley en la hipótesis de admitir la necesidad de ponderar la vida con otros derechos.

a) Se efectúan las siguientes correcciones respecto de determinados asertos de la demanda:

(i) No es cierto que el legislador defina cuándo la vida “se torna indigna”, sino que se limita a establecer, con notables cautelas, el contexto eutanásico, caracterizado por su gravedad, y es en dicho contexto donde el individuo, libre y consciente, puede decidir si desea no seguir viviendo y pedir la asistencia del Estado en tal delicada situación.

(ii) Además de manifiestamente exageradas, son infundadas y especulativas las alegaciones de que la Ley abre una “pendiente resbaladiza” y una “silenciosa coacción” para personas de edad y personas con discapacidad, lo que carece de todo soporte probatorio, además del cuidado que tiene la Ley al definir los presupuestos para solicitar la prestación y las garantías formales y procedimentales que aseguran que la decisión se toma debidamente informada, libre y conscientemente. Son alegaciones fuera de lo que debe ser objeto de apreciación en un recurso de inconstitucionalidad, al referirse a especulaciones sobre la ulterior aplicación de la Ley (STC 185/2016, de 3 de noviembre).

b) Juicio de proporcionalidad

(i) El abogado del Estado rechaza el alegato de que no procedería un juicio de proporcionalidad, porque el derecho a la vida no cede frente a ningún otro, con base en su entendimiento de que la decisión libre y voluntaria de poner fin a la vida queda extramuros de dicho derecho. En puridad no puede hablarse de un conflicto de derechos, porque al ejercer tal facultad, el individuo ni está ejerciendo ni está lesionando el derecho fundamental a la vida, sino una facultad de libre autodeterminación que sí amparan otros principios o derechos constitucionales o convencionales.

Sin embargo, defiende, ello no obsta a que el legislador preste la debida consideración al bien jurídico de la vida y busque el adecuado equilibrio con la libertad, la dignidad y demás principios y derechos. La ponderación es necesaria, ya que el debido respeto del bien jurídico que es la vida exige no solo precisar el presupuesto para acceder a la eutanasia, sino también los mecanismos para garantizar que dicha decisión sea libre, consciente e informada y no haya una indebida afectación del art. 15 CE. En otro sentido, el debido respeto a la libre autodeterminación y a la dignidad, así como a no sufrir tratos inhumanos o degradantes, exige que las restricciones que puedan imponerse a la realización de esa facultad de autodeterminación sean razonables. Sorprende que el recurso considere imposible esa ponderación cuando la misma está presente en la jurisprudencia constitucional (SSTC 53/1985, FFJJ 3 y 8, y 11/1991, FFJJ 2 y 4) y en la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (sentencias en los asuntos Pretty c. Reino Unido, y Haas c. Suiza). En el presente caso la Ley Orgánica hace una ponderación entre estos bienes jurídicos, como deja claro su preámbulo.

(ii) Dicho lo anterior, el abogado del Estado se opone a la alegación del recurso de que tal ponderación legal no superaría las exigencias de legalidad, finalidad legítima y proporcionalidad que la jurisprudencia constitucional establece para las normas que limitan derechos fundamentales. Insiste en que no existe aquí en puridad restricción de derecho alguno, de tal modo que, en principio, no ha de aplicarse el baremo que se exige a las normas verdaderamente restrictivas de derechos fundamentales. Pero, incluso aplicando estrictamente ese baremo, considera que la Ley Orgánica cumpliría claramente sus exigencias.

En lo que a la legalidad y los requisitos de rango legal, previsibilidad y certeza se refiere, niega que la definición del contexto eutanásico sea tan amplia que, según dice la demanda, quepa “cualquier cosa” y, en particular, cualquier persona de avanzada edad, o con discapacidad. El contexto se concreta en el art. 5.1, como uno de los presupuestos fácticos para poder recibir la prestación de ayuda para morir (“[s]ufrir una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante en los términos establecidos en esta Ley, certificada por el médico responsable”). Además de este tenor literal, el legislador acota aún más ambos conceptos en el art. 3, donde, bajo el rótulo “definiciones”, describe lo que se entiende por “padecimiento grave, crónico e imposibilitante” y por “enfermedad grave e incurable”, conceptos que deben evaluarse en su integridad. Esta última ha de reunir tres requisitos (sufrimientos físicos o psíquicos constantes e insoportables, que no tengan posibilidad de alivio que la persona considere tolerable y con pronóstico de vida limitado, en un contexto de fragilidad progresiva). El primero queda igualmente acotado en este art. 3 (limitaciones que inciden directamente sobre la autonomía física y actividades de la vida diaria y que no permitan al paciente valerse por sí mismo, afectando a su capacidad de expresión y relación; sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece; seguridad o gran probabilidad de que tales limitaciones vayan a persistir en el tiempo, sin posibilidad de curación o mejoría apreciable y por último, a título ejemplificativo, que dicho padecimiento pueda suponer la dependencia absoluta de apoyo tecnológico).

El precepto precisa suficientemente ambos conceptos, dejando el margen de apreciación necesario para que los profesionales involucrados (médicos responsable y consultor, así como la comisión de garantía y evaluación) puedan valorar la concurrencia de estos requisitos de acuerdo con la normativa sanitaria y los protocolos aprobados por el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud. A estas previsiones se sumarían las garantías procedimentales que la Ley prevé para asegurar que se dan los presupuestos del art. 5 (en particular, arts. 8 y ss.), donde destaca la verificación a lo largo del procedimiento de la existencia de una situación de padecimiento o enfermedad con las exigencias legales por al menos tres profesionales médicos y un jurista.

Por lo que hace a la finalidad constitucionalmente legítima, se reitera que la decisión de una persona de poner fin a su vida queda fuera del ámbito de aplicación del derecho a la vida y que esa decisión se halla amparada por derechos y principios constitucionales, como la libertad, la dignidad y, particularmente, la autodeterminación, además de la integridad corporal. Asimismo, que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha declarado reiteradamente que esa decisión se halla protegida por el derecho a la vida privada. A lo que habría que añadir otros derechos en juego, cuya relevancia es especialmente significativa en un contexto eutanásico, como el derecho a no sufrir tratos inhumanos o degradantes. Esos derechos y principios constitucionales constituyen el fin constitucionalmente legítimo que persigue la Ley Orgánica. Con el añadido de que no suprime ningún derecho, sino que añade uno, prestacional, a los ya existentes, y en esa medida no puede entenderse que sea contraria a los arts. 43 y 49 CE.

En tercer lugar se rechaza que la ley haya optado por la restricción más drástica (provocar la muerte) sin que previamente se hayan universalizado los cuidados paliativos como medida menos injerente. Más allá de que el Tribunal Constitucional haya interpretado restrictivamente la procedencia de una declaración de inconstitucionalidad por omisión (STC 24/1982, de 13 de mayo, FJ 3), como sería el caso, y que la misma no ha de suponer la nulidad de la norma impugnada (STC 273/2005, de 27 de octubre, FJ 9), la mera alegación de que el legislador no ha contemplado esa previsión en una norma que simplemente añade un derecho prestacional a los existentes no puede servir para anularla. En cualquier caso el recurso carece de razón, porque la prestación de ayuda para morir no supone una eliminación de las ya existentes y no excluye la atención paliativa.

Recuerda que la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud, garantiza la atención paliativa al paciente en situación terminal [arts. 12.2 g) y 13.2 f)], que constituye una prestación diferenciada de la ayuda para morir (Real Decreto 1030/2006, de 15 de septiembre, y Estrategia en cuidados paliativos del Sistema Nacional de Salud, de 17 de marzo de 2007), habiéndose llevado a cabo, desde 2015, un proceso de identificación de buenas prácticas en cuidados paliativos del Sistema Nacional de Salud. Añade que el paciente, aun en un contexto eutanásico, puede siempre optar entre la prestación de asistencia para morir o continuar viviendo con cuidados paliativos, lo que se refuerza en la Ley, sin que esas garantías [arts. 5.1 b), 4.2, 8.1 y 10.1] puedan ser tachadas, como la demanda hace, de mero formalismo.

D) La Ley Orgánica no incurre en inconstitucionalidad por vulneración de los arts. 15, 24, 53.2 y 106 CE. Bajo tal epígrafe se analizan las alegaciones relativas a la falta de garantías de motivación y control jurisdiccional de las decisiones administrativas favorables a la eutanasia y al incumplimiento del deber de investigar las muertes de personas bajo la jurisdicción del Estado. El abogado del Estado aprecia en todas ellas una quiebra lógica, pues por el mero hecho de que la Ley Orgánica no regule aspectos ya regulados en leyes administrativas o penales, el legislador no estaría impidiendo su aplicación. Pero, además, rechaza los tres aspectos cuestionados.

a) En cuanto al deber de motivar, argumenta que, si bien es cierto que la Ley solo hace una referencia expresa a la motivación de las decisiones desestimatorias de la prestación de ayuda a morir (art. 7.1), ello no es sino una garantía expresa para que el paciente pueda conocer los elementos que le permitan impugnar tal decisión (arts. 7.2 y 18.1), sin que el recurso aclare el fundamento constitucional que exige que una resolución que no restringe sino que favorece la libre autodeterminación del paciente haya de motivarse de una determinada forma. En cualquier caso, el debate es en cierto punto superfluo, pues examinado el conjunto de documentos que constituirán el expediente, no podrá decirse que la resolución que conceda la prestación resultará “inmotivada”.

b) Por lo que se refiere al control jurisdiccional, considera que lo que los recurrentes echan de menos, una autorización judicial para la concesión de la prestación o, al menos, su impugnabilidad ante los órganos jurisdiccionales o la posibilidad de reclamar respecto de una decisión favorable, no solo no es una exigencia que la Constitución imponga, sino que sería contraria a la propia libertad y dignidad del sujeto (arts. 1 y 10 CE). Según su criterio, cabe hacer tres objeciones a someter el ejercicio de este derecho personalísimo a la necesaria autorización de un juez o al ejercicio de un derecho de opinión o de veto de familiares o amigos. Supondría tanto como negar la esencia de la libre autodeterminación, al quedar supeditada a una voluntad externa, aun cuando dicha decisión de morir forma parte de la libre determinación de la persona (sentencia en el asunto Pretty c. Reino Unido); carece de fundamento en el art. 15 CE, que no impone el deber de vivir, y se opone al carácter personalísimo de los derechos concernidos, que impide que puedan ejercerse por otro (ATC 242/1998, de 11 de noviembre, confirmado por la decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el asunto Sanlés Sanlés c. España). La STC 53/1985 dejó claro, respecto del aborto, que no era necesaria la previa declaración judicial de la violación para que el aborto pudiera practicarse y rechazó (FJ 13) la alegación de que se requiriera el consentimiento de persona distinta de la mujer (el otro progenitor del feto) con razonamientos que deben aplicarse en este caso y con mayor razón, dado que no hay más vida afectada que la de aquel que toma la decisión de no seguir viviendo.

A todo lo anterior suma que la resolución favorable que habilita a la prestación de la asistencia para morir es un acto de la comisión de garantía y evaluación en el ejercicio de la verificación previa (art. 10) y que estas comisiones tienen la naturaleza de órganos administrativos (art. 17.2), de modo que sus decisiones son susceptibles siempre de control jurisdiccional a instancia de quien alegue y acredite un interés legítimo (art. 106 CE y Ley 29/1998).

c) En lo relativo al deber de perseguir conductas contrarias al ordenamiento, se alega frente al recurso que ni el art. 15 CE ni el art. 2 CEDH imponen al Estado la obligación de investigar cualquier muerte, cualquiera que sea su causa, lo que, por otro lado, resultaría imposible de hecho. El art. 2 del Convenio impone la obligación de garantizar el derecho a la vida mediante disposiciones penales para disuadir de la comisión de ofensas contra la persona (asunto Mustafa Tunç y Fecire Tunç c. Turquía) y claramente no se da una ofensa contra la vida si es la propia persona la que libre y voluntariamente quiere morir, supuesto en el que no hay un ataque de un tercero contra su derecho a la vida. Se recuerda que la punición de conductas sin tener en cuenta las libres decisiones de la persona afectada y derechos como la libertad de conciencia puede llevar a entender que una pena sea contraria a tales derechos fundamentales (STC 154/2002, de 18 de julio). También que la defensa de la vida como bien jurídico mediante normas penales no tiene carácter absoluto (STC 53/1985, FJ 7) y que no es constitucionalmente obligado responder a conductas infractoras mediante el Derecho penal (STC 212/1996, de 19 de diciembre).

No estamos —se aclara— ante una despenalización de conductas que atenten contra la vida humana. La disposición adicional primera (relativa a la consideración legal como muerte natural de la que es consecuencia de la prestación de ayuda para morir) debe ponerse en relación con la disposición final primera, que modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código penal. Se despenaliza única y exclusivamente la cooperación al fallecimiento de una persona cuando se ha realizado con estricta sujeción a los presupuestos y procedimientos previstos en la Ley Orgánica 3/2021. Si, bajo el alegado amparo de esta Ley, se produce una muerte que no respeta lo que se dispone en ella, y por tanto decae el presupuesto de que la muerte se haya realizado con base en la voluntad libre y consciente del paciente y con las debidas garantías, el infractor afrontará las responsabilidades establecidas por la Ley (disposición final segunda).

E) No se ha producido ninguna vulneración de los arts. 15, 24 y 53.2 CE en la aplicación de la eutanasia a personas con una “incapacidad de hecho”.

a) La demanda parte de una lectura errónea de los efectos de que concurra la situación de incapacidad de hecho (art. 5.2) así como de la definición de su presupuesto y del control de su apreciación. De darse esta situación de incapacidad, según valora, los requisitos para poder acceder a la prestación no se “relajan” a criterio del médico responsable, sino que se restringen notablemente. En tal caso, la prestación de asistencia a morir solamente procederá si el paciente ha suscrito con anterioridad un documento de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos (art. 5.2) y si los estrictos términos de dichos documentos así lo admiten y en los términos en que lo admitan (arts. 5.2 y 9).

Matiza, asimismo, la afirmación de que se permite que un tercero, representante del solicitante o un médico, solicite, sin tutela judicial alguna, la muerte de un supuesto incapaz de hecho. A juicio del abogado del Estado, tanto el art. 6.4 como el art. 12 a) apartado 4 de la Ley Orgánica, en línea con lo expresado en el preámbulo, muestran que la presentación de la solicitud “en nombre del paciente” por alguna de las personas mencionadas supone, en puridad, el traslado de la voluntad previamente expresada del paciente en un documento de instrucciones previas.

b) Rebate a continuación que el concepto de “incapacidad de hecho” (art. 3) ofrezca problemas para su razonable comprensión. La falta de “entendimiento y voluntad suficientes” para autodeterminarse [art. 3. h)] es cuestión fáctica que requiere un examen caso a caso y no mayor concreción que la que aquí hace la Ley, dada la multiplicidad de causas que pueden impedir a una persona gobernarse por sí misma. Por otro lado, la Ley Orgánica no tiene claridad o concreción menor que la que, para supuestos similares, establecen otras normas (art. 200 del Código civil, por ejemplo), observándose que la legislación autonómica sobre atención a personas al final de su vida viene utilizando, desde 2010, terminología similar (art. 5 de la Ley del Parlamento de Andalucía 2/2010, de 8 de abril; art. 5 de la Ley de la Asamblea de Madrid 4/2017, de 9 de marzo; y art. 5 de la Ley de las Cortes Valencianas 16/2018, de 28 de junio).

Tampoco comparte la queja del recurso de que debe ser el juez el que determine esta incapacidad de hecho, que no sería más que una garantía adicional para evitar que pueda aplicarse la prestación de ayuda para morir a quien no tenga plenas capacidades para autodeterminarse. Efectivamente, si sobre una persona ya ha recaído una sentencia de incapacitación (o una sentencia sobre medidas de apoyo, de acuerdo con la Ley 8/2021, de 2 de junio), habrá que estar a lo que haya determinado el juez sobre su capacidad; no obstante lo cual, por mandato de la Ley Orgánica impugnada, los médicos y la comisión deberán comprobar que se dan los presupuestos de su art. 5. Pero si no se ha iniciado un procedimiento sobre adopción de medidas judiciales a personas con discapacidad, o si está en curso, o si en su momento se inició un procedimiento de incapacitación, pero el juez no constató la falta de capacidad intelectiva o volitiva, aun así los médicos deberán comprobar si se da o no tal incapacidad de hecho, aún no declarada judicialmente, en el momento de tramitarse la solicitud y, si se constata, no se podrá reconocer la prestación de ayuda para morir salvo que en un momento previo el paciente hubiera otorgado legalmente instrucciones. A ello añade que la Ley no solo define con suficiente precisión la situación de incapacidad de hecho, sino que establece en el procedimiento una serie de garantías a fin de verificar si se dan los presupuestos del art. 5, incluidos los de su número 2 (que abarcan tanto esa incapacidad como la existencia de instrucciones previas). Quien hace esa verificación no es solo el médico responsable, sino también el médico consultor y finalmente la comisión de garantía y evaluación.

c) En cuanto a las instrucciones previas o documento equivalente, el abogado del Estado sostiene que la censura del recurso (según la cual el médico podría acudir a cualquier tipo de documento en el que se hubiera expresado un deseo o manifestación en momento vital ya superado), no se corresponde con lo que dice la Ley, que no se refiere a cualquier documento, sino, en primer lugar, a las instrucciones previas (art. 11 de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre). Sobre la base de este último precepto, cada servicio de salud ha implantado los procedimientos y modelos análogos con distintas denominaciones (instrucciones previas, voluntades anticipadas, etc.) y de ahí que la Ley Orgánica no establezca un nomen iuris determinado. El proceso de elaboración y suscripción del documento de instrucciones previas varía en cada comunidad autónoma, si bien todas ellas han incorporado garantías y controles para asegurar la libre manifestación de la voluntad del paciente, como la firma del documento ante notario o varios testigos. Por tanto, la Ley no equipara el documento de instrucciones previas a cualquier instrumento, sino al que esté reconocido legalmente con los mismos efectos del art. 11 de la Ley 41/2002. Recuerda que es esencial en este tipo de documentos su revocabilidad (art. 11.4), de modo que mientras la persona tenga capacidad se entiende que desea que sigan vigentes.

F) No se da la alegada inconstitucionalidad de los arts. 5.2 y 17.5, y de la disposición adicional sexta, por infracción de la reserva de ley orgánica y de la reserva de ley. No aprecia el abogado del Estado las tachas de inconstitucionalidad reseñadas, que el recurso vincula a la facultad de dictar criterios de aplicación de la Ley por el Ministerio de Sanidad, por los presidentes de las comisiones y, en particular, por el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud.

Razona que las previsiones cuestionadas no infringen la reserva de ley orgánica, que en todo caso debe ser considerada restrictivamente (SSTC 5/1981, de 13 de febrero, y 173/1998, de 23 de julio), en tanto no se refieren a la regulación de aspectos esenciales de los derechos implicados. Propiamente no tienen carácter normativo, sino que son guías prácticas o recomendaciones, y su finalidad es establecer pautas que aseguren la debida coordinación y correcta aplicación de la Ley, teniendo en cuenta, de un lado, el carácter técnico de la materia y, de otro, el carácter descentralizado del sistema de salud. A su entender, el carácter no regulatorio de estos manuales y protocolos queda claro en la disposición adicional sexta y su sentido orientativo en la definición de las competencias de la comisión [art. 18 c)]. Y así puede verificarse empíricamente, pues, de acuerdo con el mandato de la disposición adicional sexta, el Ministerio de Sanidad y las comunidades autónomas aprobaron el 7 de junio de 2021, en el seno del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, el Manual de buenas prácticas en eutanasia, así como el Protocolo de actuación para la valoración de la situación de incapacidad de hecho, cuyo objeto es establecer un conjunto de recomendaciones que orienten a los profesionales sanitarios y a las administraciones sanitarias en la puesta en práctica de la Ley.

G) No se ha producido vulneración alguna del derecho de objeción de conciencia de los profesionales sanitarios. Se rechaza aquí que el deber de manifestación anticipada y por escrito de la objeción y la regulación de un registro de profesionales sanitarios objetores vulnere la reserva de ley orgánica y limite desproporcionadamente el derecho.

a) El abogado del Estado advierte que no solo la reserva de ley orgánica tiene un alcance restrictivo, que abarca lo que desarrolle la Constitución de manera directa y los elementos esenciales para la definición del derecho fundamental, sino que la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios (englobada en la libertad de conciencia del art. 16 CE) no necesita ser expresamente recogida por el legislador (STC 53/1985, FJ 14), aunque sí viene enunciada en el art. 3 f), que tiene rango de ley orgánica (disposición final tercera). Visto esto, entiende que el art. 16.1 no es norma que esté determinando los elementos esenciales para el ejercicio de un derecho, sino que establece un deber meramente formal, exigible solo a profesionales directamente implicados en la prestación, de formular dicha intención anticipadamente y por escrito, pero sin exigir una determinada anticipación que, de no cumplirse, implique la pérdida del derecho. No se trata, en suma, de una norma destinada a fijar el contenido esencial del derecho, por lo que no entra dentro del alcance de la reserva de ley, siendo su finalidad posibilitar la organización de la administración para la efectiva prestación de la asistencia de ayuda para morir.

b) Sostiene que esta misma finalidad es la que persigue el art. 16.2 cuando mandata a las administraciones sanitarias para la creación de un registro de profesionales sanitarios objetores de conciencia. El objetivo final del registro es asegurar la prestación efectiva de la ayuda para morir, sin que la legítima objeción de conciencia de los profesionales involucrados pueda afectar al normal desarrollo del proceso o a la dignidad del paciente. La única salvedad, respecto del art. 16.1, es que aquí está implicado el derecho fundamental a la intimidad y a la protección de datos personales (art. 18 CE), lo que justifica que el legislador le confiera rango orgánico. Se cita al respecto la STC 151/2014, de 25 de septiembre, FJ 5.

c) Manifiesta el abogado del Estado que, si el registro, en cuanto tal, no requeriría siquiera ley orgánica, menos aún una cuestión más simple como es la mera comunicación por escrito para ejercer la objeción de conciencia; requisitos que no son, frente a lo que el recurso aduce, desproporcionados, máxime cuando el ejercicio del derecho no se condiciona a que la declaración de objeción de conciencia se haya inscrito previamente en el registro y así se señala por el Manual de buenas prácticas en eutanasia aprobado por el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, que reconoce también la objeción sobrevenida y la reversibilidad de esta decisión.

H) La Ley Orgánica no ha vulnerado el art. 23 CE en conexión con el Reglamento del Congreso de los Diputados. Las alegaciones del abogado del Estado terminan con la contestación al motivo del recurso de lesión del art. 23 CE por el fraude de ley que supone la tramitación de la Ley como proposición y haberse efectuado durante la vigencia del estado de alarma.

a) Niega que puedan atenderse las alegaciones de fraude por el hecho de que los grupos parlamentarios que apoyan al Gobierno hayan “eludido” la tramitación prevista para los proyectos de ley y la petición de los informes que en esa tramitación se prevén. Ni la ley es producto de un proyecto de ley ni cabe identificar la proposición de Ley con el Gobierno. Son las Cortes Generales las que han elaborado y aprobado esta Ley, y en virtud de su autonomía y funciones constitucionalmente reconocidas pueden tramitarla, conforme a los reglamentos parlamentarios, tramitación respecto de la que ninguna tacha se hace en el recurso. La iniciativa legislativa a través de proposiciones de ley corresponde al Congreso y al Senado (art. 87 CE), y solo se exige que la proposición venga acompañada de una exposición de motivos y de los antecedentes necesarios para pronunciarse sobre ella, entre los que no está incluido ninguno de los informes a los que hace referencia la demanda (arts. 124 y ss. RCD). Aclara que la STC 238/2012 invocada no expresa lo que afirma la demanda, ya que se trataba en el caso de un proyecto de ley, no se menciona en el recurso que algún diputado o senador solicitara informes y es desestimatoria. Por otro lado el Congreso podría haber hecho, pero no lo hizo, uso de su facultad de solicitar antecedentes al Gobierno (art. 109 RCD). Estamos, en definitiva, ante una Ley válidamente aprobada por el procedimiento legislativo iniciado a partir de una proposición de ley formulada por los parlamentarios en el ejercicio de los derechos reconocidos en la Constitución, que no pierden por haber posibilitado previamente la investidura del Gobierno de la Nación.

b) También estima que la alegada vulneración del art. 23 CE por haberse tramitado la Ley “aceleradamente” durante el estado de alarma carece de soporte. El derecho de participación política no se vio limitado, ni podría haberlo sido, por la declaración del estado de alarma y para ello las Cortes Generales adoptaron una serie de medidas para que su actividad se viera perturbada lo menos posible, tratando de priorizar el efectivo cumplimiento de sus funciones constitucionales.

En realidad, los recurrentes no impugnan la Ley basándose en motivos procedimentales, no alegan ningún vicio procedimental concreto ni tampoco el incumplimiento de trámite alguno. Aluden de manera confusa, sin alegación específica, a una serie de argumentos que afectan indistintamente a la tramitación parlamentaria y a la gubernamental, confundiendo ambos procedimientos de tramitación, que no solo se desarrollan en órganos distintos, sino que están sujetos a normas diferentes, cuyo eventual incumplimiento genera también consecuencias diversas. Y subraya finalmente que, por lo demás, de la tramitación tanto en el Congreso como en el Senado se comprueba el gran número de enmiendas presentadas por los diversos grupos que fueron discutidas tanto en la comisión como en el pleno, lo que anula cualquier argumentación sobre la vulneración en su tramitación del art. 23, si es que se considerase que podría tener base alguna. Sin olvidar tampoco el amplio apoyo que la Ley tuvo en su votación final en el Congreso (202 votos a favor, 141 en contra y dos abstenciones).

El escrito de la Abogacía del Estado concluye con la súplica de que se dicte sentencia por la que se desestime en su integridad el recurso de inconstitucionalidad.

7. Por providencia de 21 de marzo de dos mil veintitrés, se señaló para deliberación y votación de la presente sentencia el día 22 del mismo mes y año.

II. Fundamentos jurídicos

1. Objeto del recurso de inconstitucionalidad

Los cincuenta diputados del Congreso que han interpuesto este recurso impugnan en su totalidad la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia (LORE, en lo sucesivo), y también, subsidiariamente, determinados preceptos de este texto legal, a saber: art. 1; art. 3, apartados b), c), d), e) y h); art. 4.1; art. 5, apartados 1 c) y 2; art. 6.4; art. 7.2; art. 8.4; art. 9; art. 12 a), apartado cuarto; art. 16; art. 17; art. 18 a), párrafo cuarto; disposiciones adicionales primera y sexta; y disposición final tercera, en relación con el art. 16.1 y con la disposición adicional sexta.

En lo que antecede han sido expuestas con el necesario detalle las censuras de inconstitucionalidad formuladas por los recurrentes, así como las alegaciones que la Abogacía del Estado opone en defensa de la validez de la LORE ante tales reproches. Tanto unas como otras se recordarán en los apartados correspondientes de la fundamentación jurídica de esta sentencia, al hilo del examen de cada uno de los motivos de impugnación. Con todo, resulta pertinente para facilitar la comprensión del discurso sintetizar aquí los fundamentos jurídicos de la demanda.

La impugnación de alcance general se sustenta en dos fundamentaciones de muy diversa naturaleza, una formal y otra material:

a) Se aduce, de una parte, que la LORE estaría afectada por un vicio de carácter formal en su proceso de elaboración y aprobación parlamentaria. Según los recurrentes, a pesar de que la LORE no tuvo su origen en un proyecto de ley gubernamental, sino en una proposición de ley orgánica, durante su tramitación parlamentaria debería haberse recabado el previo informe del Consejo General del Poder Judicial previsto para ciertos proyectos de ley en el art. 561.1 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial (LOPJ), dada la “identidad funcional” entre el Gobierno y la mayoría que le da apoyo en la Cámara. El uso de la proposición de ley supone, de lo contrario, un “fraude de ley” mediante el que el Ejecutivo se sirve de la mayoría parlamentaria en la que se sustenta para eludir la intervención del Consejo General del Poder Judicial y privar con ello a las minorías de una información relevante en el procedimiento legislativo, con daño, en suma, para los derechos enunciados en el art. 23 CE. Esa misma lesión se derivaría también, según la demanda, de la tramitación de la proposición de ley de manera acelerada y durante un estado de alarma, que habría privado a la ciudadanía y a los parlamentarios de un debate imprescindible sobre una legislación que altera total y radicalmente la concepción de la vida humana y el derecho fundamental nuclear.

b) Se afirma asimismo, ya en un plano sustantivo, que la LORE consagra, a partir de sus arts. 1, 4.1 y 13, un “derecho a exigir que el Estado provoque la propia muerte”, lo que vulneraría frontalmente el derecho fundamental a la vida (art. 15 CE), de carácter “absoluto”, y en unos términos que se proyectarían sobre “la totalidad del articulado”. Además de la mención crítica, al respecto, de unos u otros preceptos de la LORE, al desarrollar esta pretensión principal los recurrentes rebaten determinados pasajes de su preámbulo a efectos de negar que la eutanasia cuente —en contra de lo que en esa exposición del legislador se daría a entender— con un fundamento constitucional positivo, lo que se hace de la mano de la calificación como “inconstitucional”, en tales extremos, del propio preámbulo, por más que los recurrentes reconozcan de inmediato que ese texto sin valor normativo no puede “ser objeto de declaración de inconstitucionalidad”. Adicionalmente, y aunque —según el planteamiento de la demanda— el carácter absoluto del derecho fundamental a la vida determina la improcedencia de todo examen de proporcionalidad de la regulación establecida por la LORE, con carácter subsidiario se denuncia que tampoco superaría el juicio de proporcionalidad, pues no satisfaría los requisitos de legalidad, adecuación, necesidad ni proporcionalidad en sentido estricto, infringiendo además los deberes de protección derivados de los arts. 43, 49 y 50 CE.

Por su parte, las impugnaciones planteadas frente a preceptos singulares de la LORE son, en síntesis, las siguientes:

a) Los arts. 7.2, 8.4, 17 y 18 a) párrafo cuarto, así como la disposición adicional primera de la LORE, serían contrarios a la Constitución por no garantizarse en estos preceptos el debido control sobre las decisiones que faciliten o reconozcan la “prestación de ayuda para morir” regulada en la Ley, por sustituir el necesario control judicial por controles meramente administrativos y por infringir el deber del Estado de investigar las causas de la muerte de las personas situadas bajo su jurisdicción. Se invocan al respecto los arts. 15, 24, 53.2, 106 y 117 CE.

b) Los arts. 3, puntos d), e) y h); 5.1 c); 5.2; 6.4; 9, y 12 a), párrafo cuarto, LORE, así como su disposición adicional sexta, párrafo segundo, serían inconstitucionales por lo que hace a la regulación de la llamada “situación de incapacidad de hecho”. Se invocan los arts. 15, 24 y 53.2 CE.

c) Los arts. 5.2, párrafo segundo, y 17.5 LORE, así como sus disposiciones adicional sexta y final tercera, serían inconstitucionales en lo que tienen de remisión a instancias administrativas para el complemento de un modo u otro de determinados aspectos de la regulación legal. Se invocan el art. 15 CE (en relación con el art. 9.3 CE) y los arts. 53.1 y 81.1 CE.

d) Por último, y en lo que se refiere a la objeción de conciencia, el art. 16.2 LORE y su disposición final tercera (en su relación, esta última, con el art. 16.1) serían contrarios al derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa y a la reserva de ley orgánica, con infracción de los arts. 16.2 y 81.1 CE.

2. Alcance y orden del enjuiciamiento

Antes de examinar los concretos motivos de inconstitucionalidad denunciados en el recurso procede realizar una serie de consideraciones preliminares acerca de (a) el alcance del control de constitucionalidad que compete realizar a este tribunal, (b) la delimitación del concreto objeto de enjuiciamiento en el presente proceso y (c) la estructura de examen que se seguirá para la resolución del recurso.

a) Alcance del control de constitucionalidad

La intervención del legislador en un ámbito tan extremadamente delicado como el de la finalización de la vida de una persona con ayuda de terceros en contextos de sufrimiento extremo, ámbito en el que se entrecruzan, por lo demás, valoraciones extrajurídicas de diverso signo, exige partir de un elemental recordatorio acerca de la función que corresponde desempeñar a este tribunal en el marco del presente proceso y de los límites de nuestra jurisdicción frente al legislador.

Desde sus primeros pronunciamientos, el Tribunal ha venido afirmando que la norma fundamental ofrece cobertura a plurales “opciones políticas” y “de muy diferente signo”, siempre que no la contradigan (STC 11/1981, de 8 de abril, FJ 7). De modo que “el legislador no ejecuta la Constitución, sino que crea Derecho con libertad dentro del marco que esta ofrece” (por todas, STC 209/1987, de 22 de diciembre, FJ 3). En otras palabras, la Constitución no es un programa cerrado, sino un texto abierto, “un marco de coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diferente signo”, como corresponde a un ordenamiento constitucional que consagra como uno de sus valores superiores el pluralismo político (art. 1.1 CE). “La labor de interpretación de la Constitución no consiste necesariamente en cerrar el paso a las opciones o variantes imponiendo autoritariamente una de ellas. A esta conclusión habrá que llegar únicamente cuando el carácter unívoco de la interpretación se imponga por el juego de los criterios hermenéuticos. Queremos decir que las opciones políticas y de gobierno no están previamente programadas de una vez por todas, de manera tal que lo único que cabe hacer en adelante es desarrollar ese programa previo” (STC 11/1981, FJ 7).

De ello se sigue que “en el juicio a la ley, este tribunal no ha de hacer las veces del legislador […], constriñendo su libertad de disposición allá donde la Constitución no lo haga de manera inequívoca” (STC 191/2016, de 15 de noviembre, FJ 3, sobre la base de lo ya dicho en la STC 19/1988, de 16 de febrero, FJ 8). La función del Tribunal al realizar el juicio de constitucionalidad consiste en fijar los límites dentro de los cuales puede moverse libremente el legislador al convertir en ley sus opciones políticas, plasmar sus preferencias ideológicas y sus juicios de oportunidad, como afirmáramos ya en la STC 4/1981, de 2 de febrero, FJ 3. Libertad del legislador que deriva de su legitimidad democrática, de su naturaleza como representante en cada momento histórico de la soberanía popular (art. 66 CE). “La ley, como emanación de la voluntad popular, solo puede ser en principio derogada o modificada por los representantes de esa voluntad, y solo para el caso de que el precepto legal infrinja la Constitución se ha concedido a este tribunal la potestad de anularla” (STC 17/1981, de 1 de junio, FJ 4). No corresponde a este tribunal evaluar la conveniencia, calidad o perfectibilidad de una determinada opción legislativa, o de su relación con otras alternativas posibles, sino simplemente analizar, cuando así se le demande, su “encuadramiento constitucional” (por todas, STC 55/1996, de 28 de marzo, FJ 6).

En definitiva, a este tribunal en el presente proceso no le compete examinar si en el marco constitucional cabrían otras opciones legislativas, ni realizar un control de calidad o de oportunidad sobre la opción del legislador, a quien no puede sustituir en su labor de configuración política. Nuestra labor se circunscribe a analizar si la concreta opción regulatoria del legislador plasmada en la Ley objeto del presente recurso respeta los límites constitucionales. Un análisis que, como recordábamos en la STC 53/1985, de 11 de abril, FJ 1, “ha de hacer abstracción de todo elemento o patrón de enjuiciamiento que no sea el estrictamente jurídico, ya que otra cosa sería contradictoria con la imparcialidad y objetividad de juicio inherente a la función jurisdiccional, que no puede atenerse a criterios y pautas, incluidas las propias convicciones, ajenos a los del análisis jurídico”.

b) Delimitación del objeto de enjuiciamiento

Según se ha expuesto con detenimiento en los antecedentes de esta sentencia, la demanda contiene dos bloques de impugnaciones, uno de carácter formal o procedimental (relativo a la LORE en su conjunto) y otro de carácter material o sustantivo, formulándose en este segundo bloque una impugnación de alcance general frente al conjunto de la LORE y, subsidiariamente, impugnaciones específicas contra varios de sus preceptos.

Por lo que hace a las censuras de carácter material, debe advertirse, en primer lugar, que las pretensiones principal y subsidiarias no siempre se deslindan con la necesaria precisión. En alguna ocasión se introducen en la impugnación general —dedicada a sostener la inconstitucionalidad plena de la LORE— reproches singularizados contra el enunciado de determinados preceptos que, según el encabezado y el suplico de la demanda, son también objeto de impugnación “subsidiaria” específica, pero respecto de los que después no se formula reproche singularizado alguno que sea distinguible del que afectaría a todos y cada uno de los preceptos de la LORE. Es el caso del art. 1, que define el objeto de la Ley Orgánica; el art. 4.1, que configura la “prestación de ayuda para morir” como derecho subjetivo; el art. 3 b), que define lo que sea “padecimiento grave, crónico e imposibilitante”; y el art. 3 c), que define el concepto de “enfermedad grave e incurable”. Estas censuras serán consideradas, siguiendo la lógica de la demanda, a propósito del examen de la pretensión de alcance general, sin que quepa realizar respecto de ellas ningún pronunciamiento singularizado y adicional al que requiere su análisis. Y ello porque pesa siempre sobre quien pretenda la declaración de inconstitucionalidad de una determinada disposición de ley la carga de aportar las razones jurídicas que le llevan a hacerlo [por todas, STC 68/2021, de 18 de marzo, FJ 2 B)], fundamentación singular que, caso de pretensiones subsidiarias, ha de ser por definición diversa a la indiferenciada o común en que pudiera basarse la impugnación dirigida, con carácter prioritario, contra todo el cuerpo legal en que se integre tal regla.

En segundo lugar, y por análoga razón, han de quedar fuera de nuestro examen varios apartados que la demanda señala como específica y subsidiariamente recurridos, pero acerca de cuya supuesta inconstitucionalidad los recurrentes nada concreto fundamentan, ni siquiera al hilo de la impugnación sustantiva de alcance general. Se trata del art. 3 e), que define el concepto de “médico consultor”; el párrafo primero del art. 5.1 c), que establece como uno de los requisitos para el reconocimiento del derecho a la ayuda para morir que el interesado haya formulado dos solicitudes de manera voluntaria, autónoma y fehaciente, dejando una separación de al menos quince días naturales entre ambas; y el art. 17.1 y 3, que regulan ciertos extremos relativos a la creación y composición de las comisiones de garantía y evaluación.

Finalmente, las alegaciones de los demandantes sobre la inconstitucionalidad de determinados pasajes de su preámbulo, expuestas en su impugnación global de la Ley Orgánica por motivos sustantivos, no serán tampoco objeto de análisis. Como los recurrentes admiten, el preámbulo carece de valor normativo y no puede “ser objeto de declaración de inconstitucionalidad”. Así es según constante jurisprudencia de este tribunal (relacionada, por todos, en el ATC 95/2021, de 7 de octubre). El preámbulo de la LORE no puede ser objeto de recurso ni, por tanto, de declaración de inconstitucionalidad. Y ello sin perjuicio de que, conforme a nuestra doctrina, quepa tomar en consideración el preámbulo de determinada ley, cuando así procediere, a efectos de interpretar el sentido de unas u otras de sus disposiciones (entre otras muchas, STC 81/2020, de 15 de julio, FJ 12).

c) Orden de examen

Una vez acotado el objeto del recurso, procede entrar en su resolución conforme al orden de examen que se indica a continuación, teniendo en cuenta que el Tribunal puede siempre ordenar el discurso de la resolución según su mejor criterio (STC 183/2021, de 27 de octubre, FJ 2, por todas). En el presente caso, dada la amplitud y complejidad del recurso y a fin de clarificar nuestra respuesta, seguiremos la siguiente sistemática.

Se examinará en primer lugar la censura de inconstitucionalidad atinente a la supuesta existencia de vicios en el procedimiento legislativo de aprobación de la LORE (FJ 3). A pesar de plantearse en la demanda como el último de los motivos de inconstitucionalidad, su carácter general —pues se dirige contra la Ley Orgánica en su conjunto— y su evidente diferencia de perspectiva respecto de los demás motivos de inconstitucionalidad hace conveniente anticipar su tratamiento para afrontar, en segundo lugar, las censuras de inconstitucionalidad de carácter material o sustantivo, que constituyen el grueso del recurso.

A la vista del carácter novedoso en nuestro ordenamiento de la regulación legal controvertida y de su complejidad técnica, el examen de los motivos de inconstitucionalidad fundados en razones sustantivas será precedido por una reflexión acerca del contexto normativo y jurisprudencial en que se enmarca la LORE (FJ 4) y por el análisis de su objeto y contenido (FJ 5). El examen de tales tachas sustantivas comenzará por la dirigida contra la LORE en su conjunto (FJ 6) y se considerarán después las pretensiones subsidiarias, que tienen por objeto algunos de sus preceptos concretos (FFJJ 7 a 10), pretensiones que se abordarán y decidirán —bajo una rúbrica común, cuando proceda— de conformidad con la ordenación expuesta en el fundamento jurídico 1 de esta sentencia.

3. Impugnación del conjunto de la Ley Orgánica 3/2021 por motivos procedimentales

A) Posiciones de las partes

La demanda censura por inconstitucional el conjunto de la LORE debido a los vicios de su tramitación parlamentaria, que determinarían a su vez una infracción de los derechos fundamentales previstos en el art. 23 CE.

Se sostiene, por una parte, que la tramitación de la LORE como proposición de ley “de manera acelerada y durante la vigencia de un estado de alarma” habría privado “a la ciudadanía y a los parlamentarios de un debate imprescindible sobre una legislación que altera total y radicalmente la propia concepción de la vida humana y del derecho fundamental nuclear, soporte de todos los demás”.

De otro lado, se aduce la indebida omisión de la solicitud de determinados informes durante el procedimiento legislativo: (i) el informe que hubiera correspondido evacuar al Comité de Bioética de España (pues, según la demanda, aunque la legislación vigente no especifique el carácter preceptivo de dicho informe, difícilmente se encontrará otro asunto con implicaciones bioéticas de mayor relevancia que la aprobación de la norma que se impugna), y (ii) el informe del Consejo General del Poder Judicial. Mantienen los recurrentes que si bien el informe preceptivo del Consejo se refiere a los anteproyectos de ley gubernamentales, idéntica exigencia pesaría sobre las proposiciones de ley parlamentarias presentadas por el grupo o grupos de la mayoría en que el Gobierno se apoya y que al no observarse se incurrió en un fraude de ley que privó a la minoría de una información relevante para el ejercicio de sus funciones, lesionando los derechos fundamentales enunciados en el art. 23.1 y 2 CE (derecho al ejercicio de las funciones representativas de los diputados y, por extensión, derecho de participación de los ciudadanos a través de representantes).

La Abogacía del Estado se opone a este motivo de impugnación alegando, en primer lugar, que la LORE se tramitó a partir de una proposición de ley, sujeta solo a lo dispuesto en los arts. 124 y siguientes del Reglamento del Congreso de Diputados (RCD), y, en segundo lugar, que su tramitación parlamentaria dio lugar a un “gran número de enmiendas que presentaron los diversos grupos políticos”, enmiendas discutidas “tanto en la comisión como en el pleno”, lo cual, a su juicio, anula cualquier argumentación sobre la vulneración del art. 23 CE.

B) Enjuiciamiento

a) El Tribunal considera inconsistentes las quejas relativas a la tramitación “acelerada” de la LORE durante la vigencia de un estado de alarma (declarado inicialmente por el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, y más tarde, de nuevo, por el Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre).

Esta censura carece de relieve jurídico-constitucional. La proposición de ley que está en el origen de la LORE no fue tramitada por el procedimiento de urgencia (arts. 93 RCD y 133.2 del Reglamento del Senado). Tampoco se alcanza a ver, ni la demanda sugiere cosa alguna al respecto, cómo la vigencia del estado de alarma hubiera producido un menoscabo efectivo de los derechos de los parlamentarios a participar en este concreto procedimiento legislativo, denuncia absolutamente indeterminada y que ninguna relación guarda con lo enjuiciado y resuelto por este tribunal en la STC 168/2021, de 5 de octubre.

b) La misma irrelevancia tiene la protesta por no haberse solicitado en el curso del procedimiento legislativo informe al Comité de Bioética de España, organismo entre cuyas funciones está la de “[e]mitir informes, propuestas y recomendaciones para los poderes públicos de ámbito estatal y autonómico en asuntos con implicaciones bioéticas relevantes” [art. 78.1 a) de la Ley 14/2007, de 3 de julio, de investigación biomédica].

Las proposiciones de ley de origen parlamentario no requieren, ni en su presentación ni en su tramitación ulterior, de la emisión de informes previos de tipo alguno [STC 215/2016, de 15 de diciembre, FJ 5 c)], fueran o no los mismos exigibles para el Gobierno antes de someter al Congreso un determinado proyecto de ley (art. 88 CE). El legislador, que obviamente no queda “sujeto a las determinaciones o valoraciones técnicas que puedan ofrecer expertos o peritos en la materia sobre la que pretende legislar” (STC 112/2021, de 13 de mayo, FJ 5), ni siquiera viene obligado, en lo que ahora importa, a recabar tales valoraciones, por más que pueda llegar a hacerlo. Imponer lo contrario supondría dar lugar a una participación preceptiva de otros órganos o instancias, a título consultivo, en el ejercicio de la potestad legislativa del Estado, que corresponde en exclusiva a las Cortes Generales (art. 66.2 CE).

No obstante, el organismo independiente que es el Comité de Bioética de España (art. 77 de la citada Ley 14/2007) emitió de oficio el 6 de octubre de 2020, aún en curso el procedimiento legislativo que dio lugar a la LORE, un informe (“Sobre el final de la vida y la atención en el proceso de morir, en el marco del debate sobre la regulación de la eutanasia: propuestas para la reflexión y la deliberación”) que los recurrentes adjuntan a su demanda y del que transcriben determinados pasajes. No faltaron referencias a este informe, por lo demás, a lo largo de los debates parlamentarios sobre la proposición de ley (“Diario de sesiones del Congreso de los Diputados”. Comisiones, XIV legislatura, sesión de 10 de diciembre de 2020, núm. 249, pp. 12 y 13; “Diario de sesiones del Congreso de los Diputados”. Pleno y diputación permanente, XIV legislatura, sesión de 17 de diciembre de 2020, núm. 72, p. 8; “Diario de sesiones. Senado”, XIV legislatura, comisión de justicia, núm. 146, sesión de 25 de febrero de 2021, pp. 4 y 6, y el mismo “Diario de sesiones”, núm. 43, Pleno, sesión de 10 de marzo de 2021, p. 95).

c) Tampoco se comparte la censura por no haberse recabado en la tramitación parlamentaria de la LORE el informe del Consejo General del Poder Judicial contemplado en el art. 561.1 LOPJ, que establece que se someterán a informe del Consejo los anteproyectos de ley que tuvieran por objeto tanto “[n]ormas procesales o que afecten a aspectos jurídico-constitucionales de la tutela ante los tribunales ordinarios del ejercicio de derechos fundamentales” (punto 6) como “[l]eyes penales […]” (punto 8), materias, una y otra, disciplinadas —observa la demanda— en esta Ley Orgánica.

La LORE no tuvo su origen en un proyecto de ley gubernamental, sino en una proposición de ley del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso de los Diputados (“Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso de los Diputados”, XIV legislatura, núm. 46-1, de 21 de enero de 2020). Sin embargo, los puntos 6 y 8 del art. 561.1 LOPJ se refieren estrictamente, en lo que aquí interesa, a informes sobre los anteproyectos de ley. La discusión sobre la eventual trascendencia constitucional de la omisión de dicha consulta tan solo se podría suscitar respecto de los proyectos de ley sometidos por el Consejo de Ministros al Congreso de los Diputados [véanse las SSTC 108/1986, de 29 de julio, FJ 5, aunque a propósito de una normativa distinta a la vigente, y 238/2012, de 13 de diciembre, FJ 3 c)], nunca sobre las proposiciones de ley tomadas en consideración por una u otra Cámara, proposiciones cuya tramitación se rige, exclusivamente, por los reglamentos respectivos (art. 89.1 CE), en los que no se prevé informe preceptivo alguno a cargo de otros órganos. Ello sin perjuicio de que las Cortes Generales pudieran considerar oportuno pedir informe al Consejo General del Poder Judicial sobre cualquier cuestión o asunto de su incumbencia institucional (art. 561.1.9 LOPJ y STC 191/2016, de 15 de noviembre, FJ 6). No lo apreciaron así las cámaras en este caso y nada hay que objetar en términos jurídico-constitucionales. Ello conlleva que tampoco quepa apreciar la infracción —denunciada de modo conexo por los recurrentes— de los arts. 88 y 89.1 CE en relación con los arts. 69 y 124 RCD. Estos preceptos reglamentarios establecen, respectivamente, que “[n]ingún debate podrá comenzar sin la previa distribución, a todos los diputados […] del informe, dictamen o documentación que haya de servir de base en el mismo, salvo acuerdo en contrario de la mesa del Congreso o de la comisión, debidamente justificado” y que “[l]as proposiciones de ley se presentarán acompañadas de una exposición de motivos y de los antecedentes necesarios para poder pronunciarse sobre ellas”.

Lo que la demanda llama, con lenguaje ajeno a la Constitución, “identidad funcional” entre Gobierno y mayoría en las Cámaras es expresión de una apreciación política, no jurídica, que en absoluto se compadece con la propia racionalidad de la democracia parlamentaria [STC 123/2017, de 2 de noviembre, FJ 3 b)]. Tampoco autoriza, por lo mismo, a calificar de fraude de ley la utilización de una proposición de ley, no de un proyecto del Ejecutivo, en orden a incoar el procedimiento legislativo ni a reclamar, parangonando lo incomparable, la imposición en el primero de estos cauces de exigencias que solo pueden llegar a pesar sobre el segundo [ante controversia análoga véase STC 153/2016, de 22 de septiembre, FJ 3 a) y b)].

d) Es manifiesto, en atención a cuanto queda expuesto, que la tramitación parlamentaria de la LORE no ha conculcado el art. 23 CE ni ningún otro de los preceptos invocados por los demandantes al formular este motivo de impugnación, que, por lo tanto, ha de ser desestimado.

4. Contexto normativo y jurisprudencial de la Ley Orgánica 3/2021

El “derecho de prestación de ayuda para morir” configurado por el legislador para personas que lo demandan en contextos eutanásicos ha de ser considerado teniendo en cuenta la evolución cultural, moral y jurídica que se ha producido en las últimas décadas en nuestra sociedad y en las de nuestro entorno. Se trata de una evolución que ha afectado a los valores asociados a la persona, a su existencia y a su capacidad de decidir en libertad sobre su vida, sobre su salud y sobre el final de su existencia, y que a partir de ciertas ideas fuerza como la de autonomía del paciente y el consentimiento informado ha propiciado una ampliación de los contenidos del derecho fundamental a la integridad física y moral y de los principios de dignidad humana y libre desarrollo de la personalidad. En el juicio sobre la constitucionalidad de una ley como la que es ahora objeto de impugnación se debe comprobar si la Constitución, como marco de encuentro de opciones político-legislativas legítimamente heterogéneas, responde y ofrece cobertura a nuevos derechos.

Antes de repasar de manera sucinta esa evolución conviene efectuar unas mínimas aclaraciones sobre los distintos tipos de situaciones concernidas y la terminología al uso.

En lo que atañe a las conductas de ayuda a la muerte ajena suele distinguirse de partida entre la asistencia al suicidio, proporcionando ayuda o colaboración a quien ha decidido poner fin a su vida y ejecuta esa decisión de propia mano, y la conducta de provocar directamente la muerte de dicha persona. En el primer caso se habla de ayuda al suicido o suicidio asistido, mientras que en el segundo se manejan expresiones como “muerte a petición”, “homicidio a petición” o “auxilio ejecutivo al suicidio”, habituales en el ámbito jurídico-penal.

Ambos tipos de intervención de un tercero en la muerte de una persona pueden tener lugar en situaciones de sufrimiento intolerable fruto de enfermedades o padecimientos graves e incurables. Es en este contexto donde se emplea la denominación específica de “eutanasia”, inserta en la realidad más amplia de la llamada “muerte digna” o “buena muerte”, que en sentido estricto comprende la provocación por un tercero, activa o pasivamente, de la muerte de otra persona. Se habla aquí, a su vez, de “eutanasia pasiva”, relativa a la limitación del esfuerzo terapéutico (omisión de tratamientos médicos o retirada de dispositivos de soporte vital), de “eutanasia activa indirecta”, identificada con las medidas paliativas dirigidas a aliviar el dolor del paciente que aceleran el proceso de morir, y de “eutanasia activa directa”, entendida como la causación directa de la muerte a petición del enfermo.

Cabe anticipar que la Ley Orgánica 3/2021, de regulación de la eutanasia, a pesar de tal título y como aclara su preámbulo, atañe y considera “conductas eutanásicas” tanto la eutanasia activa directa en sentido estricto, esto es, “la acción por la que un profesional sanitario pone fin a la vida de un paciente de manera deliberada y a petición de este”, como el suicidio médicamente asistido, en el que la propia persona realiza el acto de poner fin a su vida, bien que con la determinante “colaboración de un profesional sanitario que, de forma intencionada y con conocimiento, facilita los medios necesarios, incluido el asesoramiento sobre la sustancia y dosis necesarias de medicamentos, su prescripción o, incluso, su suministro con el fin de que el paciente se lo administre”.

Sentadas estas mínimas convenciones terminológicas y precisiones conceptuales, puede abordarse el contexto normativo y jurisprudencial que enmarca la Ley Orgánica impugnada.

a) Derecho español

Por lo que atañe al sistema jurídico español, deben destacarse tres hitos en el plano legislativo. El primero de ellos vino dado por el Código penal de 1995, que supuso un cambio notable en el tratamiento de la disponibilidad de la propia vida, al castigar exclusivamente, y como tipo atenuado en su art. 143.4, la conducta del que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por su petición expresa, seria e inequívoca, en el caso de que sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar. Además, se contemplaba una pena menos grave, cuya ejecución podía ser suspendida. La conducta típica se proyectaba sobre el presupuesto fáctico de la cooperación y la eutanasia activa directa. De esta manera se despenalizaban otras conductas, como la interrupción de tratamientos destinados a mantener la vida (así, la retirada de medidas de soporte vital) y la aplicación de tratamientos paliativos que aceleraban el proceso de la muerte (como la sedación terminal). Lo que permitió comenzar a hablar en nuestro sistema de “muerte digna” y de un espacio de libre decisión de la persona en el proceso de conclusión de la vida.

Un segundo hito se encuentra en la Ley 41/2002, de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, posterior al Convenio del Consejo de Europa para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina (Convenio de Oviedo, de 4 de abril de 1997, ratificado por España el 23 de julio de 1999). Estas normas vinieron a instaurar un nuevo modelo en la relación entre médico y paciente que descansaba sobre la autonomía de la persona y su facultad de autodeterminación, al declararse nuevos derechos los de “decidir libremente, después de recibir la información adecuada, entre las opciones clínicas disponibles” y “negarse al tratamiento”. La capacidad del paciente para decidir sobre medidas terapéuticas y tratamientos no se condicionaba por el riesgo que pudiera representar para su integridad y su salud, aunque llegara a comprometer la vida e implicara su fallecimiento, lo que suponía el reconocimiento legal de un derecho de autodeterminación sobre la salud y el cuerpo, anclado por nuestra doctrina en el derecho fundamental a la integridad física y moral del art. 15 CE.

El tercer dato viene dado por la legislación autonómica. Varios estatutos de autonomía, a partir del de Cataluña de 2006, han incluido derechos relacionados con el proceso de la muerte. Este, en su art. 20 señala que “[t]odas las personas tienen derecho a recibir un adecuado tratamiento del dolor y cuidados paliativos integrales y a vivir con dignidad el proceso de su muerte”. En el mismo sentido pueden citarse los de Baleares, Andalucía, Canarias o Castilla y León. En esta línea de regulación de la libre decisión de la persona sobre su salud y sobre aspectos vinculados con el final de la vida, diferentes parlamentos autonómicos han aprobado leyes de “muerte digna”. La primera fue la Ley del Parlamento de Andalucía 2/2010, de 8 de abril, de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de la muerte; y, posteriormente, Aragón, Navarra, Canarias, Baleares, Galicia, País Vasco, Madrid y otras comunidades autónomas han establecido también marcos regulatorios sobre la materia.

Esta evolución legislativa se ha visto acompañada por el desarrollo de la doctrina constitucional sobre el derecho fundamental a la integridad física y moral, contemplado junto con el derecho a la vida en el art. 15 CE, que lo caracteriza como un derecho de autodeterminación que tiene por objeto el propio sustrato corporal (STC 154/2002, de 18 de julio, FJ 9). Nuestra jurisprudencia, dicho ahora muy sintéticamente, sitúa como elemento definitorio de la intromisión en el derecho la ausencia de consentimiento del titular respecto de cualquier intervención (por todas, SSTC 120/1990, de 27 de junio, FJ 8, y 207/1996, de 16 de diciembre, FJ 2), aun teniendo una finalidad curativa (SSTC 48/1996, de 25 de marzo, FJ 3, y 154/2002, de 18 de julio, FJ 9), hasta el punto de amparar como ejercicio del derecho a la integridad personal del paciente el rechazo de tratamientos médicos que pueda conducir a un resultado fatal (STC 37/2011, de 28 de marzo, FJ 5).

No existen, por el contrario, pronunciamientos de este tribunal sobre la cuestión iusfundamental que se plantea: la compatibilidad con la Constitución de una regulación de la eutanasia activa directa. Nos vimos confrontados con un supuesto relativo a ella cuando don Ramón Sampedro Cameán interpuso un recurso de amparo en el que invocaba el derecho a morir dignamente mediante la intervención no punible de terceros. Pero su fallecimiento determinó la extinción del proceso constitucional, sin que se admitiera la sucesión procesal por tratarse de una pretensión de carácter personalísimo (ATC 242/1998, de 11 de noviembre).

b) Doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha tenido ocasión de pronunciarse en varias ocasiones sobre demandas individuales en las que se venía a solicitar que el Tribunal, frente a la regulación restrictiva nacional, reconociera a la persona el derecho a obtener una ayuda para morir [SSTEDH de 29 de abril de 2002, asunto Pretty c. Reino Unido; de 20 de enero de 2011, asunto Haas c. Suiza; de 19 de julio de 2012, asunto Koch c. Alemania, y de 14 de mayo de 2013 (Sala Segunda) y de 30 de septiembre de 2014 (Gran Sala), asunto Gross c. Suiza]; o la retirada de tratamientos médicos de soporte vital [STEDH de 5 de junio de 2015 (Gran Sala), asunto Lambert y otros c. Francia]. Pero, en una ocasión más reciente ha resuelto sobre la conformidad con el Convenio de la eutanasia practicada al amparo de una regulación de su ejercicio (STEDH de 4 de octubre de 2022, asunto Mortier c. Bélgica).

En todas estas resoluciones, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha vinculado su pronunciamiento a la interpretación de los arts. 2 y 8 del Convenio de Roma que consagran, respectivamente, el derecho a la vida y el derecho al respeto de la vida privada y familiar, poniendo en relación los deberes de protección de la vida humana por parte del Estado con el principio de autonomía personal y su virtualidad sobre las decisiones en el final de la vida. Los pronunciamientos reseñados arrojan una doctrina que cabe resumir en cuatro ejes: (i) el derecho a la vida no incluye el derecho a morir; (ii) el derecho al respeto de la vida privada comprende el derecho a decidir cómo y cuándo poner fin a la propia vida, siempre que la persona sea capaz de decidir libremente sobre esta cuestión y actuar en consecuencia; (iii) este derecho no es absoluto y debe sopesarse con los intereses concurrentes, en especial con las obligaciones positivas de protección del Estado derivadas del derecho a la vida, que exigen la tutela de las personas vulnerables frente a acciones que puedan poner en peligro su vida; y (iv) los Estados disponen de un amplio margen de apreciación sobre la manera de lograr el equilibrio entre ambos derechos, margen que ampara decisiones político-criminales de constreñir el derecho a decidir sobre la propia muerte (y obtener ayuda para ello) fundadas en la protección de la vida, pero también la despenalización de la eutanasia acompañada de las debidas salvaguardas para evitar abusos por parte de terceros.

5. Objeto y contenido de la Ley Orgánica 3/2021

Para facilitar una mejor comprensión de nuestro enjuiciamiento conviene describir los principales contenidos de la LORE, sin perjuicio de que en los fundamentos que siguen se profundice en determinados aspectos que la regulación establece.

A) Objeto

a) Conforme a su preámbulo, la LORE limita su objeto a la eutanasia “activa y directa” médicamente controlada en un “contexto eutanásico”, esto es, a “la actuación que produce la muerte de una persona de forma directa e intencionada mediante una relación causa-efecto única e inmediata, a petición informada, expresa y reiterada en el tiempo por dicha persona, y que se lleva a cabo en un contexto de sufrimiento debido a una enfermedad o padecimiento incurable que la persona experimenta como inaceptable y que no ha podido ser mitigado por otros medios”.

Como hemos señalado, la LORE emplea de manera indistinta la expresión “eutanasia” (arts. 6.4, 14 y 17.5, por ejemplo) y la locución “prestación de ayuda para morir” (arts. 4.1, 13 y 14, entre otros). Y establece dos “modalidades”, en el art. 3 g), la administración directa al paciente de una sustancia letal por el profesional sanitario competente (punto 1) y lo que cabría denominar suicidio asistido por dicho profesional mediante la prescripción o suministro de tal sustancia (punto 2).

Quedan fuera del alcance de la LORE los supuestos de eutanasia activa directa no relativos al contexto eutanásico así definido, como la “eutanasia pasiva” (esto es, la “no adopción de tratamientos tendentes a prolongar la vida y la interrupción de los ya instaurados conforme a la lex artis”) y la “eutanasia activa indirecta” (definida como la “utilización de fármacos o medios terapéuticos que alivian el sufrimiento físico o psíquico aunque aceleren la muerte del paciente —cuidados paliativos—”).

b) El articulado de la LORE es inequívoco en cuanto a la condición de derecho público subjetivo y de prestación que en ella se confiere a la pretensión de solicitar y recibir, cumplidas las exigencias legales, la “ayuda necesaria para morir” (art. 1) o, en otras palabras, la “prestación de eutanasia” (art. 17.5, entre otros). Ello es consecuente con lo anticipado en su preámbulo: “esta Ley introduce en nuestro ordenamiento jurídico un nuevo derecho individual como es la eutanasia”.

En efecto, el texto legal se refiere de manera expresa al “derecho reconocido en esta Ley” y, correlativamente, a “los deberes del personal sanitario” y a las “obligaciones de las administraciones e instituciones concernidas” (art. 1). Pero más allá de estas menciones nominales —presentes también, por ejemplo, en el art. 4.1—, es el cuerpo normativo en su conjunto el que acredita la naturaleza de la situación subjetiva regulada por el legislador y la identidad pública del obligado, en último término, a declararla, si procediere. Ello con independencia de que, una vez declarada, su realización efectiva pueda producirse por el propio solicitante o por un facultativo [art. 3 g)], ya sea en centros sanitarios públicos, privados o concertados, o en el domicilio (art. 14).

La prestación de ayuda para morir se reconoce por “decisión” o “resolución” (apartados 3 a 5 del art. 10) de un “órgano administrativo” (cada una de las comisiones de garantía y evaluación: art. 17.2 y disposición transitoria única) llamado a verificar si “concurren los requisitos y condiciones establecidos para el correcto ejercicio del derecho a solicitar y recibir la prestación de ayuda para morir” (art. 10.1) y que adopta la “resolución definitiva” sobre su reconocimiento o denegación (art. 10.4), siendo las resoluciones desfavorables susceptibles de recurso “ante la jurisdicción contencioso-administrativa” [arts. 10.5 y 18 a), párrafo quinto, y disposición adicional quinta].

Estamos ante un genuino procedimiento administrativo (arts. 8 a 12, en particular) iniciado a instancia del solicitante [“interesado”, en el sentido del art. 4.1 a) de la Ley 39/2015, del procedimiento administrativo común de las administraciones públicas], en cuyo curso se genera lo que no deja de ser un expediente (art. 70 de la misma Ley 39/2015) y, en particular, se emiten certificaciones e informes [arts. 5.1 d) y 2, así como 8.3, 4 y 5 LORE, entre otros] y a cuyo término, de haberse satisfecho los requisitos reglados (arts. 5, 6 y concordantes) y cumplimentado los trámites prescritos para acreditarlo y apreciarlo así (arts. 8 a 10), procedería el reconocimiento del derecho a la prestación interesada. Un reconocimiento vinculante para los servicios públicos de salud y las administraciones sanitarias, que deberán “garantizar el derecho a la prestación de ayuda para morir” y su “adecuada gestión” (arts. 13.2 y 16.2), así como, para el centro, ya sea —como se ha dicho— público, privado o concertado (art. 14) y el personal sanitario concernidos (arts. 1, párrafo segundo, 2, 9 y 10.4). Se reconoce el derecho a la objeción de conciencia de estos profesionales (art. 16 y disposición adicional séptima), que no puede menoscabar el acceso a la prestación o su calidad (art. 14).

La Ley Orgánica configura así un derecho de naturaleza prestacional frente a las administraciones públicas, condición que resulta corroborada por la inclusión de esta prestación en la cartera común de servicios del Sistema Nacional de Salud y por su financiación pública (art. 13.1).

B) Justificación

Según el preámbulo de la LORE, con ella se ha pretendido “dar una respuesta jurídica, sistemática, equilibrada y garantista” a la eutanasia, que el legislador percibe como “una demanda sostenida de la sociedad actual” a la que debe “atender […] preservando y respetando sus derechos y adecuando para ello las normas que ordenan y organizan nuestra convivencia”. En este sentido se afirma que, tal y como la define la Ley Orgánica, la eutanasia “conecta con un derecho fundamental de la persona constitucionalmente protegido como es la vida, pero que se debe cohonestar también con otros derechos y bienes, igualmente protegidos constitucionalmente, como son la integridad física y moral de la persona (art. 15 CE), la dignidad humana (art. 10 CE), el valor superior de la libertad (art. 1.1 CE), la libertad ideológica y de conciencia (art. 16 CE) o el derecho a la intimidad (art. 18.1 CE)”.

Partiendo de esta premisa, el preámbulo justifica el específico modelo regulatorio por el que ha optado en la finalidad de hacer compatibles estos derechos y principios constitucionales con las debidas garantías. Por ello, decide configurar la eutanasia como una práctica legalmente aceptable en determinados supuestos, siempre que sean observados concretos requisitos y garantías, al tiempo que descarta, por considerarla insuficientemente garantista, la opción por un modelo meramente despenalizador de las conductas que impliquen alguna forma de ayuda a la muerte de otra persona por expreso deseo de esta.

C) Requisitos para el reconocimiento de la prestación

El art. 5 LORE enumera los requisitos que debe reunir el solicitante, indicando que todos ellos son de necesaria concurrencia para que pueda reconocerse el derecho a la prestación. Al margen de la exigencia de “[t]ener la nacionalidad española o residencia legal en España o certificado de empadronamiento que acredite un tiempo de permanencia en territorio español superior a doce meses” y “tener mayoría de edad” [art. 5.1 a)], todos estos requisitos giran en torno a dos ejes, a saber, la concurrencia de una situación de sufrimiento personal extremo por causas médicas irreversibles y objetivamente contrastables (calificada por el legislador como “contexto eutanásico”), y la existencia de una voluntad libre, informada y consciente de poner fin a la propia vida expresada por una persona capaz.

a) Por lo que respecta a la existencia de un “contexto eutanásico”, el art. 5.1 d) establece como uno de los requisitos para el reconocimiento de la prestación “sufrir una enfermedad grave e incurable” o bien “un padecimiento grave, crónico e imposibilitante”, debiendo ambas situaciones entenderse “en los términos establecidos en esta Ley”. Según el art. 3 c), una enfermedad grave e incurable es “la que por su naturaleza origina sufrimientos físicos o psíquicos constantes e insoportables sin posibilidad de alivio que la persona considere tolerable, con un pronóstico de vida limitado, en un contexto de fragilidad progresiva”. Por su parte, y a tenor del art. 3 b), un padecimiento grave, crónico e imposibilitante es la “situación que hace referencia a limitaciones que inciden directamente sobre la autonomía física y actividades de la vida diaria, de manera que no permite valerse por sí mismo, así como sobre la capacidad de expresión y relación, y que llevan asociado un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece, existiendo seguridad o gran probabilidad de que tales limitaciones vayan a persistir en el tiempo sin posibilidad de curación o mejoría apreciable. En ocasiones puede suponer la dependencia absoluta de apoyo tecnológico”. Como después se dirá, tanto en uno como en otro caso la LORE exige que la correspondiente situación sea certificada por varios médicos.

b) Por otra parte, el art. 4.2 LORE establece que la decisión de solicitar la prestación de ayuda para morir ha de ser “autónoma”, esto es, “fundamentada en el conocimiento [de la persona] sobre su proceso médico, después de haber sido informada adecuadamente por el equipo sanitario responsable”, debiendo quedar constancia en la historia clínica de que la información ha sido recibida y comprendida por el paciente. El legislador pretende, en definitiva, que la decisión sea completamente “libre” e “individual, madura y genuina, sin intromisiones, injerencias o influencias indebidas” (art. 4.3).

A tal fin, la regla general, prevista en el art. 5.1 LORE, es que el solicitante ha de ser capaz y consciente en el momento de la solicitud [apartado a)], caso en el que se aplican las exigencias procedimentales previstas en los apartados b), c) y e) del mismo art. 5.1, a las que de inmediato haremos referencia.

Como excepción, el art. 5.2 LORE prevé que dichas exigencias procedimentales no se apliquen si el médico responsable certifica que la persona inmersa en un contexto eutanásico “no se encuentra en el pleno uso de sus facultades ni puede prestar su conformidad libre, voluntaria y consciente para realizar las solicitudes”, siempre y cuando la persona afectada “haya suscrito con anterioridad un documento de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos, en cuyo caso se podrá facilitar la prestación de ayuda para morir conforme a lo dispuesto en dicho documento. En el caso de haber nombrado representante en ese documento será el interlocutor válido para el médico responsable”.

D) Procedimiento y organización

La LORE diseña un procedimiento administrativo dirigido a verificar de forma previa y a controlar a posteriori el respeto de los requisitos legalmente establecidos ante cada solicitud de ayuda para morir. Un procedimiento en el que intervienen distintos órganos administrativos y que cabe sintetizar así.

a) La primera fase del procedimiento se inicia mediante solicitud de la persona interesada [art. 5.1 c)] y se sustancia ante el “médico responsable”. Este es definido por la LORE como “facultativo que tiene a su cargo coordinar toda la información y la asistencia sanitaria del paciente, con el carácter de interlocutor principal del mismo en todo lo referente a su atención e información durante el proceso asistencial, y sin perjuicio de las obligaciones de otros profesionales que participan en las actuaciones asistenciales”. Esta primera solicitud debe estar fechada y firmada por el paciente solicitante (o dejar constancia por cualquier otro medio de su voluntad inequívoca), firma que debe producirse en presencia de un profesional sanitario que lo rubricará (art. 6.1 y 2).

Una vez recibida la solicitud, que se debe incorporar a la historia clínica del paciente (art. 6.2), el médico responsable debe, en el plazo máximo de dos días, realizar con él un “proceso deliberativo” sobre su diagnóstico, posibilidades terapéuticas y resultados esperables, así como sobre posibles cuidados paliativos, asegurándose de que comprende toda esa información, que deberá proporcionarle por escrito en el plazo máximo de cinco días (art. 8.1). Para realizar este proceso deliberativo, el médico responsable debe previamente verificar que se cumplen los requisitos de nacionalidad o residencia, mayoría de edad, capacidad y consciencia [art. 5.1 a)], voluntariedad [art. 5.1 c)] y contexto eutanásico [art. 5.1 d)].

Transcurridos quince días naturales desde la primera solicitud, si el paciente mantiene su voluntad, deberá formular una segunda solicitud, también escrita, dirigida al médico responsable [art. 5.1 c)] y este, en el plazo de dos días, retomará con el paciente el proceso deliberativo “al objeto de atender […] cualquier duda o necesidad de ampliación de información” (art. 8.1). Ahora bien, si el médico responsable considera que la pérdida de capacidad de la persona solicitante para otorgar el consentimiento informado es inminente, podrá aceptar un plazo menor al de los quince días si lo considera “apropiado en función de las circunstancias clínicas concurrentes”, que deberá reflejar en la historia clínica [art. 5.1 c)].

Pasadas veinticuatro horas desde la finalización del proceso deliberativo, el médico deberá recabar del paciente su decisión de continuar o desistir de la solicitud. Si decide continuar con el procedimiento, confirmando por tercera vez su voluntad de morir, el médico responsable deberá comunicarlo al equipo asistencial y, en caso de que así lo pida el paciente, a los familiares y allegados que señale. En este momento, el médico deberá recabar también la firma del documento de consentimiento informado (art. 8.2).

En caso de “denegación” de la prestación de ayuda para morir por parte del médico responsable, que habrá de hacerse por escrito y de manera motivada (art. 7.1), el paciente podrá “reclamar” ante la comisión de garantía y evaluación en el plazo máximo de quince días hábiles, posibilidad de la que deberá informarle el médico responsable (art. 7.2). Con independencia de si se ha formulado o no tal reclamación, el médico responsable que “deniegue” la solicitud deberá remitir a la citada comisión, en el plazo de cinco días a partir de la notificación de la denegación, la documentación del art. 7.3.

b) La segunda fase del procedimiento previo al reconocimiento de la prestación se sustancia ante el “médico consultor”, esto es, un “facultativo con formación en el ámbito de las patologías que padece el paciente y que no pertenece al mismo equipo del médico responsable” [art. 3 e)].

Una vez firmado por el paciente el consentimiento informado, el médico responsable deberá dirigirse al médico consultor para que, después de estudiar la historia clínica y de examinar al paciente, verifique si se cumplen o no las condiciones legales, en el plazo máximo de diez días, a cuyo efecto redactará un informe que pasará a formar parte de la historia clínica del paciente, y cuyas conclusiones le deberán ser comunicadas (art. 8.3).

En caso de informe desfavorable del médico consultor, el paciente podrá “recurrir” a la comisión de garantía y evaluación (art. 8.4) con el mismo procedimiento establecido para las “denegaciones” del médico responsable en el art. 7.2.

c) La tercera fase del procedimiento, que solamente procede una vez hayan emitido informe favorable tanto el médico responsable como el médico consultor, consiste en la verificación previa de los requisitos para el reconocimiento de la prestación por parte de la comisión de garantía y evaluación, órgano multidisciplinar existente en cada una de las comunidades autónomas (así como en las ciudades de Ceuta y Melilla) y que deberá contar con un número mínimo de siete miembros entre los que se incluirán personal médico, de enfermería y juristas (art. 17).

Una vez recibido el informe favorable del médico consultor (art. 8.5), el presidente de la comisión de garantía y evaluación designará, en el plazo máximo de dos días, a dos miembros de la misma, un profesional médico y un jurista, para que verifiquen si concurren los requisitos y condiciones establecidos para el correcto ejercicio del derecho a la prestación (art. 10.1), para lo cual tendrán acceso a la historia clínica del paciente y podrán entrevistarse con el profesional médico responsable y con el solicitante (art. 10.2). Los dos miembros de la comisión deben emitir, en el plazo máximo de siete días naturales, un informe que, si es favorable, servirá de resolución a los efectos de la realización de la prestación (art. 10.3) y deberá ponerse en conocimiento del presidente, quien, a su vez, lo pondrá en conocimiento del médico responsable para que proceda a realizar la prestación de ayuda para morir; todo ello en el plazo máximo de dos días naturales (art. 10.4).

Si el informe de los dos miembros de la comisión es desfavorable, puede ser objeto de reclamación ante la propia comisión, que habrá de resolver en el plazo máximo de veinte días naturales; procedimiento que se aplica también a las denegaciones que procedan del médico responsable o del consultor [arts. 10.3 y 18 a)]. Si no existe acuerdo entre ambos miembros de la comisión, se elevará el asunto al pleno de la comisión que decidirá con carácter definitivo (art. 10.3).

Las resoluciones desfavorables de la comisión podrán ser recurridas ante la jurisdicción contencioso-administrativa (art. 10.5), recurso que se tramitará por el procedimiento previsto para la protección preferente y sumaria de los derechos fundamentales de la persona en la legislación sobre la jurisdicción contencioso-administrativa (disposición adicional quinta). Asimismo, el transcurso del plazo de veinte días naturales sin que la comisión haya dictado resolución dará derecho a los solicitantes a entender denegada su solicitud de prestación de ayuda para morir, quedando abierta la posibilidad de recurso ante la jurisdicción contencioso-administrativa [art. 18 a)].

d) Los hitos procedimentales que acaban de describirse varían en los casos en que el médico responsable certifique —conforme a los protocolos de actuación que determine el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud: art. 5.2— que el paciente se encuentra en situación de “incapacidad de hecho”. Se define como aquella en que “el paciente carece de entendimiento y voluntad suficientes para regirse de forma autónoma, plena y efectiva por sí mismo, con independencia de que existan o se hayan adoptado medidas de apoyo para el ejercicio de su capacidad jurídica” [art. 3 h)]. En tal supuesto, la prestación puede reconocerse siempre y cuando el paciente (que ha de cumplir los requisitos ya indicados de mayoría de edad, nacionalidad o residencia) se encuentre en un contexto eutanásico certificado médicamente y haya suscrito con anterioridad un documento de instrucciones previas en ese sentido.

En los casos de incapacidad de hecho, la solicitud de la prestación podrá ser presentada al médico responsable por una persona mayor de edad y plenamente capaz, acompañándolo del documento de instrucciones previas suscrito con anterioridad por el paciente; o, si no existe ninguna persona que pueda presentar la solicitud en nombre del paciente, el médico que lo trata (art. 6.4). De otro lado, el médico responsable está obligado a aplicar lo previsto en las instrucciones previas (art. 9). También en caso de incapacidad de hecho se exige que el médico consultor y la comisión de garantías y evaluación corroboren el cumplimiento de las condiciones legales (art. 8.3).

e) La “realización de la prestación de ayuda para morir” (art. 11) únicamente procederá si existe una resolución favorable de la comisión de garantía y evaluación, y si el solicitante no ha ejercido sus derechos a revocar su decisión o a pedir el aplazamiento de la administración de ayuda para morir (art. 6.3). La muerte como consecuencia de la prestación tendrá la consideración legal de muerte natural a todos los efectos (disposición adicional primera).

La prestación será realizada por el médico responsable “con el máximo cuidado y profesionalidad”, aplicando “los protocolos correspondientes, que contendrán, además, criterios en cuanto a la forma y tiempo de realización de la prestación” (art. 11.1). Podrá realizarse en centros sanitarios públicos, privados o concertados e incluso en el propio domicilio, sin que puedan resultar menoscabados ni el acceso ni la calidad asistencial (art. 14). Si el paciente se encuentra consciente, deberá comunicar al médico responsable la modalidad de la ayuda: eutanasia o suicido asistido. En el primer caso, el médico responsable y el resto de los profesionales sanitarios asistirán al paciente hasta el momento de su muerte (art. 11.2). Si es suicidio asistido, el médico responsable y su equipo, “tras prescribir la sustancia que el propio paciente se autoadministrará, mantendrá la debida tarea de observación y apoyo a este hasta el momento de su fallecimiento” (art. 11.3).

f) Una vez realizada la prestación de ayuda para morir, y en el plazo máximo de cinco días hábiles, el médico responsable deberá remitir a la comisión de garantía y evaluación dos documentos con determinada información (art. 12), a los efectos de que tal comisión verifique, en el plazo máximo de dos meses, si la prestación de ayuda para morir se ha realizado de acuerdo con los procedimientos previstos [art. 18 b)].

E) Otras cuestiones

Además de regular la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios en los términos que se detallarán en el fundamento jurídico 10 (art. 16), la LORE contiene varias previsiones dirigidas a salvaguardar la confidencialidad en el tratamiento de los datos personales de los solicitantes de la prestación (arts. 15 y 19), a garantizar los recursos y medios de apoyo necesarios para la aplicación de la ley a las personas con discapacidad (art. 4.3 y disposición adicional cuarta) y a establecer mecanismos para dar la máxima difusión de la Ley Orgánica entre los profesionales sanitarios y la ciudadanía (disposición adicional séptima).

El régimen previsto en la LORE se cierra con la modificación de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código penal, con el objeto de despenalizar las conductas eutanásicas realizadas cumpliendo los presupuestos y condiciones establecidos en la propia ley, manteniendo la tipificación como delito en caso contrario (disposición final primera). Ello se completa con la previsión de que la infracción de lo dispuesto en la LORE queda sometida al régimen sancionador del capítulo VI del título I de la Ley 14/1986, general de sanidad, sin perjuicio de las posibles responsabilidades civil, penal y profesional o estatutaria que pudieran corresponder (disposición adicional segunda).

6. Impugnación del conjunto de la Ley Orgánica 3/2021 por motivos sustantivos

A) Posiciones de las partes

a) La demanda argumenta, con invocación de jurisprudencia constitucional y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la “radical inconstitucionalidad” de la integridad de la LORE por las razones de carácter sustantivo que han sido detalladas en los antecedentes de esta sentencia y que, para facilitar la comprensión del texto, se sintetizan a continuación.

La eutanasia, configurada en la LORE como “prestación de ayuda para morir”, vendría a ser ilegislable en nuestro ordenamiento. Esta valoración se sustenta en tres consideraciones: (i) el carácter “absoluto” del derecho fundamental a la vida (art. 15 CE), que constituye el supuesto ontológico de todos los demás y debe ser protegido incluso frente a su titular, sin que exista un derecho fundamental a la propia muerte; (ii) la falta de fundamento constitucional del derecho subjetivo para instar y obtener aquella prestación; y (iii) la desproporción con la que el legislador incidiría en el derecho fundamental a la vida al configurar una ayuda para morir.

El carácter absoluto que los recurrentes atribuyen al derecho fundamental a la vida determina que este derecho no pueda ceder ante ningún otro bien o derecho constitucional, en contra de lo que se mantiene en el preámbulo de la LORE. Si así fuera, no solo quedaría extinguido de manera irreparable el propio derecho fundamental a la vida, sino también los demás bienes y derechos constitucionales, cuya base es precisamente la vida. Ni la dignidad ni la libertad de la persona pueden justificar la eutanasia, pues la primera no depende de la percepción personal de su titular y la segunda no incorpora un derecho a la propia muerte. Tampoco cabe hallar justificación de la eutanasia en la integridad física y moral, en la libertad ideológica y de conciencia ni en el derecho la intimidad, derechos cuyo contenido no eximirían al Estado de su obligación positiva de proteger la vida humana. La configuración como derecho de la prestación de la ayuda para morir contradiría la jurisprudencia constitucional y la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en cuanto no existiría un derecho a la propia muerte, y lesionaría “frontalmente” el derecho fundamental a la vida, sin que pudieran aducirse en su defensa otros derechos o bienes constitucionales.

Para los recurrentes, lo anterior haría innecesario un juicio de proporcionalidad, si bien la demanda plantea de manera subsidiaria que la norma tampoco superaría tal juicio. Se afirma que la LORE incurre, por una parte, en falta de “calidad” normativa, entendida como exigencia de “accesibilidad y previsibilidad”, en relación con la seguridad jurídica requerida por el art. 9.3 CE. A estos efectos se censura la definición del concepto de “padecimiento grave, crónico e imposibilitante” del art. 3 b) LORE, que abocaría, por su indeterminación, a una “pendiente resbaladiza” en la aplicación de la eutanasia. Se sostiene, de otro lado, que la LORE no satisface lo que la demanda identifica con el principio de adecuación, porque la eutanasia carecería de fin legítimo, al ser contraria no solo al art. 15 CE, sino también a los arts. 43, 49 y 50 CE. Se aduce, en fin, que la regulación impugnada tampoco superaría los test de necesidad y de proporcionalidad en sentido estricto, porque la universalización de los cuidados paliativos, que la LORE no garantizaría, sería una medida igualmente eficaz, y menos restrictiva para el derecho fundamental, en orden a evitar los sufrimientos del paciente. La referencia que a los cuidados paliativos realizan los arts. 5.1 b) y 8.1 LORE sería un “puro requisito formal de información” que no garantizaría “la plena accesibilidad y la universalización de dichos cuidados”, lo que depararía, ante la “restricción más drástica del derecho fundamental primario”, la “radical inconstitucionalidad” de la LORE.

b) El abogado del Estado se ha opuesto a este cuestionamiento general con argumentos que cabe sintetizar ahora como sigue.

Por una parte, aduce que sería preciso diferenciar entre el “hecho biológico de la vida” y el derecho fundamental a la vida. Según el abogado del Estado, ni de la doctrina del Tribunal Constitucional ni de la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos se deriva que el bien vida “se convierta en un absoluto que obligue al propio titular del derecho a la vida a vivir incluso en contra de su voluntad o que exija al Estado imponer el seguir viviendo”. Se argumenta que la decisión libre, voluntaria y consciente de una persona de poner fin a su vida es un hecho que quedaría, en principio, “extramuros” del art. 15 CE, en el que se protege la vida frente a ataques de terceros, y ello por más que este precepto constitucional no comprenda el derecho a exigir del Estado “la propia muerte”. En ausencia de un fundamento constitucional legítimo, el Estado no puede imponerse coactivamente sobre la voluntad de quien libremente decide poner fin a su vida. Ni el Tribunal Constitucional ni el Tribunal Europeo de Derechos Humanos han declarado que sea en sí misma contraria a Derecho, en determinadas circunstancias, la previsión de una ayuda a quien haya tomado tal decisión.

De otro lado, el abogado del Estado sostiene que el legislador puede regular la eutanasia, pues ello encontraría su fundamento en otros derechos o bienes constitucionales que están en juego, como la dignidad, la integridad corporal (con el consiguiente posible rechazo de tratamientos clínicos) y el derecho a no sufrir tratos inhumanos o degradantes (arts. 10.1 y 15 CE). Aunque no pueda hablarse, en puridad, de un conflicto de derechos, pues quien decide la propia muerte ni ejerce ni lesiona el derecho fundamental a la vida, sino que tan solo afecta, en principio, a la vida como “bien jurídico”, tampoco es cierto que en los supuestos de la LORE solo deba tomarse en consideración como bien jurídicamente protegible la vida humana. En una situación en la que la persona no desea seguir viviendo, y más en un contexto eutanásico, habrían de ponderarse igualmente una serie de principios y derechos constitucionales que indudablemente amparan aquella decisión o pueden verse afectados, caso de desconocerla. Al prever la asistencia del Estado para que pueda morir con seguridad y dignidad quien con libertad así lo decide, la LORE sirve a que dichos bienes y derechos, empezando por la dignidad y la libre autodeterminación, puedan desarrollarse plenamente de acuerdo con la voluntad de su titular.

Señala asimismo el abogado del Estado que las prevenciones o advertencias de la demanda acerca de la temida “pendiente resbaladiza” a la que podría ir dando lugar la LORE en el curso de su aplicación no tendrían cabida en el recurso abstracto de inconstitucionalidad. Y, en cuanto a la denunciada desproporción de la LORE por la falta de una efectiva universalización y garantía de accesibilidad a los cuidados paliativos, alega que la prestación de ayuda para morir tiene “un carácter autónomo y no excluye la atención paliativa”.

B) Delimitación de las cuestiones planteadas y consideraciones previas

Sintetizados los argumentos con los que se defiende y refuta la pretensión principal del recurso, para proceder a su enjuiciamiento es preciso delimitar los contornos del problema jurídico-constitucional que plantea la Ley Orgánica impugnada y sentar algunas premisas.

a) Como hemos indicado en el fundamento jurídico 5, la LORE regula, configurándola como un derecho subjetivo de naturaleza prestacional, la “eutanasia activa y directa”, siempre y cuando se produzca, como explica su preámbulo, (i) en un “contexto eutanásico” médicamente contrastado, esto es, un “contexto de sufrimiento debido a una enfermedad o padecimiento incurable que la persona experimenta como inaceptable y que no ha podido ser mitigado por otros medios”, y (ii) “a petición informada, expresa y reiterada en el tiempo” por la persona que solicita ayuda para acabar con su propia vida.

Nuestro pronunciamiento ha de restringirse, por lo tanto, a esta concreta cuestión, sin alcanzar a otros posibles supuestos relativos al fin de la propia vida que pudieran darse en la realidad y que no son objeto de regulación en la LORE, como los producidos fuera del contexto eutanásico definido por el legislador o los atinentes a otras modalidades de eutanasia.

El Tribunal se atendrá asimismo a la sinonimia sentada por el legislador entre la expresión “eutanasia” y la locución “prestación de ayuda para morir”, y no hará tampoco cuestión de la identificación normativa, bajo la genérica denominación de eutanasia, de las dos modalidades previstas en el art. 3 g) LORE: administración directa al paciente de una sustancia letal por el profesional sanitario competente, por un lado, y prescripción o suministro de tal sustancia por dicho profesional de manera que el paciente se la pueda auto administrar, de otra parte. Sea o no discutible tal equiparación conceptual desde unos u otros enfoques dogmáticos o académicos, este extremo no ha suscitado controversia entre las partes.

b) El núcleo de la cuestión que hemos de dirimir es si la Constitución permite o no al legislador regular como actividad lícita lo que la LORE califica como “eutanasia activa directa” —que requiere, por definición, la ayuda de terceros— cuando concurran los presupuestos de libertad de decisión del sujeto y existencia de una situación de sufrimiento extremo médicamente contrastable. Solamente en caso afirmativo procedería examinar si, adicionalmente, el legislador puede configurar tal actividad lícita como contenido de un derecho público subjetivo de naturaleza prestacional en los términos en que lo hace la Ley Orgánica impugnada.

En la jurisprudencia de este tribunal no existen precedentes, en su acepción más propia, de la específica cuestión que ahora se nos plantea. Ello determina, por una parte, que para nuestro enjuiciamiento proceda recurrir como parámetro interpretativo especialmente cualificado (art. 10.2 CE) a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la materia, que ha quedado sintetizada en lo esencial en el fundamento jurídico 4 de esta sentencia. De otro lado, el carácter novedoso de la cuestión que ahora debemos abordar no impide tomar en consideración pronunciamientos previos de este tribunal que tanto los recurrentes como el abogado del Estado aducen en defensa de sus respectivas pretensiones, aunque dadas las diferencias del caso no sea posible trasladar aquí automáticamente y sin matices dicha doctrina. Nos referimos, en concreto, a la STC 53/1985, de 11 de abril, dictada en un recurso de inconstitucionalidad de hace treinta y ocho años sobre la primera ley despenalizadora de varios supuestos de aborto, y a las sentencias pronunciadas en varios recursos de amparo, aún más vinculados a la resolución de conflictos específicos y que, además, se referían a la problemática singular de los supuestos de rechazo por un menor de edad a una transfusión de sangre por motivos religiosos (STC 154/2002, de 18 de julio) y de la alimentación forzosa de sujetos sometidos a custodia del poder público en centros penitenciarios (SSTC 120/1990, de 27 de junio; 137/1990, de 19 de julio, y 11/1991, de 17 de enero).

Asimismo, ha de tenerse en especial consideración que, a diferencia de lo que sucede con la mayoría de los casos en relación con la eutanasia activa directa hasta ahora examinados por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, así como por los tribunales constitucionales de nuestro entorno, este tribunal se ve ahora llamado a pronunciarse sobre la constitucionalidad, no de normas penales prohibitivas, sino de una regulación legal que habilita su práctica (por todas, STC 49/2008, de 9 de abril, FJ 4).

c) Por último, en el análisis de la impugnación global de la LORE debemos tener presentes dos criterios hermenéuticos. De un lado, que la interpretación de la Constitución ha de atender al concreto contexto histórico en que se realiza. El Tribunal ha señalado al respecto, con apoyo en la sentencia del Tribunal Supremo de Canadá de 9 de diciembre de 2004 que retoma la expresión de la sentencia Privy Council, Edwards c. Attorney General for Canada de 1930, que nuestro examen ha de partir del dato de que “la Constitución es un ‘árbol vivo’ […] que, a través de una interpretación evolutiva, se acomoda a las realidades de la vida moderna como medio para asegurar su propia relevancia y legitimidad, y no solo porque se trate de un texto cuyos grandes principios son de aplicación a supuestos que sus redactores no imaginaron, sino también porque los poderes públicos, y particularmente el legislador, van actualizando esos principios paulatinamente y porque el Tribunal Constitucional, cuando controla el ajuste constitucional de esas actualizaciones, dota a las normas de un contenido que permita leer el texto constitucional a la luz de los problemas contemporáneos, y de las exigencias de la sociedad actual a que debe dar respuesta la norma fundamental del ordenamiento jurídico a riesgo, en caso contrario, de convertirse en letra muerta” (STC 198/2012, de 6 de noviembre, FJ 9). Desde esta perspectiva ha de tenerse en cuenta que, por más que esta sea la primera vez que el Tribunal se ve llamado a abordar el problema de la eutanasia, no es en sí una cuestión nueva, porque constituye un dilema universal.

De otro lado, el Tribunal está obligado a interpretar los derechos, principios y valores concernidos tomando en consideración el principio de unidad de la Constitución (por todas, SSTC 113/1994, de 14 de abril, FJ 9; 179/1994, de 16 de junio, FJ 5; 292/2000, de 30 de noviembre, FJ 11, y más recientemente STC 9/2010, de 27 de abril, FJ 3), criterio hermenéutico que manifiesta la relación e interdependencia de los distintos elementos del texto constitucional y que exige interpretarlo como un todo armónico. De modo que, procede ya anticipar aquí, no cabe realizar nuestro enjuiciamiento, como proponen los demandantes, desde la consideración única y aislada del derecho fundamental a la vida y de la vida como bien jurídico constitucionalmente protegido. En un contexto eutanásico como el delimitado por la ley orgánica impugnada se produce una grave situación de tensión que tiene como polos la libertad y la dignidad de la persona y su vida, como por lo demás no niegan ni los recurrentes ni el abogado del Estado, que, en cambio, discrepan en cuanto a la relevancia constitucional, la estructura normativa y el contenido constitucionalmente protegido de cada uno de ellos. Hemos de atender en nuestro escrutinio al conjunto de las decisiones valorativas plasmadas en la Constitución que se encuentran en una relación de mutua dependencia e interacción y cuya armonización o concordancia práctica ha de procurar su intérprete. Con la particularidad de que estamos ante elementos con relevancia constitucional que —sin perjuicio de su dimensión objetiva— corresponden a una y la misma persona, a diferencia de lo que sucede en las situaciones ordinarias de conflicto intersubjetivo.

C) Sobre la alegada prohibición constitucional de la eutanasia activa directa

a) Aproximación general

Con estas premisas, nuestro enjuiciamiento debe comenzar por dilucidar si, como plantean los recurrentes, la Constitución prohíbe de manera absoluta toda regulación de la eutanasia activa directa, pues solo en caso negativo procedería examinar la conformidad constitucional de la concreta regulación que de la misma hace la Ley Orgánica impugnada.

Para fundar el rechazo a la posibilidad constitucional de tal legislación el recurso realiza dos tipos de reproche constitucional. El primero, la radical oposición de la eutanasia activa directa al derecho a la vida y el bien constitucional vida (art. 15 CE), que refuerzan los recurrentes con la incompatibilidad con los principios rectores de la política social y económica enunciados en los arts. 43, 49 y 50 CE. Tras esa queja primera y principal, aducen la ausencia de un fundamento constitucional para el derecho a la prestación eutanásica que la ley establece. Ello nos conduce a examinar en primer lugar, el alcance del derecho a la vida y, en caso de que su delimitación no lo impida, abordar el anclaje constitucional del derecho a la prestación, si bien debe advertirse desde un principio la vinculación de ambas cuestiones.

b) Alcance del derecho fundamental a la vida

La demanda sostiene que el derecho fundamental a la vida goza de un carácter absoluto y, de manera derivada, que el Estado tiene el deber de proteger la vida incluso contra la voluntad de su titular y que el derecho no incluye un derecho a la propia muerte. Ninguna de estas consideraciones resulta convincente como obstáculo radical y definitivo a la constitucionalidad de la regulación de la eutanasia cuestionada, como argumentaremos a continuación.

(i) La vida humana no es solo el objeto del derecho fundamental enunciado en el art. 15 CE, sino condición de posibilidad del resto de derechos, lo que la sitúa como prius de la persona y de todas sus manifestaciones. Ha de verse por tanto como un bien constitucional objetivo que reclama del poder público preservación y respeto (SSTC 53/1985, de 11 de abril, FJ 3, y, entre otras, 32/2003, de 13 de febrero, FJ 7).

El derecho a la vida se configura como el derecho a la protección de la existencia física de las personas, que comporta para el poder público deberes negativos, o de abstención, y positivos, de protección frente a ataques de terceros (en tal sentido, STC 120/1990, de 27 de junio, FJ 7) o incluso propios, como se puntualizará, en determinadas hipótesis. Así lo viene declarando también el Tribunal Europeo de Derechos Humanos a la hora de interpretar y aplicar el art. 2.1 CEDH, que supone la obligación del Estado no solo de “abstenerse de quitar la vida ‘intencionalmente’ (obligaciones negativas)”, sino también de “tomar las medidas adecuadas para salvaguardar la vida de aquellas personas dentro de su jurisdicción (obligaciones positivas)” (STEDH de 5 de junio de 2015, asunto Lambert y otros c. Francia, § 117; en análogos términos, STEDH de 4 de octubre de 2022, asunto Mortier c. Bélgica, § 116).

Sin embargo, estas consideraciones no sustentan una interpretación del art. 15 CE —“[t]odos tienen derecho a la vida”— que atribuya carácter absoluto a la vida e imponga a los poderes públicos un deber de protección incondicional que implique un paradójico deber de vivir y, en tal medida, impida el reconocimiento constitucional de decisiones autónomas sobre la propia muerte en situaciones de sufrimiento debido a una enfermedad o padecimiento incurable médicamente constatable y que la persona experimenta como inaceptable.

(ii) Es cierto que la afirmación del carácter absoluto del derecho a la vida aparece como obiter dicta en alguna resolución de este tribunal que en el recurso se cita (STC 48/1996, de 25 de marzo, FJ 2). Cualquiera que sea el significado que así quiera atribuirse a esta polisémica calificación, aquella aseveración conllevaría —descartado el manifiesto absurdo de un derecho autorreferente, esto es, sin alteridad— la tesis de que habría de pesar sobre la persona, en mérito del art. 15 CE, una suerte de obligación constitucional de mantenerse con vida o, dicho de otro modo, que los deberes públicos de protección que derivan de la proclamación del derecho habrían de prevalecer en todo caso sobre la voluntad de quien decidiera poner fin a la propia vida o asumir, en hipótesis ya diferente, riesgos letales para sí mismo. Expuesta en tales términos generales y sin matiz alguno, la tesis no es constitucionalmente aceptable. Cabe oponer al respecto diversas consideraciones atinentes, de un lado, a la evidencia contraria que muestra el ordenamiento jurídico y, de otro y con carácter principal, a la incompatibilidad de la tesis absolutizadora con la Constitución.

(iii) Desde la perspectiva que nos ocupa, advertimos ya de partida que las propias resoluciones invocadas en el recurso desmienten el alegado carácter absoluto del derecho a la vida y del bien constitucional vida. No puede olvidarse que la STC 53/1985 amparó la constitucionalidad de varios supuestos de aborto aun desde el presupuesto del valor de la vida humana. Tampoco que la STC 120/1990, que avala la alimentación forzosa de los internos en huelga de hambre reivindicativa, se cuida de acentuar la proyección limitada de tal autorización desde la perspectiva de la afectación del derecho a la vida. Respalda la decisión respecto de quienes se encuentran internos en centros penitenciarios y arriesgan su vida para condicionar el ejercicio de potestades de la administración, pero distingue expresamente esa situación de la “decisión de quien asume el riesgo de morir en un acto de voluntad que solo a él afecta, en cuyo caso podría sostenerse la ilicitud de la asistencia médica obligatoria o de cualquier otro impedimento a la realización de esa voluntad” (FJ 7, con el mismo tenor, STC 137/1990, FJ 5).

Es más, a diferencia de lo que aducen los recurrentes, de esta doctrina constitucional no se sigue una prohibición general del suicidio, aunque se descarte una vertiente negativa que incluya el derecho a la propia muerte y considere que quien se da muerte de propia mano actúa en un ámbito libre de Derecho y, por lo tanto, en el marco del principio general de libertad y no en ejercicio de un derecho (SSTC 120/1990, FJ 7; 137/1990, FJ 5, y 11/1991, FJ 2). Pero, no puede olvidarse que las citadas resoluciones admiten la posible ilicitud de medidas impeditivas de la muerte que hubiera sido decidida por la persona en circunstancias distintas. Una consideración global pone de manifiesto que aquellas afirmaciones constituyen una respuesta a la específica cuestión entonces analizada, esto es, si el derecho a la vida incorpora un derecho a arrostrar la propia muerte que quepa oponer a la decisión del Estado de articular un mecanismo impeditivo, como sostenían los demandantes de amparo. Y esta concreta posibilidad es la que se rechaza en las sentencias, que concluyeron que “no es posible admitir que la Constitución garantice en su art. 15 el derecho a la propia muerte y, por consiguiente, carece de apoyo constitucional la pretensión de que la asistencia médica coactiva es contraria a ese derecho constitucionalmente inexistente” (SSTC 120/1990, FJ 7, y 137/1990, FJ 5). En absoluto puede extraerse de tal jurisprudencia una imposibilidad constitucional de admitir la eutanasia y, mucho menos, un pronunciamiento sobre el problema iusfundamental que suscita.

En tercer lugar, debemos destacar que la jurisprudencia constitucional respalda con base en el derecho fundamental a la integridad personal, proclamado en el propio art. 15 CE, las decisiones libres e informadas de rechazo de tratamientos médicos aun cuando puedan conducir a un resultado fatal (STC 37/2011, FJ 5), tal y como expusimos en el fundamento jurídico 4. Se trata de un aval que excluye la pretendida protección irrestricta de la vida no solo en términos lógicos, sino también en términos de delimitación del derecho fundamental, y que supone la admisión de una cierta disponibilidad de la vida vinculada a la autonomía de la persona. Hay que recordar que es la facultad de autodeterminación sobre las intervenciones en el propio cuerpo, al margen de su eficacia o finalidad sanadora, la que “legitima al paciente, en uso de su autonomía de la voluntad, para decidir libremente sobre las medidas terapéuticas y tratamientos”. Y que escoger entre las distintas posibilidades, consintiendo su práctica o rechazándolas, es “la manifestación más importante de los derechos fundamentales que pueden resultar afectados por una intervención médica”, sin que se vea limitada por una previsible consecuencia de muerte (por todas, STC 37/2011, FJ 5). En suma, la autodeterminación sobre el propio sustrato corporal impide que pueda activarse una protección de la vida a través de terapias salvadoras contra la voluntad del paciente.

(iv) Como muestra esta doctrina, más allá del contraste de las realidades jurídicas enunciadas con un concepto absolutizado de la vida, resulta constitucionalmente trascendental para rechazar esa comprensión la incidencia de la dignidad y la libre autodeterminación en la interpretación del derecho a la vida.

En línea con el enfoque del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (asunto Mortier c. Bélgica, § 124 y 128), la interpretación del art. 15 CE en orden a revisar la compatibilidad del derecho a la vida con las decisiones sobre su conclusión y, más específicamente, con la asistencia médica a la muerte en contextos de eutanasia, debe tener presente, conforme a las aludidas exigencias de interpretación sistemática y evolutiva, que la previsión del art. 15 CE se inserta en una axiología constitucional que tiene a la libertad como valor superior del ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE) y a la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad como fundamentos del orden político y de la paz social (art. 10.1 CE). En tal medida, frente a lo defendido en el recurso, la Constitución no acoge una concepción del derecho a la vida y de la protección del bien vida desconectada de la voluntad de su titular y, por ende, indiferente a sus decisiones sobre cómo y cuándo morir.

La consagración de la libertad como valor superior del ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE) “implica, evidentemente, el reconocimiento, como principio general inspirador del mismo, de la autonomía del individuo para elegir entre las diversas opciones vitales que se le presenten, de acuerdo con sus propios intereses y preferencias” (SSTC 132/1989, de 18 de julio, FJ 6, por todas).

De otro lado, esta misma facultad de autodeterminación respecto de la configuración de la propia existencia se deriva de la dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad, cláusulas que son “la base de nuestro sistema de derechos fundamentales” (por todas, STC 212/2005, de 21 de julio, FJ 4). Este tribunal ha señalado que la dignidad “es un valor espiritual y moral inherente a la persona, que se manifiesta singularmente en la autodeterminación consciente y responsable de la propia vida y que lleva consigo la pretensión al respeto por parte de los demás” (STC 53/1985, FJ 8 y, en sentido similar, por todas, STC 192/2003, de 27 de octubre, FJ 7). Otro tanto puede decirse del libre desarrollo de la personalidad que “protege la configuración autónoma del propio plan de vida” (STC 60/2010, de 7 de octubre), radicando su sentido primordial en excluir determinadas trabas o interferencias públicas —acaso también, en algunos supuestos, intervenciones de las llamadas a veces “paternalistas”— que limiten o entorpezcan sin fundamento suficiente un desarrollo personal que la Constitución quiere “libre”: libre, ante todo, de la intervención del Estado.

A todo ello hay que añadir que la facultad de autodeterminación consciente y responsable de la propia vida cristaliza principalmente en el derecho fundamental a la integridad física y moral (art. 15 CE). Este derecho protege la esencia de la persona como sujeto con capacidad de decisión libre y voluntaria, resultando vulnerado cuando se mediatiza o instrumentaliza al individuo, olvidando que toda persona es un fin en sí mismo (SSTC 181/2004, de 2 de noviembre, FJ 13, y 34/2008, de 25 de febrero, FJ 5).

En suma, en nuestro ordenamiento constitucional, la libertad individual para la adopción y puesta en práctica autónoma de decisiones personales privadas e íntimas de profunda relevancia vital goza prima facie de protección a través del reconocimiento de la libertad como valor superior del ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE), de los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad, configurados expresamente en la Constitución como “fundamentos del orden político y de la paz social” (art. 10.1 CE), y de los derechos fundamentales íntimamente vinculados a dichos principios, de entre los que cobra particular relevancia el derecho a la integridad física y moral (art. 15 CE).

El derecho a la vida debe leerse en conexión con estos otros preceptos constitucionales y, con ello, ser interpretado como cauce de ejercicio de la autonomía individual sin más restricciones que las justificadas por la protección de otros derechos e intereses legítimos. Cuando de las decisiones vitales que analizamos se trata, el respeto a esa autodeterminación debe atender además a las situaciones de sufrimiento extremo objetivo que la persona considera intolerable y que afectan al derecho a la integridad personal en conexión con la dignidad humana. El contenido del derecho a la vida debe cohonestarse con esos otros bienes y derechos constitucionales de la persona para evitar transformar un derecho de protección frente a las conductas de terceros (con el reflejo de la obligación de tutela de los poderes públicos) en una invasión del espacio de libertad y autonomía del sujeto, y la imposición de una existencia ajena a la persona y contrapuesta al libre desarrollo de su personalidad carente de justificación constitucional. El peso de los bienes y derechos constitucionales que inciden en el derecho a la vida, interpretados de modo sistemático, determinan el alcance de los deberes de protección del Estado y fundamentan la posibilidad de su restricción.

(v) Esta comprensión, se ajusta a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos relativa a la compatibilidad con el Convenio de Roma de la ausencia de constricción estatal en las decisiones sobre el final de la vida (Lambert c. Francia, § 136-139).

Ciertamente excluye el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que pueda derivarse del derecho a la vida del art. 2 CEDH un derecho a morir (por todos, asunto Pretty c. Reino Unido, § 40) y concede un amplio margen de apreciación a los Estados en la decisión de limitar o no el derecho a la vida privada en aras de la protección de la vida y la búsqueda de un equilibrio entre ambos intereses. Pero, y es lo aquí determinante, la interpretación del precepto conforme al art. 8 CEDH conduce a descartar que prohíba per se una despenalización condicional de la eutanasia, aun cuando implique la actuación de un tercero de poner fin intencionadamente a la vida de quien lo pide, en tanto que tiene por objeto dar a la persona libertad para evitar un final de vida que considera indigno y doloroso, siendo la dignidad humana y la libertad la esencia misma del Convenio (asunto Mortier c. Bélgica, § 137 y138).

(vi) Conforme a lo expuesto, no puede oponerse como motivo original y definitivo de inconstitucionalidad de la ley un entendimiento del derecho a la vida trascendente a la persona e inmune a sus decisiones libres y conscientes, que se oponga de forma irremediable a la constitucionalidad de la autodeterminación vital en contextos eutanásicos. El Tribunal no aprecia una diferencia valorativa que, desde la estricta perspectiva del alegado carácter absoluto de la protección de la vida, explique la admisibilidad constitucional —aceptada por los recurrentes— de la facultad de autodeterminación de un paciente que rechaza tratamientos salvadores, solicita la retirada del soporte vital o requiere cuidados paliativos terminales, con el consiguiente adelantamiento de la muerte que esas decisiones implican, pero no de los supuestos de eutanasia ahora examinados. También en este ámbito la decisión libre y consciente de morir de quien se halla en situaciones de sufrimiento personal extremo, provocadas por enfermedades graves incurables o profundamente incapacitantes, presenta una dimensión iusfundamental y de apertura a la disponibilidad de la vida. Sobre ello nos detendremos a continuación, si bien ha de abordarse antes la invocación de los principios rectores enunciados en los arts. 43, 49 y 50 CE con que el recurso refuerza la pretendida oposición de la regulación de la eutanasia con la protección de la vida.

c) Principios rectores de la política social y económica (arts. 43, 49 y 50 CE)

Debemos descartar el reproche de ilegitimidad de la LORE que los recurrentes asocian con los principios rectores de la política social y económica enunciados en los arts. 43, 49 y 50 CE como previsiones que, adicionalmente al art. 15 CE, obligan a preservar la vida y la salud y excluyen toda finalidad legítima de la eutanasia.

Así es, con plena evidencia, por lo que se refiere a los arts. 49 y 50 CE, relativos a las políticas públicas de atención específica a las personas con discapacidad y a los ciudadanos durante la tercera edad. Ni la LORE ha incurrido en la perversión jurídica de referirse, de manera selectiva, a estos colectivos de personas —sino, en términos abstractos, a cualquiera que reúna los “requisitos” establecidos en su art. 5— ni los compromisos que se fijan para los poderes públicos en una y otra disposición (meramente citada, sin fundamentación alguna, la primera) pueden entenderse contradichos por la configuración legislativa de una prestación de ayuda para morir cuyo sentido difiere por completo del que anima a cada una de estas normas.

Otro tanto se ha de decir ante la invocación de los arts. 43.1 y 2 CE, que, respectivamente, reconocen el “derecho a la protección de la salud” y disponen que “[c]ompete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios”. Se lee en la demanda que la Constitución obliga, “ante la enfermedad, el sufrimiento y la muerte”, a “la preservación de la vida y de la salud” y que el “servicio que prestan los médicos en la eutanasia no está orientado a tutelar la salud de los enfermos, sino a acabar definitivamente con ella”. De nuevo este alegato sitúa el debate jurídico-constitucional en un terreno ajeno a la problemática de la regulación legal de la eutanasia. El legislador ha introducido la prestación de ayuda para morir ante lo que bien puede llamarse el fracaso —al cabo ineluctable— de la ciencia médica en sanar al enfermo o aliviar su sufrimiento [apartados b) y c) del art. 3 LORE] y mal puede contrastarse esta ordenación legal con un derecho a la protección de la salud del que no derivan obligaciones para el paciente, según ya se ha advertido, y que tampoco hace buena, o conforme a la ciencia médica, la obstinación terapéutica.

d) El derecho a la autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos

Descartado el reproche de incompatibilidad con la debida protección de la vida y con los principios rectores citados, ha de rechazarse también la alegación relativa a la carencia de fundamento constitucional de la eutanasia activa directa en contextos de sufrimiento extremo como los cubiertos por la Ley Orgánica impugnada. Como a continuación razonamos y se desprende de lo expuesto, tal fundamento se encuentra en los derechos fundamentales a la integridad física y moral —integridad personal, en definitiva— del art. 15 CE que, en conexión con los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad del art. 10.1 CE, amparan el derecho de la persona a la autodeterminación respecto de su propia muerte en contextos eutanásicos, derecho que delimita externamente el ámbito de aplicación del derecho fundamental a la vida y que resulta amparado en la Constitución.

(i) Según hemos anticipado en el fundamento jurídico 4, es doctrina de este Tribunal que los derechos a la integridad física y moral del art. 15 CE incluyen un derecho de autodeterminación de la persona pues, además de “proteger la ‘incolumidad corporal’ (STC 207/1996, de 16 de diciembre, FJ 2), ‘han adquirido también una dimensión positiva en relación con el libre desarrollo de la personalidad’, orientada a su plena efectividad” (por todas, STC 37/2011, FJ 3). Por ello ha declarado este tribunal que el derecho a la integridad personal ampara, sin perjuicio de precisiones ahora irrelevantes, a quien de manera libre, informada y responsable rechaza someterse a unos u otros tratamientos médicos o sanitarios [SSTC 120/1990, FJ 8; 137/1990, FJ 6; 154/2002, FJ 9 b), y 37/2011, FFJJ 3 a 7], aun cuando esa decisión, tomada en uso de su autonomía de la voluntad, pudiera conducir a un resultado fatal (STC 37/2011, FJ 5).

Es asimismo doctrina de este tribunal que “para que esa facultad de consentir, de decidir sobre los actos médicos que afectan al sujeto pueda ejercerse con plena libertad, es imprescindible que el paciente cuente con la información médica adecuada sobre las medidas terapéuticas, pues solo si dispone de dicha información podrá prestar libremente su consentimiento, eligiendo entre las opciones que se le presenten, o decidir, también con plena libertad, no autorizar los tratamientos o las intervenciones que se le propongan por los facultativos. De esta manera, el consentimiento y la información se manifiestan como dos derechos tan estrechamente imbricados que el ejercicio de uno depende de la previa correcta atención del otro […]. La información previa, que ha dado lugar a lo que se ha venido en llamar consentimiento informado, puede ser considerada, pues, como un procedimiento o mecanismo de garantía para la efectividad del principio de autonomía de la voluntad del paciente y, por tanto, de los preceptos constitucionales que reconocen derechos fundamentales que pueden resultar concernidos por las actuaciones médicas, y, señaladamente, una consecuencia implícita y obligada de la garantía del derecho a la integridad física y moral, alcanzando así una relevancia constitucional que determina que su omisión o defectuosa realización puedan suponer una lesión del propio derecho fundamental” (STC 37/2011, de 28 de marzo, FJ 5). Se trata de una garantía que se ha concretado en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica (arts. 2 y concordantes).

Este derecho de autodeterminación del paciente encuentra también protección en el CEDH, a pesar de que no cuente con un específico derecho a la integridad física y moral equivalente al del art. 15 CE. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha reconocido que el derecho de autodeterminación respecto de los tratamientos médicos forma parte del derecho al respeto de la vida privada enunciado en el art. 8.1 CEDH, aun cuando su ejercicio pudiera conducir a la muerte del sujeto (por todas, SSTEDH de 29 de abril de 2002, asunto Pretty c. Reino Unido, § 63 y 65, y de 5 de junio de 2015, asunto Lambert y otros c. Francia, § 142 y 180).

(ii) En conexión con los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE), el derecho a la integridad personal del art. 15 CE protege un ámbito de autodeterminación de la persona que ampara también la decisión individual de darse muerte por propia mano, cuando tal decisión se adopte de manera libre y consciente por un ser humano capaz que se encuentre inmerso en un contexto de sufrimiento personal extremo debido a causas clínicas de gravedad límite, racional y objetivamente contrastables conforme a los parámetros de la ciencia médica.

En una situación extrema de este tipo, la decisión relativa a cómo y cuándo finalizar la propia existencia afecta de manera insuperablemente intensa a los derechos a la integridad física y moral de la persona afectada, así como al libre desarrollo de su personalidad y, de manera muy destacada, a su dignidad, principio que viene a condensar en última instancia el significado más profundo de la opción constitucional que en este específico contexto deriva de los arts. 15 y 10.1 CE. La dignidad está reconocida a todas las personas con carácter general, pero cuando el intérprete constitucional trata de concretar su contenido no puede ignorar el hecho obvio de la especificidad de las situaciones trágicas de sufrimiento personal extremo provocadas por enfermedades graves incurables o profundamente incapacitantes (mutatis mutandis, respecto de la interpretación de las exigencias derivadas de la dignidad de la persona en el ámbito de la maternidad, STC 53/1985, FJ 8).

Concurriendo estas precisas circunstancias ya no cabe afirmar que estemos ante una conducta genérica de disposición de la propia vida realizada en ejercicio de una mera libertad fáctica, esto es, en una suerte de ámbito libre de Derecho (SSTC 120/1990, FJ 7; 137/1990, FJ 5, y 11/1991, FJ 2), sino ante una de las decisiones vitales —por más que extrema y fatal— de autodeterminación de la persona protegida por los derechos a la integridad física y moral (art. 15 CE) en conexión con los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE). Este derecho de autodeterminación garantiza a la persona inmersa en un contexto de sufrimiento extremo como el aquí considerado un espacio de autonomía individual para trazar y llevar a término un proyecto de fin de vida acorde con su dignidad, de acuerdo con sus propias concepciones y valoraciones acerca del sentido de su existencia. Se trata de un ámbito de autonomía que el Estado debe respetar y a cuya efectividad debe contribuir, dentro de los límites impuestos por la existencia de otros derechos y bienes asimismo reconocidos por la Constitución.

Debido a su fundamento constitucional, este específico derecho de autodeterminación tiene como presupuesto que su ejercicio responda a la decisión libre y consciente de su titular. Resulta aquí plenamente aplicable, por ello, nuestra ya reseñada doctrina sobre la información previa y el consentimiento informado como mecanismos de garantía para la efectividad del principio de autonomía de la voluntad del paciente y, con ello, de los preceptos constitucionales que reconocen derechos fundamentales que pueden resultar concernidos por las actuaciones médicas, de modo que su omisión o defectuosa realización puede suponer una lesión de tales derechos fundamentales (STC 37/2011, FJ 5).

En un sentido análogo, aunque con un alcance diferente —no limitado a los contextos eutanásicos que, por ser los afectados por la Ley Orgánica impugnada, son los únicos sobre los que nos corresponde ahora pronunciarnos— se ha manifestado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos al afirmar que “el derecho de un individuo a decidir de qué manera y en qué momento debe finalizar su vida, con tal de que esté en condiciones de formar libremente su voluntad a este propósito y de actuar en consecuencia, es uno de los aspectos del derecho al respeto de su vida privada en el sentido del artículo 8 de la Convención”, de modo que la obligación de intervención del poder público se ciñe a las decisiones no tomadas con conocimiento y libertad (SSTEDH Haas c. Suiza, § 51; Koch c. Alemania, §52, y Mortier c. Bélgica, § 124, 135 y 136). Conclusión que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos alcanza tras señalar que “la dignidad humana y la libertad son la esencia misma del Convenio” (Mortier c. Bélgica, § 124).

No puede acogerse, en fin, el argumento de los recurrentes de que la persona que se suicida pierde su dignidad y libertad al renunciar a su sustento. La decisión libre y consciente de poner fin a la propia vida constituye una expresión de la autonomía personal que le es inherente, sin que sea concebible una comprensión absoluta del derecho a la vida opuesta a la dignidad de la persona que se halla en la situación trágica de sufrimiento, a cuya protección —como el resto de derechos fundamentales— sirve desde una perspectiva individual como concreción normativa (en distintos contextos, SSTC 194/1994, de 23 de junio, FJ 4; 113/1995, de 6 de julio, FJ 6; 133/2001, de 13 de junio, FJ 5, o 136/2006, de 8 de mayo, FJ 6).

(iii) Este derecho de autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos incluye también el derecho de la persona a recabar y usar la asistencia de terceros que sea necesaria para llevar a la práctica la decisión de manera compatible con su dignidad y con su integridad personal. Tal ayuda puede ser necesaria tanto para materializar en última instancia la voluntad de poner fin a la propia vida como para poner a su disposición los medios que le permitan acabar su vida de manera segura e indolora, o dicho de otro modo, digna.

De ello se sigue que la Constitución demanda a los poderes públicos —en primer término, al legislador— permitir la ayuda por parte de terceros a la muerte de la persona capaz que así lo decide, libre y conscientemente, en el tipo de situaciones extremas a las que se refiere nuestro enjuiciamiento y de habilitar las vías necesarias para ello. Sin que de ello se derive necesariamente un deber prestacional del Estado, lo que este no puede hacer es eludir su responsabilidad en esta materia, como sucedería si pretendiese permanecer ajeno —mediante la prohibición o la ausencia de regulación— a la específica problemática de quien precisa la ayuda de terceros para ejercer de modo efectivo su derecho en este tipo de situaciones, pues ello podría abocar a la persona a una muerte degradante, y en todo caso haría depender a cada sujeto, a la hora de decidir sobre su propia muerte y llevarla a cabo, de sus específicos y personales condicionantes físicos, sociales, económicos y familiares, resultados ambos incompatibles con los arts. 10.1 y 15 CE. Como a continuación se indicará, este deber público de dotar de eficacia al derecho de autodeterminación no conlleva, sin embargo, una exigencia constitucional de permisión total e indiscriminada de la ayuda de terceros a la muerte libre y conscientemente decidida por persona capaz inmersa en un contexto eutanásico.

Una aproximación similar a la expuesta ha adoptado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos cuando, tras encuadrar en el art. 8.1 CEDH el derecho a decidir cómo y cuándo poner fin a la vida, afirma que “impedir por ley que una persona ejerza su elección para evitar lo que, a su juicio, constituirá un final indigno y doloroso de la vida” puede suponer una injerencia en tal derecho (Mortier c. Bélgica, § 135, con ulteriores referencias).

e) Desestimación de la queja

Las consideraciones expuestas conducen a la desestimación de la primera parte de la censura de inconstitucionalidad de carácter sustantivo que los recurrentes dirigen contra el conjunto de la LORE, cifrada en la supuesta imposibilidad constitucional de configurar la eutanasia activa directa como actividad lícita.

La Constitución no exige, como tampoco lo hace el CEDH, una protección de la vida humana de alcance absoluto que pueda oponerse a la voluntad libre y consciente de su titular, ni tal entendimiento de la vida resulta compatible con la consideración de la persona que deriva del texto constitucional en su conjunto. Antes bien, la decisión de poner fin a la propia vida, adoptada libre y conscientemente por quien, estando en pleno uso de sus facultades mentales, se encuentra inmerso en una situación de sufrimiento extremo por causas médicas especialmente graves, irreversibles y objetivamente contrastables, es una de las decisiones vitales amparadas por el derecho de autodeterminación de la persona que deriva de los derechos fundamentales a la integridad física y moral (art. 15 CE) en conexión con el reconocimiento de los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE). Este derecho de autodeterminación conlleva la obligación del Estado de habilitar las vías legales necesarias para permitir la ayuda de terceros que sea precisa para que la persona inmersa en una de las situaciones trágicas a las que se refiere nuestro enjuiciamiento pueda ejercer su derecho a decidir sobre su propia muerte en condiciones de libertad y dignidad.

Sin embargo, ello no significa sin más que toda regulación de la ayuda de terceros a la muerte de quien así lo decide en un contexto eutanásico sea por sí mismo compatible con la Constitución. Para que exista tal compatibilidad es necesario que el legislador, que fija los mecanismos para dotar de efectividad al derecho de autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos, establezca medidas de protección suficientes de los derechos, principios y bienes constitucionales que puedan verse afectados por el ejercicio de tal derecho, como se examina en detalle a continuación.

D) Sobre la alegada inconstitucionalidad del modelo regulatorio plasmado en la Ley Orgánica impugnada

a) Aproximación general

Descartado que la Constitución se oponga per se a la previsión legal de la eutanasia, la cuestión que hemos de dilucidar es si el legislador, al prestar atención normativa a quienes recaben ayuda pública para poner fin a la propia vida y configurar al efecto un derecho de prestación, ha establecido garantías suficientes de que la muerte así causada no vulnera ninguno de los derechos y bienes constitucionales en juego.

En este punto resulta necesaria una aclaración relativa a la pauta metodológica que habrá de seguir nuestro enjuiciamiento. Los demandantes plantean subsidiariamente que, si se considera que el derecho a la vida es susceptible de modulación, la concreta ponderación plasmada en la LORE sería inconstitucional por habilitar una agresión a este derecho que no supera las exigencias del principio de proporcionalidad. Conforme a su planteamiento, la prestación de ayuda para morir constituiría una medida de injerencia en el derecho fundamental a la vida cuya constitucionalidad quedaría condicionada a su proporcionalidad, entendida como prohibición de la restricción excesiva de los derechos fundamentales.

Este planteamiento no puede ser acogido. Según se ha razonado, la habilitación legislativa de la eutanasia activa directa constituye una medida dirigida a garantizar el derecho de autodeterminación de la persona respecto de su propia muerte en contextos de sufrimiento extremo que, con anclaje constitucional en el derecho fundamental a la integridad física y moral, no implica en principio una injerencia en la vida ni como derecho fundamental ni como bien constitucional objetivo. Ello sin perjuicio de advertir que la vida podría resultar lesionada en defecto de medidas de protección suficientes para evitar la indebida influencia o el abuso por parte de terceros, sea en la adopción de la decisión relativa a la muerte o en su puesta en práctica. El Estado no solo ha de abstenerse de producir injerencias en la vida de las personas, sino que debe evitar en la medida de lo fáctica y jurídicamente posible las que procedan de otros sujetos distintos del titular de esos derechos. Esta exigencia es crucial en la materia que ahora examinamos, porque la participación de un tercero supone la incorporación al proceso de finalización de la vida de un agente externo que trasciende el ámbito personal de quien pretende darse muerte y que, podría, en ausencia de suficientes salvaguardias legales, exponer al individuo afectado al riesgo de influencias indebidas, manipulaciones y abusos, con la consiguiente vulneración de su derecho a la vida.

A ello ha de añadirse que, aunque no forma parte de los motivos de impugnación, no puede desconocerse que toda regulación de la eutanasia activa directa ha de respetar asimismo el derecho de autodeterminación que le sirve como fundamento constitucional y que delimita los respectivos ámbitos de aplicación de tal derecho y del derecho a la vida. Como hemos señalado en otras ocasiones, cuando el cumplimiento del deber de protección del Estado respecto de un bien jurídico o derecho fundamental implica que el legislador ha de llevar a cabo acciones positivas en defensa del mismo que entran en conflicto con derechos fundamentales de libertad, el control de constitucionalidad no puede abordarse exclusivamente desde la perspectiva de la suficiencia en el cumplimiento del deber de protección, sino que necesariamente ha de valorar si la actuación legislativa respeta el contenido esencial de los derechos fundamentales de libertad afectados por la misma y no resulta desproporcionada (por todas, SSTC 120/1990, de 27 de junio, y 215/1994, de 14 de julio).

Dentro de estos límites, corresponde a los poderes públicos —y, en primer término, al legislador— adoptar medidas de protección suficientemente eficaces para evitar que una regulación de este tipo, y su consiguiente aplicación en la práctica, puedan llegar a afectar de modo constitucionalmente inadmisible a la vida del sujeto. El legislador goza de una amplia libertad de configuración a la hora de responder a sus deberes de protección de la vida de las personas frente a agresiones de terceros, pudiendo optar por distintos modelos integrados por unas u otras medidas protectoras de naturaleza material, organizativa y/o procedimental, siempre y cuando alcance el resultado tuitivo exigido por la Constitución y lo haga, además, sin interferir desproporcionadamente en el derecho a la autodeterminación del paciente ni afectar a su contenido esencial.

Por su parte, compete a este tribunal controlar la conformidad con la Constitución de la concreta opción adoptada por el legislador al regular la eutanasia activa directa. Debido al específico encuadramiento constitucional de esta materia, tal operación ha de realizarse, por lo que a la tutela de la vida se refiere, a través de un examen de proporcionalidad entendido no en el sentido clásico de prohibición del exceso (sobre esta vertiente, por todas, STC 148/2021, de 14 de julio, FJ 3), sino en su manifestación como prohibición del defecto, esto es, como proscripción de la inexistente o insuficiente protección. Tal déficit existiría si el legislador no hubiese adoptado medida de protección alguna, si las medidas adoptadas fuesen manifiestamente inadecuadas para alcanzar el objetivo de protección requerido o si no fuesen suficientes para proporcionar el nivel de protección exigido por la Constitución. No nos corresponde, por lo tanto, analizar si pudieran existir otros sistemas más eficaces de protección de la vida (que, por lo demás, incidirían de forma mayor en el derecho fundamental a la autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos, incidencia que sí habría de medirse a la luz del principio de proporcionalidad entendido como prohibición del exceso), sino solo dilucidar si el sistema previsto en la LORE cumple con unos mínimos de protección razonables. Únicamente si la respuesta a este interrogante fuera negativa se podría compartir la censura que dirigen los recurrentes contra la Ley Orgánica en su totalidad.

Esta es la perspectiva desde la cual procede examinar el específico modelo regulatorio por el que ha optado el legislador al aprobar la LORE, y desde la que deben abordarse también las tachas de alcance general que los recurrentes dirigen en este punto contra dicha norma. Tales censuras, relativas a la delimitación legal del contexto eutanásico y al acceso efectivo a los cuidados paliativos, no pueden dejarse de lado por el mero hecho de que la demanda las exponga al hilo del pretendido juicio de proporcionalidad entendido como prohibición del exceso —que se acaba de desechar como pauta del control—, sino que habrán de ser consideradas desde la perspectiva de la prohibición de la inexistencia o insuficiencia de protección. Por lo demás, y para facilitar la comprensión de nuestra argumentación, las quejas subsidiarias de los demandantes relativas a preceptos específicos de la LORE serán examinadas en los fundamentos jurídicos sucesivos, a pesar de que la mayoría se apoyan también, parcialmente, en la supuesta insuficiencia del nivel de protección que a la vida propicia la LORE.

b) Deberes de protección del Estado en este contexto

Para pronunciarnos acerca de la constitucionalidad de la LORE desde esta perspectiva es necesario determinar, en primer lugar, cuáles son los deberes de protección frente a terceros que respecto de la materia regulada por la LORE resultan de la Constitución, pues solo una vez fijado tal canon será posible examinar si ha sido satisfecho por el legislador.

(i) Ante todo es preciso aclarar que, en este contexto, la Constitución impone exigencias de protección frente a terceros no solo respecto de la vida como derecho fundamental y como bien constitucional objetivo —única perspectiva a la que alude la demanda—, sino también respecto del derecho fundamental a la autodeterminación de la propia muerte en situaciones eutanásicas. Ahora bien, no habiéndose planteado en este proceso la vulneración de estos últimos deberes de protección y no existiendo elementos que hagan dudar a este tribunal de que los mismos se hayan visto satisfechos por la ley orgánica impugnada, nuestro enjuiciamiento ha de limitarse a verificar si el legislador ha observado sus deberes de proteger la vida de las personas frente a terceros.

El deber constitucional de protección del derecho fundamental a la vida frente a agresiones de terceros se concreta en la obligación del Estado de garantizar que la decisión de poner fin a la propia vida en contextos de sufrimiento extremo se adopta y se lleva a término de conformidad con la voluntad libre y consciente de una persona capaz, lo que exige la articulación de mecanismos suficientes para garantizar el carácter informado, reflexivo, estable y ajeno a coacciones de una decisión tan trascendental. Interesa resaltar que, con ello, el contenido de este deber de protección coincide con el que deriva del derecho de autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos, como resulta de nuestra doctrina, ya citada y aplicable aquí, sobre el consentimiento informado como presupuesto y garantía constitucional del ejercicio del derecho a la integridad personal (art. 15 CE). Igualmente, conviene destacar que la existencia de una voluntad auténticamente propia, libre y consciente de una persona capaz es el elemento que marca la frontera entre el ámbito de protección del derecho fundamental a la vida y el derecho fundamental a la autodeterminación respecto de la propia muerte en situaciones eutanásicas.

En un sentido similar se ha pronunciado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos al referirse a los deberes estatales de protección de la vida en el asunto Mortier c. Bélgica, § 139, que recoge la consideración del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas de que la eutanasia no constituye un atentado al derecho a la vida si se rodea de sólidas garantías legales e institucionales que permitan verificar que los profesionales de la medicina aplican una decisión explícita, no ambigua, libre e informada del paciente, a fin de que el mismo sea protegido frente a presiones y abusos. Para la identificación de los específicos estándares de garantía que habrán de ser necesariamente satisfechos por el legislador en uso de su margen de configuración, puede resultar de utilidad (ex art. 10.2 CE) atender a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre las condiciones de una eutanasia —practicada al amparo de una opción legislativa de despenalización— que garantizan el cumplimiento de las obligaciones positivas de protección de la vida. Estas salvaguardas se vinculan a tres elementos: regulación garantista de los actos previos a la eutanasia, práctica respetuosa de tal marco legal y control posterior (asunto Mortier c. Bélgica, § 141). Conviene hacer una sucinta alusión a dichas pautas a efectos orientadores, teniendo en cuenta que la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos no es parámetro directo de constitucionalidad y que las garantías mencionadas en el asunto Mortier se encuentran vinculadas al problema planteado en aquel caso, la eutanasia practicada a petición de una persona con trastornos psiquiátricos y conforme a una legislación que no establecía un sistema de verificación previa, aspectos ambos que divergen del modelo que establece la ley que ahora estamos enjuiciando.

La primera exigencia radica en la existencia de un marco legislativo relativo a los actos previos a la eutanasia que garantice que la decisión del paciente de poner fin a su vida se adopta libremente y con pleno conocimiento de causa, lo que puede articularse mediante un control previo por un organismo independiente y, a falta de tal control, por la existencia de garantías materiales y procesales suficientes en la norma (§ 145 y 146). Como tales valora el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el asunto Mortier la previsión de una petición reiterada y ajena a presiones externas, verificada por un médico, la definición de la situación de sufrimiento, la intervención adicional de médicos independientes y especializados en la patología o la fijación de un plazo entre la solicitud y la materialización de la eutanasia (§ 150-153). Esta regulación debe ser clara y precisa, para permitir al ciudadano conocer los límites que se imponen al ejercicio del derecho a decidir sobre el momento y la forma de la muerte (Gross c. Suiza, § 63 y 69). En segundo lugar, establecido un marco jurídico claro y preciso, resulta determinante que la eutanasia se practique con observancia de esta regulación, de modo que las garantías legales se satisfagan y operen efectivamente como barrera frente a posibles abusos, asegurando una decisión plenamente voluntaria y en las situaciones médicas que el legislador ha fijado. Como tercer elemento se menciona un control posterior respetuoso de las obligaciones de investigación que establece el derecho a la vida del art. 2 CEDH. Como es sabido, este precepto impone, junto a las obligaciones sustantivas positivas, obligaciones procesales propias de un sistema judicial eficaz e independiente que, en caso de muerte, sea capaz de establecer los hechos, exigir responsabilidades a los culpables y proporcionar a las víctimas una reparación adecuada. La obligación de investigar que se activa en los casos de fallecimiento que pudiera deberse a una acción homicida se aplica también a los casos “en que una eutanasia llevada a cabo sea objeto de una denuncia o una queja por parte de un familiar del fallecido que indique de forma creíble la existencia de circunstancias sospechosas” (§ 167). No obstante, entiende el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que, cuando la eutanasia se realiza en virtud de una legislación que la autoriza pero la somete a condiciones estrictas, no suele ser necesaria una investigación penal, que solo debe iniciarse si hubiera circunstancias sospechosas (§ 179). En orden a cumplimentar las exigencias de tutela del derecho a la vida, el control sucesivo resulta crucial y debe ser especialmente riguroso cuando no existe un control previo, pudiendo articularse a través de un órgano administrativo, siempre que goce de independencia, que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos valora como particularmente importante cuando se trata de obtener peritajes médicos (§ 171 y 176).

(ii) En cuanto a la intensidad de los deberes de protección frente a terceros que los derechos fundamentales imponen al Estado, su determinación debe realizarse teniendo en cuenta la relevancia constitucional de los valores y derechos constitucionales a cuya tutela sirven, la gravedad, alcance e inminencia del riesgo o amenaza al que se ven expuestos y el grado de razonable posibilidad de que el titular de los derechos afectados los proteja por sí mismo. Es evidente que, cuando de la regulación de la eutanasia activa directa se trata, tanto la relevancia del derecho fundamental que puede verse afectado (la vida, por lo que ahora importa) como la gravedad de la amenaza a la que queda expuesto (su eliminación definitiva e irreparable) es máxima. Es preciso insistir en este punto en la doble particularidad fenomenológica del derecho a la vida: el carácter irreversible de la ejecución de la decisión de ponerle fin y su dimensión existencial en tanto que sostén biológico del resto de los derechos. Por otra parte, encontrándonos ante una regulación relativa a contextos eutanásicos, tal derecho corresponde a personas en una especial posición de vulnerabilidad debido a la situación de sufrimiento extremo en la que se hallan, lo que puede hacer que encuentren especiales dificultades para protegerse a sí mismas.

Estas circunstancias determinan la exigibilidad constitucional de un alto nivel de protección de la vida. Al legislador le es exigible, para prevenir daños de otro modo irreversibles, un estricto rigor tanto en la determinación de los supuestos fácticos y los procedimientos para instar la ayuda para morir como en el aseguramiento de las correspondientes y obligadas garantías y controles, de modo que se proteja suficientemente al individuo del riesgo de influencias indebidas, manipulaciones y abusos por parte de terceros.

c) Enjuiciamiento

Sentado lo anterior, puede analizarse el modelo regulatorio de la LORE para determinar si se encuentra dentro de los límites constitucionales que acabamos de perfilar.

(i) Antes de abordar las tachas concretas de inconstitucionalidad que en este punto denuncia la demanda es necesario examinar en su conjunto el modelo de protección de la vida frente a terceros instaurado por la Ley Orgánica. Ello es preciso porque dicho modelo no puede ser enjuiciado exclusivamente a través de la lectura descontextualizada y aislada de los preceptos mencionados por la demanda, sino que ha de tenerse en cuenta el complejo sistema legal en que se inserta, cuyas características esenciales han quedado descritas en el fundamento quinto, y que pueden sintetizarse como sigue.

De la lectura del preámbulo de la LORE, en relación con su articulado, se deriva con claridad que el legislador ha optado por un sistema de regulación y prestación pública de la ayuda para morir en contextos eutanásicos, configurada como derecho público subjetivo, por entender que un modelo de este tipo ofrece mayores niveles de garantía frente a posibles abusos de terceros que una opción meramente despenalizadora de la eutanasia activa directa. Se trata de una apreciación que no puede tacharse de infundada, ni en abstracto ni, en particular, a la luz del concreto sistema de medidas de protección de la vida que establece la LORE, que se articula en torno a cuatro ejes fundamentales.

El primero de ellos consiste en la previsión de que la prestación de ayuda para morir solo puede dispensarse —al margen ahora la problemática singular de los casos de “incapacidad de hecho” (arts. 5.2, 9 y concordantes LORE), que se aborda en el FJ 8 de esta sentencia— tras la manifestación de lo que llama la LORE un “consentimiento informado” de una persona “capaz” y que sea “libre, voluntari[o] y consciente” [arts. 3 a), 4.2, 5.1 a), 5.1 e) y 6.1]. No cabe, por lo tanto, que la ayuda para morir sea prestada sin consentimiento del sujeto, ni por un sujeto que no sea capaz, ni mediante el consentimiento de un representante (arts. 5.2, 6.4 y 9) ni con un consentimiento que no sea informado, libre, voluntario y consciente. En coherencia con ello, se establece un mandato de garantizar “los medios y recursos de apoyo, materiales y humanos, incluidas las medidas de accesibilidad y diseño universales y los ajustes razonables que resulten precisos para que las personas solicitantes de la prestación de ayuda para morir reciban la información, formen y expresen su voluntad, otorguen su consentimiento y se comuniquen e interactúen con el entorno, de modo libre, a fin de que su decisión sea individual, madura y genuina, sin intromisiones, injerencias o influencias indebidas” (art. 4.3, primer párrafo). En coherencia con ello se prevé la libre revocabilidad de la solicitud de ayuda para morir y el aplazamiento de su administración una vez reconocida (art. 6.3).

La segunda garantía sustantiva prevista por la LORE es la delimitación de un “contexto eutanásico”, en formulación sintética de su preámbulo, como presupuesto fáctico necesario para justificar la solicitud de ayuda para morir. Con arreglo a la norma impugnada, tal solicitud solo será viable, junto a otras condiciones en dos supuestos: el de “padecimiento grave, crónico e imposibilitante” y el de “enfermedad grave e incurable”, causantes, respectivamente, de “sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece” o de “sufrimientos físicos o psíquicos constantes e insoportables sin posibilidad de alivio que la persona considere tolerable” [apartados b) y c) del artículo 3]. Esta delimitación supone que el legislador no ha extendido la prestación de ayuda para morir —ni la consiguiente despenalización condicional de la eutanasia— a cualesquiera contextos y situaciones en que la persona pretendiese recabar ayuda de terceros para poner fin a su propia vida, sino que ha reducido esta posibilidad a contextos eutanásicos caracterizados por una situación de sufrimiento personal extremo por causas médicas graves, irreversibles y objetivamente contrastables. La definición del contexto eutanásico opera, así, como un mecanismo de protección de la vida en tanto que derecho fundamental y bien constitucional objetivo.

El tercer bloque de garantías previsto en la Ley Orgánica, que en puridad es instrumental a las dos garantías sustantivas vistas, incluye cautelas de naturaleza procedimental y organizativa relativas al reconocimiento de la prestación y a su materialización. Se incluye aquí, por una parte, la delimitación taxativa de los requisitos para el reconocimiento de la prestación (arts. 5 y 6), así como la imposición sobre el personal médico de deberes precisos de información y asesoramiento neutral al paciente [arts. 5 b) y 8.1], información que no es genérica y estandarizada, desconectada de la finalidad de protección de los derechos constitucionales en juego, sino específica y cualificada, orientada a poner a disposición del individuo otras prestaciones públicas.

De otro lado, la LORE ha previsto un procedimiento administrativo previo y obligatorio para comprobar la concurrencia de los requisitos de acceso a la prestación, articulando un pormenorizado control ex ante de la eutanasia activa directa. En él se exigen reiteradas solicitudes del paciente realizadas con determinadas formalidades, en garantía de la voluntariedad y la firmeza de su decisión [arts. 5.1 c), 8.1, 8.2 y 8.3]; varios plazos mínimos de espera, en protección del necesario carácter reflexionado de una decisión tan trascendente [arts. 5.1 c), 8.1 y 8.2]; deberes de motivación y justificación documental específicos [arts. 4.2, 5.1 c) y e), 6.2, 6.3, 7.2, 8.3 y 10.3]; y la intervención en dicho procedimiento de varios profesionales médicos desvinculados entre sí [el “médico responsable” y el “médico consultor”: arts. 3 d) y e) y 8] y de un órgano colegiado independiente formado por personal médico, de enfermería y juristas (la comisión de garantía y evaluación: arts. 10, 12, 17 y 18), prohibiéndose expresamente que intervengan “quienes incurran en conflicto de intereses” y “quienes resulten beneficiados de la práctica de la eutanasia”, cautela que conecta con la previsión de que la prestación podrá realizarse en centros sanitarios públicos, privados o concertados y en el domicilio, sin que ello pueda afectar a la calidad asistencial (art. 14).

En conexión con este último aspecto, la LORE contiene también garantías relativas a la materialización de la prestación. El legislador ha previsto la posibilidad de optar entre dos modalidades [art. 3 g)], exigiendo en ambos casos que la prestación se lleve a cabo con la intervención de un profesional sanitario y a través de la administración de una sustancia, debiendo hacerse la prestación “con el máximo cuidado y profesionalidad por parte de los profesionales sanitarios, con aplicación de los protocolos correspondientes” (art. 11.1) y exigiendo que dichos profesionales acompañen y asistan al paciente hasta el momento de su muerte (arts. 11.2 y 11.3) que, como ya se ha dicho, este puede aplazar en todo momento (art. 6.3).

La LORE ha diseñado, adicionalmente, un sistema de control administrativo posterior obligatorio que habrá de sustanciarse de oficio ante la comisión de garantía y evaluación [art. 18 b)], garantía que conecta con la imposición a los órganos administrativos que intervienen en el procedimiento previo de obligaciones reforzadas de información y justificación documental tras la realización de la prestación (art. 12).

En el cuarto y último bloque de medidas de protección pueden ubicarse las previsiones de la LORE relativas al régimen de garantías de reclamación administrativa [arts. 7.1, 8.4, 10.3, y párrafos primero a tercero del art. 18 a)] y judicial [art. 10.5, párrafo quinto del art. 18 a) y disposición adicional quinta], sobre las que se profundizará en el fundamento jurídico 7. Cabe englobar en este bloque la expresa alusión a la aplicabilidad del régimen sancionador previsto en el capítulo VI del título I de la Ley 14/1986, general de sanidad, sin perjuicio de las posibles responsabilidades civil, penal y profesional o estatutaria que puedan corresponder por las infracciones de lo previsto en la propia LORE (disposición adicional segunda). Y, asimismo, puede incluirse en este apartado el mantenimiento de la penalización de la eutanasia cuando se realice sin cumplir estrictamente los requisitos previstos en la Ley Orgánica (disposición final primera).

El Tribunal considera, sin perjuicio del análisis de detalle que a continuación se realiza, que este entramado de garantías sustantivas y procedimentales satisface los deberes estatales de protección frente a terceros de los derechos fundamentales en juego, la vida entre ellos.

(ii) Sentado lo anterior, y pasando al examen de los específicos reproches de los recurrentes, ha de abordarse en primer lugar la queja relativa a la falta de accesibilidad y previsibilidad que, según la demanda, derivaría de la imprecisión de la definición legal de la situación de “padecimiento grave, crónico e imposibilitante”, uno de los dos tipos de contexto eutanásico que permiten reconocer el acceso a la prestación [art. 5.1 d) LORE] y que el legislador acota así: “situación que hace referencia a limitaciones que inciden directamente sobre la autonomía física y actividades de la vida diaria, de manera que no permite valerse por sí mismo, así como sobre la capacidad de expresión y relación, y que llevan asociado un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece, existiendo seguridad o gran probabilidad de que tales limitaciones vayan a persistir en el tiempo sin posibilidad de curación o mejoría apreciable. En ocasiones puede suponer la dependencia absoluta de apoyo tecnológico” [art. 3 b) LORE].

La demanda aduce que esta definición adolece de un vicio de falta de calidad de la ley, afirmación que sustenta en varias consideraciones. Primero, que las “limitaciones” a las que en este punto se refiere la Ley Orgánica “podrían predicarse prácticamente de cualquier anciano o de cualquier persona incapaz”. Segundo, la definición opera una “subjetivización” del sufrimiento que permitiría incluir en el ámbito de aplicación de la norma a cualquier persona que sufra un trastorno mental, de modo que “en el caso de que la enfermedad psíquica cause dependencia (como ocurre con todas ellas), sufrimiento psíquico (como acontece con todas) y exista una gran probabilidad de persistencia en el tiempo sin mejoría apreciable[,] la vida deviene indigna”. En tercer lugar, la definición no exige la concurrencia de una “enfermedad grave e incurable”, pues ese sería —se advierte— el otro supuesto para solicitar la prestación, contemplado en el artículo 3 c) LORE y sobre el que ningún reproche de inconstitucionalidad específico se hace en la demanda; de modo que el concepto legal sería “tan abierto” que en él cabría “cualquier cosa y, en particular, cualquier discapacidad o enfermedad psicológica”. El abogado del Estado ha alegado que las normas jurídicas tienen una vocación de generalidad y que el legislador había hecho un “notable esfuerzo de precisión” para orientar la praxis clínica.

Para enjuiciar esta queja hemos de comenzar recordando que, según hemos indicado ya, el propio acotamiento del derecho a recabar y obtener ayuda para morir en los contextos eutanásicos establecidos por el legislador opera, en principio, como un mecanismo de protección de la vida. Procede en este punto enjuiciar si esa delimitación es lo suficientemente precisa como para que la garantía sea eficaz o si, por el contrario, deja efectivamente en lo incierto las condiciones fácticas del reconocimiento de la prestación, con el consiguiente incremento del riesgo para la vida y también —cabe añadir— para la autodeterminación de la persona.

Los recurrentes no controvierten que bajo el supuesto en abstracto definido por el legislador en el art. 3 b) LORE puedan llegar a subsumirse circunstancias de hecho que justifiquen, según el modelo regulatorio plasmado en la Ley Orgánica, la solicitud y obtención de la prestación de la ayuda para morir. Contraen su crítica a la indeterminación de la disposición y a la eventualidad de su aplicación, por tanto, a “cualquier discapacidad o enfermedad psicológica”, en las que aquella justificación no pudiera apreciarse. Una censura que este tribunal no comparte.

Carecen de fundamento las prevenciones de la demanda ante la expresión misma de “padecimiento”, noción legal que en contra de lo que se aduce ni es, atendido el contexto, distinta en cualidad a la de “enfermedad” [art. 3 c) LORE] ni incluye dolencias o trastornos de orden psíquico, por más que pudiera ser de esa naturaleza, como el precepto ha previsto, el sufrimiento “constante e intolerable” que ha de ir necesariamente asociado al padecimiento; rasgos estos del sufrimiento —es de puntualizar— que no dejarían de ser identificables o reconocibles clínicamente como tales síntomas, pese a las reticencias de los recurrentes.

“Enfermedad” y “padecimiento” son vocablos sinónimos según el Diccionario de términos médicos de la Real Academia Nacional de Medicina. El primero de ellos se empleó indistintamente por la proposición de ley que estuvo en el origen de la LORE para referirse a los supuestos contemplados en los apartados b) y c) del art. 3, sin que de la enmienda en este extremo del primero de dichos apartados, que dio lugar a la sustitución de una palabra por otra, quepa derivar conclusión distinta (enmienda núm. 170 en el Congreso de los Diputados, afectante a varias de las previsiones del artículo 3 y cuya justificación fue la de obtener en general, según sus autores, una “mayor precisión del texto”: “Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso de los Diputados”, núm. 46-4, de 4 de noviembre de 2020, p. 111). Ello sin perjuicio de las diferencias que median entre los supuestos previstos en un apartado y otro, en particular, la exigencia en el apartado 3 c) de un “pronóstico de vida limitado”.

El “padecimiento” definido en el artículo 3 b) ha de presentarse siempre como una dolencia o enfermedad somática en su origen, aunque los sufrimientos constantes e intolerables que la Ley Orgánica en este punto requiere puedan ser de orden psíquico. En este extremo es concluyente su preámbulo que, al referirse al “contexto eutanásico”, comienza por aclarar que “debe delimitarse con arreglo a determinadas condiciones que afectan a la situación física de la persona con el consiguiente sufrimiento físico o mental”. Esta distinción entre la patología o dolencia física [“sin posibilidad de curación o mejoría apreciable” o “incurable”, apartados b) y c), respectivamente, del art. 3], de un lado, y los sufrimientos físicos o psíquicos asociados a ella, del otro, excluye de raíz que la LORE, frente a lo que los recurrentes dicen, pretenda o permita incluir entre tales “padecimientos” la “enfermedad psicológica” o, incluso, la “depresión”.

La censura que, más allá de estos reparos, dirige la demanda contra el art. 3 b) LORE parte de una crítica aislada de cada una de sus exigencias, o incluso de cada término de los que se sirve el precepto. Una desmembración hermenéutica que resulta inapropiada para impugnar una definición compleja en la que diversos enunciados concurren a integrar —tal es el designio del legislador— un sentido unitario que no hay razón alguna para excluir que resulte de asequible identificación por la ciencia médica, a la que corresponde aquí la primera palabra, por más que de los dictámenes en ella fundamentados “suel[a]n quedar excluidos”, hay que recordar, “los términos absolutos de seguridad o certeza” (STC 53/1985, FJ 10). Tampoco cabe exigir tal cosa de la definición legal que se controvierte o de cualquier otra que, mediante enunciados inevitablemente abstractos, pudiera llegar a concebirse como alternativa.

La referencia del art. 3 b) LORE a una situación de “padecimiento grave, crónico e imposibilitante” es compatible con la seguridad jurídica, pues, aunque contiene un margen de apreciación, es susceptible de ser definida de forma acorde “con el sentido idiomático general” (STC 53/1985, FJ 10), lo que elimina el riesgo de una absoluta indeterminación en cuanto a su interpretación o a que se generen en los destinatarios dudas insuperables acerca de la conducta exigible. En efecto, la definición exige la concurrencia de diversas circunstancias susceptibles de apreciación médica: por una parte, la existencia de “limitaciones que inciden directamente sobre la autonomía física y actividades de la vida diaria, de manera que no permite valerse por sí mismo, así como sobre la capacidad de expresión y relación”; de otro lado, que esas limitaciones lleven asociado “un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece”; y, además, que exista “seguridad o gran probabilidad de que tales limitaciones vayan a persistir en el tiempo sin posibilidad de curación o mejoría apreciable”. Al legislador no le es exigible mayor precisión, pues existen instrumentos interpretativos suficientes para evitar la generación de inseguridad jurídica en la aplicación de la norma, teniendo en cuenta que la propia LORE ha previsto que la concurrencia de la situación prevista en su art. 3 b) deba ser constatada, en todo caso, por al menos dos facultativos distintos e independientes entre sí, además de por un órgano administrativo colegiado compuesto por profesionales de la medicina y del Derecho (la comisión de garantía y evaluación), cautelas procedimentales que permiten compensar los márgenes de indefinición que pudiera presentar la norma en su aplicación a supuestos concretos.

Por las razones expuestas, esta tacha de constitucionalidad ha de ser desestimada.

(iii) En segundo lugar, hemos de examinar si el legislador ha vulnerado su deber de proteger la vida debido a los términos en que la LORE alude a los cuidados paliativos, cuidados que pudieran acaso mitigar, de aceptarse por el afectado, los sufrimientos lancinantes y continuos que padece.

A los cuidados paliativos aluden los arts. 5.1 b) y 8.1 LORE. El primero de estos preceptos establece que para poder recibir la prestación de ayuda para morir será necesario que la persona cumpla, entre otros requisitos, el de “[d]isponer por escrito de la información que exista sobre su proceso médico, las diferentes alternativas y posibilidades de actuación, incluida la de acceder a cuidados paliativos integrales comprendidos en la cartera común de servicios y a las prestaciones que tuviera derecho de conformidad a la normativa de atención a la dependencia”. El segundo dispone, por lo que aquí interesa, que, una vez recibida la primera solicitud de prestación de ayuda para morir, el médico responsable habrá de realizar con el paciente solicitante “un proceso deliberativo sobre su diagnóstico, posibilidades terapéuticas y resultados esperables, así como sobre posibles cuidados paliativos, asegurándose de que comprende la información que se le facilita”. Según los demandantes, estos preceptos impondrían un “puro requisito formal de información” que no garantizaría “la plena accesibilidad y la universalización de dichos cuidados”, lo que depararía, ante la “restricción más drástica del derecho fundamental primario”, la “radical inconstitucionalidad” de la LORE.

El Tribunal debe puntualizar al respecto, en primer lugar, que el recurso de inconstitucionalidad es cauce idóneo, estrictamente, para enjuiciar “leyes, disposiciones normativas o actos con fuerza de ley” [art. 2.1 a) LOTC, sobre la base de lo dispuesto en el art. 161.1 a) CE] y no puede dirigirse contra un bloque de la legalidad o una parte del sistema normativo o del ordenamiento, sino solo contra determinados textos legales y fórmulas legislativas (SSTC 24/1982, de 13 de mayo, FJ 12; 86/1982, de 23 de diciembre, FJ 5, y 45/2019, de 27 de marzo, FJ 5). Tampoco puede dar lugar, por lo mismo, a controlar, con carácter abierto e indeterminado, la plenitud y efectividad de unas u otras políticas legislativas, por necesarias que estas fueran para optimizar, sin merma del margen de libertad del legislador, mandatos constitucionales o para complementar lo dispuesto en otras previsiones legales. Si los cuidados paliativos han alcanzado o no la “universalización” que la demanda echa en falta no es cosa que pueda examinarse en este procedimiento. Una segunda aclaración necesaria es que los cuidados paliativos consisten, según descripción del preámbulo de la LORE no discutida por las partes, en la “utilización de fármacos o medios terapéuticos que alivian el sufrimiento físico o psíquico aunque aceleren la muerte del paciente”, integrando así una forma de eutanasia distinta de la regulada por la norma impugnada (a saber, la llamada eutanasia activa indirecta).

No cabe acoger el planteamiento de la demanda conforme al cual la prestación de ayuda para morir que configura la LORE solamente podría ser constitucional si previamente se hubiese asegurado al paciente el acceso a los cuidados paliativos que precisase, porque, según se dice, de no ser rechazada, la ayuda paliativa podría en algunos casos llegar a atenuar total o parcialmente unos sufrimientos que solo si llegaran a ser percibidos como constantes e intolerables permitirían abrir paso, junto a otras condiciones, a aquella prestación [art. 3 b) y c) y arts. 5.1 d) y 12 b) párrafo 5 LORE]. Debe oponerse de partida que los cuidados paliativos no constituyen una alternativa en todas las situaciones de sufrimiento en las que opera el derecho de autodeterminación de la muerte eutanásica. No lo son, en particular, en casos de padecimientos graves, crónicos e imposibilitantes en los que no cabe esperar un fallecimiento próximo. Más allá de esta insuficiencia de los cuidados paliativos para abarcar todos los supuestos de sufrimiento extremo concernidos, debe objetarse que subyace a esta argumentación la premisa de que los cuidados paliativos permitirían proteger de manera suficiente la dignidad de la persona sin necesidad de llegar a afectar a su vida, premisa que no cabe asumir en términos constitucionales. El fundamento constitucional de la prestación de ayuda para morir que configura la LORE, cifrado en la autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos, remite no solo a la libertad, sino también a la dignidad de la persona. Y no cabe presumir desde una perspectiva constitucional que la mera eliminación o mitigación del sufrimiento físico que pudiera producirse a través de la aplicación de cuidados paliativos integrales baste para reducir el sufrimiento psíquico de la persona a niveles que le permitan continuar viviendo en condiciones compatibles con su propia percepción acerca de la dignidad de su existencia. Los cuidados paliativos suponen una opción terapéutica que la persona puede rechazar desde su concepción personal de una muerte digna, que puede llevarle a preferir la anticipación directa de la muerte, opción asimismo amparada por el derecho de autodeterminación de la persona en el contexto eutanásico. Circunscribir a los cuidados paliativos las posibilidades médicas de la persona inmersa en una situación extrema de sufrimiento supondría una limitación tal del derecho de autodeterminación que no resulta compatible con el respeto a la dignidad humana y al libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE) ni con el derecho a la integridad personal (art. 15 CE). Cuidados paliativos integrales y eutanasia activa directa son, en definitiva, mecanismos que desde una perspectiva constitucional y en contextos eutanásicos presentan entre sí una relación no de subsidiariedad, sino de complementariedad o alternatividad.

Cuestión distinta es que, en la aplicación de la LORE a supuestos concretos, la libre decisión del paciente pudiera cuestionarse si la persona afectada no contase con la opción, real y efectiva, de acceder a cuidados paliativos, pues ello podría afectar a la formación de su voluntad. En absoluto nos referimos con ello a que el sufrimiento extremo prive a la persona de la capacidad de decidir libremente acerca de su propia muerte, planteamiento que sería incompatible en esencia con la protección constitucional del derecho de autodeterminación del paciente en estos contextos. A lo que nos estamos refiriendo es a la eventualidad de que el sujeto pueda verse incentivado a solicitar una ayuda para morir que acaso no habría recabado si su sufrimiento hubiese sido mitigado mediante la ayuda paliativa.

Al respecto, hay que destacar que la ley prevé la disponibilidad de cuidados paliativos “integrales” [arts. 5.1 b) y 8.1], una prestación de necesaria disponibilidad en este contexto (art. 43.2 CE) cuya ordenación concreta no es su objeto y que se contempla en la normativa del Sistema Nacional de Salud, a la que el art. 5.1 b) LORE remite, además de en la legislación complementaria de varias comunidades autónomas. Como se expuso con mayor detalle en el fundamento jurídico 4, existe hoy en día ya un amplio desarrollo normativo sobre el derecho a recibir cuidados paliativos. Calificar de “puro requisito formal” estas menciones de la LORE, como el recurso hace, no pasa de ser una prevención o recelo que no puede dar lugar a la declaración de inconstitucionalidad [por todas, SSTC 197/2014, de 4 de diciembre, y 84/2015, de 30 de abril, FFJJ 7 c) de una y otra]. Ello sin perjuicio de que, para verificar el carácter libre de la decisión del paciente, los aplicadores de la norma deban tener en cuenta, entre otros elementos, la efectiva puesta a disposición de los cuidados paliativos que fueran precisos en el caso concreto de acuerdo con el estado de conocimiento de la medicina.

No merece la Ley Orgánica censura abstracta de inconstitucionalidad por esta causa.

d) Desestimación de la queja

De lo hasta aquí expuesto se desprende que el legislador ha tenido en consideración su deber de proteger la vida de las personas frente a agresiones de terceros al configurar la prestación de ayuda para morir prevista en la LORE, y que ha pretendido responder a él mediante la articulación de un modelo de protección basado en varios elementos: (i) la exigencia de que concurran dos presupuestos materiales (una decisión “libre, voluntaria y consciente” del paciente y un “contexto eutanásico” suficientemente acotado y restringido a situaciones de sufrimiento personal extremo por causas médicas graves, irreversibles y objetivamente contrastables); (ii) una intervención estatal obligatoria en el proceso previo de toma de decisión del paciente (a través de la información y el asesoramiento neutrales, la exigencia de varias solicitudes y de varios periodos de reflexión, y la intervención en el procedimiento de distintos profesionales médicos independientes entre sí y de un órgano colegiado de composición multidisciplinar), así como en su puesta en práctica; (iii) un control administrativo obligatorio y ex post compatible con los controles que pudieran sustanciarse en vía judicial; y (iv) la previsión de que el incumplimiento de las garantías previstas en la propia Ley dará lugar a las responsabilidades civil, penal, administrativa, y estatutaria o profesional que correspondan, manteniéndose para tales casos la penalización de la eutanasia.

El Tribunal considera que este régimen de garantías y controles satisface el estándar constitucional de protección de la vida frente a injerencias de terceros, porque garantiza suficientemente que la ayuda para morir regulada en la ley se preste únicamente a quien, encontrándose en una situación de sufrimiento extremo y siendo un sujeto capaz, así lo solicite con plena libertad y consciencia, conjurando suficientemente el riesgo de errores, abusos e injerencias no permitidas por parte de terceros.

En nada obsta a esta conclusión, contrariamente a lo que se sostiene en la demanda, la circunstancia de que el legislador haya optado por configurar la ayuda para morir en este preciso ámbito como un derecho público subjetivo y le haya atribuido, además, carácter prestacional. Ningún impedimento constitucional existe a que el legislador configure como derecho prestacional una actividad que, atendiendo a su concreta configuración, es constitucionalmente lícita. Ni de tal configuración como derecho subjetivo, ni del mandato conexo a las administraciones sanitarias para dar la máxima difusión al contenido de la Ley Orgánica y para promover entre la ciudadanía la realización del llamado “documento de instrucciones previas” (disposición adicional séptima), cabe tampoco concluir, visto el conjunto de garantías y controles previstos por el legislador, la existencia de un insuficiente grado de protección de la vida.

En definitiva, la LORE garantiza el derecho a la autodeterminación de la persona sin dejar desprotegida la vida, a la que dispensa un grado de protección que no es insuficiente y que, según la expresa apreciación del legislador —que no cabe tachar de infundada—, es superior al que se derivaría de un sistema de mera despenalización de la ayuda de terceros a la eutanasia y que, con toda evidencia, es también superior al que la legislación vigente proporciona respecto de las otras modalidades de eutanasia —pasiva y activa indirecta— también protegidas, según la doctrina constitucional antes mencionada, en el derecho a la integridad personal (art. 15 CE).

Debe descartarse, por cuanto antecede, la inconstitucionalidad sustantiva que el recurso aduce contra el conjunto de la Ley Orgánica, lo que conlleva el rechazo de la impugnación —redundante, en rigor— que la demanda formula contra sus arts. 1, 4.1 y 13, en los que se cifraría aquel vicio de alcance general.

7. Impugnaciones específicas relativas al régimen de garantías administrativas y judiciales

A) Preceptos impugnados

El primer bloque de pretensiones subsidiarias que formula la demanda se dirige contra los arts. 7.2, 8.4, 17 —del que hay que excluir sus apartados 1 y 3, por no alegarse nada específico al respecto en la demanda, según quedó indicado en el fundamento jurídico segundo de esta sentencia— y 18 a) párrafo cuarto de la LORE, así como contra su disposición adicional primera. Los referidos preceptos establecen lo siguiente:

“Artículo 7. Denegación de la prestación de ayuda para morir

[…]

2. Contra dicha denegación, que deberá realizarse en el plazo máximo de diez días naturales desde la primera solicitud, la persona que hubiera presentado la misma podrá presentar en el plazo máximo de quince días naturales una reclamación ante la comisión de garantía y evaluación competente. El médico responsable que deniegue la solicitud está obligado a informarle de esta posibilidad”.

“Artículo 8. Procedimiento a seguir por el médico responsable cuando exista una solicitud de prestación de ayuda para morir

[…]

4. En caso de informe desfavorable del médico consultor sobre el cumplimiento de las condiciones del artículo 5.1, el paciente podrá recurrir a la comisión de garantía y evaluación en los términos previstos en el artículo 7.2”.

“Artículo 17. Creación y composición [de las comisiones de garantía y evaluación]

[…]

2. En el caso de las comunidades autónomas, dichas comisiones, que tendrán la naturaleza de órgano administrativo, serán creadas por los respectivos gobiernos autonómicos, quienes determinarán su régimen jurídico. En el caso de las ciudades de Ceuta y Melilla, será el Ministerio de Sanidad quien cree las comisiones para cada una de las ciudades y determine sus regímenes jurídicos.

[…]

4. Cada comisión de garantía y evaluación deberá disponer de un reglamento de orden interno, que será elaborado por la citada comisión y autorizado por el órgano competente de la administración autonómica. En el caso de las ciudades de Ceuta y Melilla, la citada autorización corresponderá al Ministerio de Sanidad.

5. El Ministerio de Sanidad y los presidentes de las comisiones de garantía y evaluación de las comunidades autónomas se reunirán anualmente, bajo la coordinación del Ministerio, para homogeneizar criterios e intercambiar buenas prácticas en el desarrollo de la prestación de eutanasia en el Sistema Nacional de Salud”.

“Artículo 18. Funciones

Son funciones de la comisión de garantía y evaluación las siguientes:

a) […] [Párrafo cuarto] En el caso de que la resolución sea favorable a la solicitud de prestación de ayuda para morir, la comisión de garantía y evaluación competente requerirá a la dirección del centro para que en el plazo máximo de siete días naturales facilite la prestación solicitada a través de otro médico del centro o de un equipo externo de profesionales sanitarios”.

“Disposición adicional primera. Sobre la consideración legal de la muerte

La muerte como consecuencia de la prestación de ayuda para morir tendrá la consideración legal de muerte natural a todos los efectos, independientemente de la codificación realizada en la misma”.

Adicionalmente, y aunque no son objeto de impugnación específica, es necesario tener en cuenta lo previsto en los arts. 7.1, 10.5 y 18 a) párrafo quinto LORE, que se mencionan profusamente en la demanda como relevantes para apreciar los vicios de inconstitucionalidad por omisión que se denuncian en este bloque de impugnaciones. Su tenor literal es el siguiente:

“Artículo 7. Denegación de la prestación de ayuda para morir

1. Las denegaciones de la prestación de ayuda para morir deberán realizarse siempre por escrito y de manera motivada por el médico responsable”.

“Artículo 10. Verificación previa por parte de la comisión de garantía y evaluación

5. Las resoluciones de la comisión que informen desfavorablemente la solicitud de la prestación de ayuda para morir podrán ser recurridas ante la jurisdicción contencioso-administrativa”.

“Artículo 18. Funciones

Son funciones de la comisión de garantía y evaluación las siguientes:

a) […] [Párrafo quinto] El transcurso del plazo de veinte días naturales sin haberse dictado resolución dará derecho a los solicitantes a entender denegada su solicitud de prestación de ayuda para morir, quedando abierta la posibilidad de recurso ante la jurisdicción contencioso-administrativa”.

B) Posiciones de las partes

Los recurrentes aducen —y el abogado del Estado niega— que estos preceptos son contrarios a los arts. 15, 24, 53.2, 106 y 117 CE, por las razones ya reseñadas en los antecedentes de esta sentencia y que se sintetizan ahora para facilitar la comprensión del discurso:

a) La demanda señala, por una parte, que solo es posible reclamar ante la comisión de garantía y evaluación frente a la “denegación” de la prestación por el médico responsable (art. 7.2 LORE), sin prever garantía alguna (ni administrativa ni judicial) frente a la decisión favorable a la prestación del mismo facultativo, que no tendría que ser motivada, como sí impone el art. 7.1 LORE para las decisiones desfavorables al reconocimiento de la prestación. Otro tanto se reprocha respecto al informe del médico consultor (art. 8.4).

Argumenta de contrario el abogado del Estado que el debate relativo al deber del médico responsable de motivar la “denegación” sería superfluo, visto el conjunto de documentos del expediente en el que serán manifiestos los fundamentos fácticos y jurídicos de su criterio.

b) De otro lado, los recurrentes aducen que la LORE “omite el establecimiento de unas mínimas garantías jurisdiccionales para la adecuada protección del derecho fundamental a la vida”, pues si la comisión de garantía y evaluación decide en contra de la solicitud su resolución podrá ser recurrida ante la jurisdicción contencioso-administrativa [arts. 10.5 y 18 a) párrafo quinto de la LORE], pero “nada se prevé sobre la posibilidad de recurrir una resolución favorable” a esa misma solicitud, lo que resultaría contrario a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre las garantías procesales y jurisdiccionales del derecho a la vida y a los arts. 24, 53.2 y 106 CE, al imposibilitar todo control jurisdiccional de una decisión administrativa de tal gravedad. El legislador orgánico vendría obligado por la Constitución a establecer un “concreto y claro sistema de garantías jurisdiccionales que permitan verificar la legalidad y la constitucionalidad de tan irreparable decisión” y lo que no podría hacer es “prever un completo sistema impugnativo” contra la denegación de la prestación eutanásica y omitir toda referencia al “control administrativo y jurisdiccional de la decisión potencialmente vulneradora del derecho a la vida”. Como tampoco podría atribuir a un órgano administrativo (art. 17 LORE) el papel que en un Estado de Derecho corresponde al Poder Judicial, que resultaría así “absolutamente preterido”, pese a que tiene “constitucionalmente encomendada la tutela de los derechos fundamentales”.

Junto a ello se sostiene que el párrafo cuarto del art. 18 a) LORE establece un plazo extraordinariamente breve (siete días) para la realización de la prestación una vez esta ha sido reconocida por la comisión de garantía y evaluación, lo cual imposibilitaría todo control jurisdiccional de una decisión administrativa de la máxima gravedad e impediría obtener una tutela efectiva de los derechos que pudieran asistir a terceras personas para impedir la muerte y salvaguardar el derecho a la vida, con infracción de los arts. 24, 53.2 y 106.1 CE. La ausencia de control y tutela judicial efectivos se derivaría también de la falta de atribución de carácter suspensivo a las impugnaciones judiciales que en su caso pudieran promover los familiares o allegados de la persona afectada.

El abogado del Estado se ha opuesto a estas censuras indicando que la LORE se inserta en un “ordenamiento jurídico preexistente” y no tendría por qué regular lo que ya se disciplina en otras leyes jurisdiccionales. Por aplicación de estas, la resolución favorable de la comisión es un acto de un órgano administrativo susceptible siempre de control jurisdiccional a instancia de quien alegue y acredite un interés legítimo. No procede el control judicial previo no solo porque no sea una exigencia constitucional, sino porque sería contrario a la libertad y dignidad del sujeto someter un derecho personalísimo a la necesaria autorización de un juez o al ejercicio de un derecho de opinión o de veto de familiares o amigos.

c) Por último, la demanda aduce que la disposición final primera de la LORE vulneraría la dimensión procedimental del derecho a la vida (art. 15 CE), pues eliminaría la obligación del Estado de determinar, mediante una investigación completa, las causas de la muerte de una persona bajo su jurisdicción, infringiendo así los arts. 106, 117 y 24 CE, “en cuanto legislativamente se estaría predeterminando el eventual resultado de una investigación judicial”.

Frente a ello, el abogado del Estado señala que ni la Constitución ni el CEDH imponen al Estado la obligación de investigar toda muerte y que no hay ofensa contra la vida si es la propia persona quien libre y voluntariamente quiere morir, pues no hay ataque de tercero; se despenaliza solo la cooperación al fallecimiento cuando sea conforme a la LORE y, si así no fuera, habría que estar a lo dispuesto en la disposición final segunda de esta, que establece que “[l]as infracciones de lo dispuesto por la presente Ley quedan sometidas al régimen sancionador previsto en el capítulo VI del título I de la Ley 14/1986, general de sanidad, sin perjuicio de las posibles responsabilidades civil, penal y profesional o estatutaria que puedan corresponder”.

C) Enjuiciamiento

a) Carecen de consistencia las censuras de inconstitucionalidad de la demanda tanto por no haber impuesto el legislador la necesaria motivación de la “comunicación médica” favorable a la viabilidad de la solicitud, que el facultativo responsable pueda dirigir a la comisión de garantía y evaluación, como por no preverse una reclamación frente a dicha comunicación o frente al “informe” del médico consultor que corrobore, en hipótesis, el cumplimiento de las condiciones establecidas en el art. 5 LORE. Ambos reproches se formulan por contraste con lo previsto en los supuestos de “denegación de la prestación de ayuda para morir” por parte del médico responsable, que requiere de motivación (art. 7.1 LORE), y la posibilidad de reclamación contra los informes médicos desfavorables (arts. 7.2 y 8.4 LORE).

Lo que por lo común reclama justificación y eventual remedio no es la opinión o parecer que haga viable la prosecución del procedimiento iniciado por quien tenga la condición de interesado, sino el obstáculo u oposición a ese discurrir. La “comunicación médica” (art. 10.1 LORE) favorable a la solicitud tiene como efecto, sin embargo, permitir la continuación del procedimiento. Además, dicha comunicación deberá ir acompañada de la documentación que acredite el cumplimiento de los requisitos y condiciones que la Ley Orgánica requiere para acceder a esta prestación (arts. 8 y 10.2 LORE). Y los hipotéticos errores o irregularidades en la actuación médica, así como las eventuales insuficiencias de aquella “comunicación”, son susceptibles de control no solo por la comisión de garantía y evaluación en su “verificación previa” (art. 10 LORE), sino también en vía judicial, como se razonará de inmediato. Ello conduce a descartar las infracciones constitucionales que por esta causa se aducen.

b) Procede abordar, en segundo lugar, la censura de inconstitucionalidad por supuesta infracción de los arts. 24, 53.2 y 106.1 CE, por haber excluido la LORE —se dice— el necesario control y garantía judicial respecto de las decisiones que reconozcan el derecho a la prestación de ayuda para morir, exclusión que se derivaría del hecho de que el control judicial se ha previsto expresamente solo para las resoluciones denegatorias de la comisión [arts. 10.5 y 18 a) párrafo quinto LORE]. En conexión con ello denuncian los recurrentes la inconstitucionalidad del art. 17 LORE, relativo a la creación, composición y naturaleza de las comisiones de garantía y evaluación, aduciendo el carácter insuficiente del control que la LORE atribuiría en exclusiva a estos órganos administrativos, con la consiguiente postergación del control jurisdiccional. Dicho queda con ello que esta última censura quedaría descartada, sin más, si hubiese de rechazarse la de carácter principal que se fundamenta en tal interpretación de la Ley Orgánica.

Este alegato se considerará solo por lo que hace a las resoluciones definitivas de las comisiones de garantía y evaluación (art. 10.4 LORE), tanto de los dos comisionados como del pleno, en este último caso al rectificar por vía de reclamación la decisión de aquellos o al dirimir su desacuerdo (art. 10.1 y 3 LORE), en las que se reconozca el derecho a la prestación de ayuda para morir, confirmando el criterio del médico responsable y del médico consultor, al verificar que “concurren los requisitos y condiciones establecidos para [su] correcto ejercicio” (art. 10.1 LORE). Por lo tanto, quedan excluidas de consideración aquí, en primer lugar, las decisiones del pleno de estas comisiones que de manera expresa o tácita resulten desfavorables, directamente o por desestimación de reclamaciones o recursos, al ejercicio de este derecho, ya que, como acaba de indicarse, la Ley Orgánica es explícita en cuanto al posible recurso contencioso-administrativo contra las mismas [arts. 10.5 y 18 a), párrafo quinto]. Y en segundo lugar, no se examinarán aquí los acuerdos de las comisiones que estimen reclamaciones o recursos contra el parecer de los facultativos [párrafos primero y cuarto del artículo 18 a), en relación con los arts. 7.2 y 8.4] ya que dichos acuerdos no merecen, atendido el contexto conjunto de la LORE la calificación de definitivos.

Acerca de esto último, conviene precisar que, como se recogió en el fundamento jurídico 5, el legislador ha diseñado un procedimiento administrativo complejo, articulado en dos fases. Una primera, a cargo de profesionales médicos que acompañan y asesoran al paciente y dictaminan sobre su estado (el “médico responsable” y el “médico consultor”), y otra, ya decisoria, para la que se ha configurado un tipo de órgano sin superior jerárquico, que bien puede identificarse como administración funcionalmente independiente, órgano a estos efectos de “garantía y evaluación” (capítulo V) o, en otras palabras, de “control” (art. 8.5) o “verificación previa” (rúbrica del art. 10) y al que corresponde —siempre previo parecer favorable de tales facultativos— reconocer o no el derecho a la prestación de ayuda para morir. Ni la puesta “en conocimiento” (art. 8.5) de la comisión de garantía y evaluación por el facultativo responsable —“comunicación médica”, en palabras del art. 10.1— ni el “informe” u “opinión” del consultor [arts. 8.3 y 12 a)] constituyen actos de administración alguna (art. 34 de la Ley 39/2015) que se pronuncien, ni siquiera a título de propuesta, sobre la solicitud de la prestación de ayuda para morir, sino informes o dictámenes previos de estos facultativos (cualquiera que sea la condición jurídica de su estatus profesional: arts. 2 y 14, inciso primero) que han de valorar positivamente, según su ciencia propia, la concurrencia de las condiciones legales para dar curso a aquella solicitud a fin de que sobre la misma pueda pronunciarse la comisión correspondiente. Sin perjuicio de que, caso de valoración adversa, la Ley Orgánica prevea una reclamación o recurso ante este órgano administrativo [arts. 7, 8.4 y 18 a), párrafo primero], sin que la impropia calificación legal de tal valoración negativa como “denegación de la prestación” pueda mover a la confusión en la que la demanda incurre.

Es la comisión de garantía y evaluación, y no el médico responsable ni el médico consultor, quien reconoce o deniega el derecho a la prestación. Esta resolución, que solo puede dictarse previo parecer favorable de los dos facultativos citados, pone fin a la vía administrativa (art. 114 de la Ley 39/2015) y se deberá trasladar “al médico responsable […] para proceder, en su caso, a realizar la prestación de ayuda para morir” (art. 10.4). Todo ello con independencia del lenguaje algo errático del que se sirve la LORE al aludir a esta resolución (“informe”, que “servirá de resolución”, de aquellos comisionados, “resolución definitiva” de los mismos o del propio pleno y, de nuevo, “resoluciones de la comisión que informen desfavorablemente la solicitud” (apartados 3, 4 y 5, respectivamente, del artículo 10). Anfibologías no insuperables y que en nada afectan, conforme a lo que el Tribunal tiene declarado de antiguo, a la validez de estas previsiones legales (por todas, STC 37/1981, de 16 de noviembre, FJ 2: no es competencia de la jurisdicción constitucional “velar por la perfección técnica de las leyes”). El Tribunal es consciente de que los métodos habituales de interpretación de la ley ofrecen al jurista criterios técnicos para otorgar sentido y sistematizar los textos y enunciados normativos cuestionados por los recurrentes.

Una vez aclarado el procedimiento que diseña la ley para el reconocimiento de la prestación, pueden resolverse las pretensiones que en este punto se han deducido. Aunque la demanda hace una alusión inicial a la “previa autorización judicial” que “de ordinario” garantizaría a la persona frente a “injerencias” del poder público en sus derechos fundamentales —alusión que después se ilustra con cita del art. 763 de la Ley de enjuiciamiento civil, relativo al internamiento no voluntario por razón de trastorno psíquico—, su fundamentación impugnatoria se centra en la supuesta e inconstitucional omisión por la LORE de recurso contencioso-administrativo contra las resoluciones que reconozcan el derecho a obtener la prestación. Esto es lo único que el Tribunal considerará aquí, pues ni la alusión a aquel control judicial previo va, en esta parte de la demanda, más allá de lo marginal, ni cabe equiparación alguna entre cualesquiera intervenciones coercitivas en los derechos fundamentales, de una parte, y la solicitud consciente, voluntaria y libre, de la otra, que viene exigida por la LORE para acceder, cumplidas las demás condiciones, a la prestación que instituye.

Las resoluciones definitivas de las comisiones de garantía y evaluación que reconozcan el derecho a acceder a la prestación de ayuda para morir y franqueen con ello el paso a su “realización” (art. 11) no podrían, sin conculcación manifiesta de la Constitución, quedar exentas del control judicial. Mediante el “control previo” (art. 8.5) de carácter administrativo que la LORE ha establecido se ha de verificar si “concurren los requisitos y condiciones establecidos para el correcto ejercicio del derecho a solicitar y recibir la prestación de ayuda para morir” (art. 10.1), pero tales actos administrativos no podrían quedar sustraídos a toda posible fiscalización judicial que —a instancia de parte legitimada— reconsiderara el cumplimiento cabal de aquellos requisitos y condiciones en la fase primera del procedimiento, a cargo de facultativos, y que pudiera también enjuiciar la corrección de la verificación llevada a cabo por las comisiones de garantía y evaluación.

Así es por imperativo de la Constitución. El art. 106.1 CE dispone el control por los tribunales de la legalidad de la actuación administrativa y de su sometimiento a los fines que la justifican, y el art. 24.1 CE proclama el derecho a la tutela judicial efectiva sin indefensión. Ambos preceptos se encuentran estrechamente vinculados para asegurar, como exige el art. 103.1 CE, la plena sujeción a la ley y al Derecho de la actuación de las administraciones públicas, sin permisión de “zonas de inmunidad de jurisdicción” que serían inconciliables con el Estado de Derecho (art. 1.1 CE y, por todas, STC 140/2016, de 21 de julio, FFJJ 3 y 11). Por lo que ahora importa, ello supone que sobre los derechos y bienes constitucionales que pudieran llegar a verse irreversiblemente afectados por hipotéticos incumplimientos de lo prescrito en la LORE no ha de tener la última palabra una administración pública. El control judicial de la administración es insoslayable, y su exclusión legislativa, plena y en abstracto, sería inequívocamente contraria a la Constitución.

Ahora bien, este tribunal aprecia que, a diferencia de lo que afirman los demandantes, la LORE no ha excluido el control por la jurisdicción contencioso-administrativa de las resoluciones de las comisiones de garantía y evaluación que reconozcan el derecho a la prestación de ayuda para morir, lo que conduce a desestimar la censura de inconstitucionalidad que derivaría de tal supuesta carencia.

Las leyes de carácter sectorial que ordenan la actuación de las administraciones públicas de ninguna manera tienen que hacer mención expresa de las garantías que, en general, se configuran en las leyes procesales —ante todo, por lo que ahora interesa, en la Ley 29/1998, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa— para asegurar el pleno sometimiento a la ley y al Derecho de tales actuaciones, su control por los tribunales y la tutela judicial efectiva de derechos e intereses legítimos. La apertura del control judicial cuya previsión echan en falta los recurrentes proviene directamente, sin necesidad de recordatorio legal, de la legislación procesal, que así cumple aquellos imperativos constitucionales. Los derechos fundamentales “no resultan necesariamente dañados por el mero hecho de que las normas no hagan expresa salvedad de su subsistencia en cada caso (STC 74/1987, de 25 de mayo, FJ 4), ni por la eventualidad de que tal silencio pudiera […] dar lugar a una infracción singular del respectivo derecho” (STC 148/2021, FJ 6).

Lo anterior no puede quedar ensombrecido ante la explícita referencia que la Ley Orgánica hace a la posible impugnación de las resoluciones desfavorables a la solicitud para acceder a la prestación [art. 10.5 y, en relación con el mismo, art. 18 a), párrafo quinto], referencia de todo punto innecesaria —que ha de ponerse en conexión con el carácter de derecho subjetivo jurídicamente exigible que el legislador ha atribuido a la prestación de ayuda para morir— de la que los recurrentes hacen una interpretación excluyente o a contrario. Esta mención pudiera deberse al celo del legislador en configurar como derecho subjetivo la prestación que disciplina o tal vez a la conveniencia de remitir a un procedimiento específico para su defensa jurisdiccional (disposición adicional quinta). Sin embargo, no cabe aventurar a partir de ello la conclusión excluyente, y desde luego inconstitucional, a la que solo cabría llegar ante una determinación legal inequívoca [como las que se enjuiciaron, dicho ahora a título de ejemplo, en las SSTC 31/2000, de 3 de febrero, FJ 3; 149/2000, de 1 de junio, FJ 3; 202/2011, de 13 de diciembre, FJ 4, y 31/2015, de 25 de febrero, FJ 8 b)]. La inconstitucional pretensión de descartar el control judicial de la actuación administrativa solo podría constatarse ante una norma explícita de la ley, no a partir de inferencias de su intérprete.

En definitiva, el legislador no ha cerrado el paso a la eventual impugnación judicial de las resoluciones que reconocen el acceso a la prestación, impugnación que podría plantear quien adujera el incumplimiento de las condiciones legales para el reconocimiento administrativo de este derecho —por vicios de voluntad en la solicitud del paciente, por la no concurrencia de los supuestos fácticos que justifican la prestación eutanásica o, entre otras hipótesis concebibles, a causa de irregularidades invalidantes en el curso del procedimiento— y ostentara legitimación para ello con arreglo al art. 19.1 a) de la citada Ley 29/1998. Ello sin perjuicio de la legitimación institucional que pudiera corresponder al Ministerio Fiscal para la interposición, en especial, del recurso contencioso-administrativo en el procedimiento para la protección de los derechos fundamentales de la persona, hoy regulado en el capítulo I del título V de la misma Ley 29/1998, procedimiento al que se refiere la disposición adicional quinta de la LORE (al respecto, con carácter general, sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo de 28 de noviembre de 1990, recurso 2915-1990).

c) Mención separada merece la queja de los recurrentes relativa a la supuesta falta de efectividad de la tutela judicial frente a las resoluciones que reconozcan el acceso a la prestación regulada en la Ley Orgánica.

Se impugna en este punto el párrafo cuarto del art. 18 a) LORE, relativo a la resolución de la comisión de garantía y evaluación que, en palabras de la Ley Orgánica, “sea favorable a la solicitud de prestación de ayuda para morir”, en la medida en que se establece allí que, en tal hipótesis, la propia comisión “requerirá a la dirección del centro para que en el plazo máximo de siete días naturales facilite la prestación solicitada a través de otro médico del centro o de un equipo externo de profesionales sanitarios”. La demanda —ya se ha dicho— estima que esta previsión impide el efectivo control judicial de las citadas decisiones, porque estaríamos ante un “plazo extraordinariamente breve […] para ejecutar una decisión administrativa tan grave” y porque el legislador habría, indebidamente, omitido atribuir eficacia suspensiva al recurso contencioso-administrativo que en su caso se interpusiera frente a ella.

Este tribunal tiene declarado que la ejecutividad de los actos de las administraciones públicas encuentra justificación en el principio de eficacia (art. 103.1 CE) y que no puede estimarse, en términos generales y abstractos, como incompatible con el art. 24.1 CE, si bien “de este mismo derecho fundamental deriva la potestad jurisdiccional para adoptar medidas cautelares y suspender la ejecución por los motivos que la ley señala”, ya que “la fiscalización plena, sin inmunidades de poder, de la actuación administrativa impuesta por el art. 106.1 CE comporta que el control judicial se extienda también al carácter inmediatamente ejecutivo de sus actos” (por todas, STC 78/1996, de 20 de mayo, FJ 3, con ulteriores referencias). El derecho a la tutela judicial efectiva “se satisface, pues, facilitando que la ejecutividad pueda ser sometida a la decisión de un tribunal y que este, con la información y contradicción que resulte menester, resuelva sobre la suspensión” (STC 66/1984, de 6 de junio, FJ 3).

No hay elemento alguno en la LORE que venga a excluir la posibilidad de solicitar y obtener la suspensión de la ejecución del acto administrativo definitivo por el que la comisión de garantía y evaluación reconoce el derecho a la prestación de ayuda para morir, posibilidad que se rige por lo establecido en la legislación general para la vía administrativa (arts. 98.1, 108, 117 y 120 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del procedimiento administrativo común de las administraciones públicas) y para la vía judicial (arts. 129 y ss. de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa).

Tampoco hay en la LORE —ni, específicamente, en su art. 18 a), párrafo cuarto— indicación alguna que exima a la administración sanitaria de observar la doctrina constitucional conforme a la cual la ejecución inmediata de un acto administrativo “si tiene lugar imposibilitando el acceso a la tutela judicial puede suponer la desaparición o pérdida irremediable de los intereses cuya protección se pretende o incluso prejuzgar irreparablemente la decisión final del proceso causando una real indefensión”, de modo tal que “el derecho a la tutela se extiende a la pretensión de suspensión de la ejecución de los actos administrativos que, si formulada en el procedimiento administrativo, debe permitir la impugnación jurisdiccional de su denegación y si se ejercitó en el proceso debe dar lugar en el mismo a la correspondiente revisión específica” (STC 78/1996, de 20 de mayo, FJ 3).

En relación con ello debe aclararse que el párrafo cuarto del art. 18 a) LORE no establece, a diferencia de lo que sostienen los recurrentes, que la prestación deba realizarse en el plazo insoslayable y “extraordinariamente breve” de siete días desde su reconocimiento por la comisión de garantía y evaluación.

La demanda equipara de este modo el “facilitar la prestación” a que alude el citado párrafo con la “realización de la prestación de ayuda para morir”, acto final de los profesionales sanitarios (art. 11). Sin embargo, la sistemática interna de la propia LORE y su procedimiento de tramitación parlamentaria ponen de manifiesto que el plazo de siete días al que se refiere el párrafo cuarto del art. 18 a) no se refiere a la decisión definitiva del procedimiento (cuestión regulada en el art. 10 y, en particular, en su apartado 4) ni a su puesta en práctica mediante la “realización de la prestación” en el sentido del art. 11. Antes bien, el apartado cuarto del art. 18 a) se refiere exclusivamente a la consecuencia que en Derecho se seguiría de la estimación por la comisión de la reclamación frente a la “denegación” de la solicitud de la prestación por el médico responsable [arts. 7.2 y 18 a), primer párrafo] o frente al informe desfavorable del médico consultor (art. 8.4). Consecuencia que no es el reconocimiento definitivo de la prestación por parte de la comisión de garantía y evaluación, como sugieren los recurrentes, sino la reanudación del procedimiento conforme a los trámites ordinarios previstos en la propia Ley Orgánica, esta vez con la intervención “de otro médico del centro o de un equipo externo de profesionales sanitarios”, sustitución cuya razón de ser está en el previo parecer desfavorable del médico responsable o consultor, según los casos, y en la consecuente oportunidad, en apreciación del legislador, de dar entrada aquí a distintos profesionales.

En efecto, frente a lo que pudiera inferirse de una lectura apresurada del art. 18 a) en su conjunto, el impugnado párrafo cuarto solo es inteligible en relación con el párrafo inicial del propio artículo, que fija como primera función de estas comisiones “resolver en el plazo máximo de veinte días naturales las reclamaciones que formulen las personas a las que el médico responsable haya denegado su solicitud de prestación de ayuda para morir”, reclamación prevista en el artículo 7.2 , y en unos “términos” aplicables también al posible recurso frente al informe desfavorable del médico consultor (art. 8.4). Solo esta conexión o secuencia entre un párrafo y otro aporta sentido al mandato del precepto impugnado en orden a la intervención “de otro médico del centro o de un equipo externo de profesionales sanitarios”, sustitución que vendría provocada por la previa opinión contraria del facultativo a facilitar la prestación y por la oportunidad, en apreciación del legislador, de dar entrada a otros profesionales.

Así de evidentes habrían de ser las cosas para cualquier lector de este artículo 18 a) ante la redacción originaria de la proposición de ley, en la que sus actuales párrafos primero y cuarto eran inmediatamente consecutivos (“Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso de los Diputados”, XIV legislatura, núm. 46-1, de 31 de enero de 2020, p. 9). No cabría, en virtud de lo dicho, llegar hoy a conclusión distinta por la mera y solo aparente disociación textual que entre los repetidos párrafos se verificó al acogerse una enmienda que incorporó al artículo 18 a) sus vigentes párrafos segundo y tercero, referidos a asuntos diversos, como son, respectivamente, las resoluciones de la reclamación frente a la decisión de los dos comisionados que denegara la solicitud y la que zanjara la disparidad de criterio entre ellos (enmienda núm. 182, “Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso de los Diputados”, XIV legislatura, núm. 46-4, de 4 de noviembre de 2020, pp. 119-120).

A este argumento relativo al procedimiento de elaboración parlamentaria de la LORE ha de sumarse otro de carácter sistemático, pues la interpretación propuesta por los recurrentes haría entrar al precepto impugnado en contradicción manifiesta con la totalidad del procedimiento de verificación previa establecido por el legislador. Porque la “denegación” del médico responsable frente a la que cabe reclamar “deberá realizarse en el plazo máximo de diez días naturales desde la primera solicitud” (art. 7.2), esto es, en una fase todavía incipiente del procedimiento en la que aún no habría habido ocasión de cumplimentar, según los lapsos fijados en la LORE (apartados 1, 2 y 3 del art. 8), trámites tan indispensables como son los sucesivos procesos deliberativos con el paciente, para quien el médico responsable es el “interlocutor principal” [art. 3 d)], mediados por su segunda solicitud, quince días, al menos, tras la primera [art. 5.1 c)], su firma del consentimiento informado, la corroboración por el médico consultor, con formación en las patologías del paciente [art. 3 e)], del cumplimiento de las condiciones establecidas en el artículo 5 y, en definitiva, la propia certificación por el médico responsable de la enfermedad o padecimiento de la persona afectada y, si fuera el caso, de su incapacidad de hecho [art. 5.1 d) y 2]. Ninguna de estas indisponibles secuencias y actos del procedimiento pueden desarrollarse directamente ante la comisión de garantía y evaluación o asumirse por ella, lo que supondría, como bien se comprende, incurrir en una patente ruptura del régimen de garantías que el legislador ha predispuesto, cancelar por entero la inexcusable fase inicial del procedimiento, a cargo de facultativos, y abocar al sinsentido de que pudieran adoptarse, mediante la simple y sola estimación de estas eventuales reclamaciones, decisiones administrativas que quedan positivamente condicionadas por la Ley Orgánica al previo cumplimiento de estas garantías.

Así las cosas, la inicial ambigüedad del párrafo cuarto del artículo 18 a) no impone al intérprete entender que el requerimiento a la dirección del centro para que “facilite la prestación solicitada” equivale, sin más, a una exigencia de su “realización” (art. 11) en el exiguo plazo de siete días. La equivocidad en este punto del precepto —debida, en buena parte, a su ubicación— puede y debe ser despejada mediante el recurso a aquella interpretación sistemática que armonice el enunciado con el conjunto del cuerpo legal en que se integra, salvaguardando así la coherencia entre el sentido y articulación general de la LORE y esta específica norma que, al igual que cualquier otra, no ha de verse como “un elemento aislado e incomunicado en el mundo del Derecho” [STC 126/2021, de 3 de junio, FJ 7 b), entre otras muchas resoluciones de análogo tenor, desde la STC 22/1981, de 2 de julio, FJ 10]. No cabe “leer un artículo de un texto normativo de tal modo que desvirtúe el contenido normativo de otro[s] precepto[s] de ese mismo texto” [STC 101/2016, de 25 de mayo, FJ 12; en términos análogos, STC 41/2016, de 3 de marzo, FJ 13 e)].

En definitiva, ha de desestimarse la impugnación del párrafo cuarto del artículo 18 a) en tanto que no puede acogerse la interpretación del mismo propuesta por los demandantes. Dicho párrafo cuarto ha de interpretarse, por el contrario, en el sentido de que el requerimiento a la dirección del centro para que, en el plazo máximo de siete días naturales, “facilite la prestación solicitada a través de otro médico del centro o de un equipo externo de profesionales sanitarios” supone, estrictamente, que, estimada la reclamación frente a la “denegación” del médico responsable o acogido el recurso contra el informe desfavorable del facultativo consultor (art. 8.4) el procedimiento legalmente establecido (arts. 8, 10 y concordantes) deberá reanudarse, dentro de aquel plazo máximo, y cumplimentarse conforme a la Ley Orgánica en todos los trámites y actuaciones aún pendientes, si a ello hubiere lugar, por más que ya con la intervención —como el precepto establece— de profesionales distintos a los que inicialmente informaron en contra de la solicitud. La LORE no impone, por lo tanto, que la prestación sea “realizada”, una vez reconocida definitivamente por la comisión, en el plazo de siete días, ni impide la plena tutela judicial —incluyendo su eventual suspensión cautelar— conforme a lo previsto en la legislación general y en la doctrina constitucional.

d) Debe finalizarse el análisis de este bloque de impugnaciones examinando si, como aducen los recurrentes, la previsión de que “la muerte como consecuencia de la prestación de ayuda para morir tendrá la consideración legal de muerte natural a todos los efectos” (disposición adicional primera de la LORE) contraviene la “dimensión procedimental del derecho [a la vida]”, al eliminar “la obligación del Estado de determinar mediante una investigación completa las causas de la muerte de una persona bajo su jurisdicción”.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha identificado en el art. 2 CEDH una obligación procedimental de investigación, siempre que las circunstancias concurrentes así lo requieran, para determinar eventuales responsabilidades por los hechos que condujeron a la muerte —entre otras hipótesis— de pacientes al cuidado de profesionales de la medicina (por todas, STEDH de 11 de octubre de 2022, en el asunto Garrido Herrero c. España, § 71). Pero esta doctrina no es trasladable a los casos de muertes eutanásicas como las contempladas en la LORE, fallecimientos que no sobrevienen o acaecen en el curso de cualesquiera tratamientos sanitarios, sino que se verifican por haberlo instado así el paciente que se encuentre en las condiciones que esta Ley Orgánica prescribe, condiciones que han de quedar debidamente acreditadas a lo largo del procedimiento (STEDH del asunto Mortier c. Bélgica, § 179: “cuando la muerte es resultado de una eutanasia practicada en el marco de una legislación que la autoriza con subordinación a condiciones estrictas, una investigación penal no es, en general, exigible”). Por ello, la pretensión de inconstitucionalidad carece en este punto, como a continuación se razona, de todo fundamento.

“Muerte natural”, o por causas naturales, es la que resulta “de un proceso morboso en el que no hay participación de fuerzas extrañas al organismo, ni de terceros” (Diccionario de términos médicos de la Real Academia Nacional de Medicina) o en fórmula negativa, y por lo que hace a este alegato de la demanda, la no “violenta o sospechosa de criminalidad” (art. 340 de la Ley de enjuiciamiento criminal, al que remite el art. 343 del mismo cuerpo legal, y art. 8.3 del Real Decreto 386/1996, de 1 de marzo, por el que se aprueba el Reglamento de los Institutos de Medicina Legal). Quienes fallecen por la “realización de la prestación de ayuda para morir” claro está que no mueren, por decirlo con palabras clásicas, “de sus muertes”, de modo que lo que enuncia la disposición adicional primera de la LORE es una ficción jurídica que se sustenta —implícita, pero inequívocamente— en la presunción legal de que la “prestación de eutanasia” (art. 17.5) se ha realizado con plena conformidad a la propia Ley Orgánica, de tal modo que la muerte por esta causa no habrá de dar lugar, siempre y en todo caso, a una investigación penal, lo que contradiría el sentido mismo de esta ordenación legislativa.

Se trata, desde luego, de una presunción relativa o iuris tantum, que habría de decaer ante indicios o fundadas sospechas de criminalidad (en términos análogos, la citada STEDH asunto Mortier c. Bélgica, § 167 y 179). Así resulta de los apartados 5 y 4 del art. 143 del Código penal, modificados por la disposición final primera de la LORE. El primero de los preceptos citados, con plena coherencia, excluye la responsabilidad penal de quien “causare o cooperare activamente a la muerte de otra persona cumpliendo lo establecido en la ley orgánica reguladora de la eutanasia”. Si así no fuera, se estaría —al margen de otras conductas tipificadas— ante lo prescrito en el art. 143.4 del Código penal, con arreglo al cual “[e]l que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de una persona que sufriera un padecimiento grave, crónico e imposibilitante o una enfermedad grave e incurable, con sufrimientos físicos o psíquicos constantes e insoportables, por la petición expresa, seria e inequívoca de esta, será castigado con la pena inferior en uno o dos grados a las señaladas en los apartados 2 y 3”, apartados estos últimos relativos, respectivamente, a la acción de quien “coopere con actos necesarios al suicidio de una persona” y a la de quien, mediante esa cooperación, “llegara hasta el punto de ejecutar la muerte”. La LORE encomienda a las comisiones de garantía y evaluación la función de “verificar […] si la prestación de ayuda para morir se ha realizado de acuerdo con los procedimientos previstos en la ley” [art. 18 b)] y determina en relación con esto que las infracciones a lo dispuesto en ella podrán dar lugar, entre otras responsabilidades y sanciones, a las de carácter penal (disposición final segunda).

Estas razones bastan para descartar este reproche de inconstitucionalidad y, con él, este bloque de impugnaciones por cuanto no cabe apreciar el déficit de garantías administrativas y judiciales denunciado en la demanda ni, por lo tanto, la vulneración del derecho fundamental a la vida (art. 15 CE) por incumplimiento de los deberes de protección frente a terceros que incumben al Estado en este contexto.

8. Impugnaciones específicas relativas al régimen aplicable a las personas con incapacidad de hecho

A) Preceptos impugnados

El segundo bloque de impugnaciones subsidiarias se dirige contra varios preceptos de la LORE atinentes al régimen aplicable a las personas con “incapacidad de hecho”. Se trata del art. 3 d), e) y h); los arts. 5.1 c) y 5.2; el art. 6.4; el art. 9; el art. 12 a) apartado cuarto y la disposición adicional sexta, párrafo segundo. Su tenor literal es el siguiente:

“Artículo 3. Definiciones

A los efectos de lo previsto en esta Ley, se entiende por:

[…]

d) ‘Médico responsable’: facultativo que tiene a su cargo coordinar toda la información y la asistencia sanitaria del paciente, con el carácter de interlocutor principal del mismo en todo lo referente a su atención e información durante el proceso asistencial, y sin perjuicio de las obligaciones de otros profesionales que participan en las actuaciones asistenciales.

e) ‘Médico consultor’: facultativo con formación en el ámbito de las patologías que padece el paciente y que no pertenece al mismo equipo del médico responsable.

[…]

h) ‘Situación de incapacidad de hecho’: situación en la que el paciente carece de entendimiento y voluntad suficientes para regirse de forma autónoma, plena y efectiva por sí mismo, con independencia de que existan o se hayan adoptado medidas de apoyo para el ejercicio de su capacidad jurídica”.

“Artículo 5. Requisitos para recibir la prestación de ayuda para morir

1. Para poder recibir la prestación de ayuda para morir será necesario que la persona cumpla todos los siguientes requisitos:

[…]

c) Haber formulado dos solicitudes de manera voluntaria y por escrito, o por otro medio que permita dejar constancia, y que no sea el resultado de ninguna presión externa, dejando una separación de al menos quince días naturales entre ambas.

Si el médico responsable considera que la pérdida de la capacidad de la persona solicitante para otorgar el consentimiento informado es inminente, podrá aceptar cualquier periodo menor que considere apropiado en función de las circunstancias clínicas concurrentes, de las que deberá dejar constancia en la historia clínica.

[…]

2. No será de aplicación lo previsto en las letras b), c) y e) del apartado anterior en aquellos casos en los que el médico responsable certifique que el paciente no se encuentra en el pleno uso de sus facultades ni puede prestar su conformidad libre, voluntaria y consciente para realizar las solicitudes, cumpla lo previsto en el apartado 1 d), y haya suscrito con anterioridad un documento de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos, en cuyo caso se podrá facilitar la prestación de ayuda para morir conforme a lo dispuesto en dicho documento. En el caso de haber nombrado representante en ese documento será el interlocutor válido para el médico responsable.

La valoración de la situación de incapacidad de hecho por el médico responsable se hará conforme a los protocolos de actuación que se determinen por el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud”.

“Artículo 6. Requisitos de la solicitud de prestación de ayuda para morir

[…]

4. En los casos previstos en el artículo 5.2, la solicitud de prestación de ayuda para morir podrá ser presentada al médico responsable por otra persona mayor de edad y plenamente capaz, acompañándolo del documento de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos, suscritos previamente por el paciente. En caso de que no exista ninguna persona que pueda presentar la solicitud en nombre del paciente, el médico que lo trata podrá presentar la solicitud de eutanasia. En tal caso, dicho médico que lo trata estará legitimado para solicitar y obtener el acceso al documento de instrucciones previas, voluntades anticipadas o documentos equivalentes a través de las personas designadas por la autoridad sanitaria de la comunidad autónoma correspondiente o por el Ministerio de Sanidad, de conformidad con la letra d) del punto 1 del artículo 4 del Real Decreto 124/2007, de 2 de febrero, por el que se regula el registro nacional de instrucciones previas y el correspondiente fichero automatizado de datos de carácter personal”.

“Artículo 9. Procedimiento a seguir cuando se aprecie que existe una situación de incapacidad de hecho

En los casos previstos en el artículo 5.2 el médico responsable está obligado a aplicar lo previsto en las instrucciones previas o documento equivalente”.

“Artículo 12. Comunicación a la comisión de garantía y evaluación tras la realización de la prestación de ayuda para morir

Una vez realizada la prestación de ayuda para morir, y en el plazo máximo de cinco días hábiles después de esta, el médico responsable deberá remitir a la comisión de garantía y evaluación de su comunidad autónoma o ciudad autónoma los siguientes dos documentos separados e identificados con un número de registro:

a) El primer documento, sellado por el médico responsable, referido como ‘documento primero’, deberá recoger los siguientes datos:

[…]

4.º) Si la persona solicitante disponía de un documento de instrucciones previas o documento equivalente y en él se señalaba a un representante, nombre completo del mismo. En caso contrario, nombre completo de la persona que presentó la solicitud en nombre del paciente en situación de incapacidad de hecho”.

“Disposición adicional sexta. Medidas para garantizar la prestación de ayuda para morir por los servicios de salud

[…]

Asimismo, en este mismo plazo [de tres meses a contar desde la entrada en vigor de la Ley] deberá [el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud] elaborar los protocolos a los que se refiere el artículo 5.2”.

Según se ha indicado en el fundamento jurídico 2 b), han de excluirse de nuestro enjuiciamiento el art. 3 e) y el párrafo primero del art. 5.1 c), por no contenerse en la demanda fundamentación concreta alguna dirigida a sostener su inconstitucionalidad.

B) Posiciones de las partes

La demanda incluye en este apartado cuatro reproches distintos de inconstitucionalidad. Su rasgo común es la denunciada vulneración de los arts. 15, 24 y 53.2 CE por la ausencia de garantías suficientes en la regulación de los presupuestos para el reconocimiento de la prestación de ayuda para morir a quien se encuentre en una situación de “incapacidad de hecho”, en expresión de la propia Ley Orgánica. Tales deficiencias se ligan en la demanda a lo que los recurrentes consideran un insuficiente grado de “calidad” de ciertas definiciones legales, la atribución de amplios espacios de discrecionalidad a los aplicadores de la norma y la falta de exigencia de intervención judicial previa para proceder a una “incapacitación” que, a su juicio, permitirá aplicar la eutanasia prescindiendo de la voluntad actual del sujeto afectado y obviando la práctica totalidad de los requisitos previstos en la LORE (efecto que niega el abogado del Estado). Sostiene la demanda que todo ello y, en particular, las deficiencias de las definiciones legales impugnadas, abocaría a una “pendiente resbaladiza” en la que progresivamente se irían desdibujando “las condiciones iniciales restrictivas que permiten el reconocimiento del derecho a morir”, dándose lugar a un “mensaje social de silenciosa coacción […] a las personas de edad” o “con discapacidad”.

Las concretas quejas incluidas en este bloque de impugnaciones y las correlativas alegaciones del abogado del Estado, expuestas con detalle en los antecedentes, pueden sintetizarse ahora como sigue:

a) En cuanto al concepto de “situación de incapacidad de hecho”, se impugnan el art. 3 h), el art. 5.2, párrafo segundo, y la disposición adicional sexta, párrafo segundo, por incurrir en una manifiesta “falta de calidad de la ley”, ya que, de un lado, tales preceptos omitirían absolutamente los criterios a seguir para apreciar la concurrencia de dicha situación y, de otra parte, la determinación exacta de esos criterios se remite a un órgano administrativo (el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud) con omisión de toda garantía proveniente de una intervención de la autoridad judicial.

Aduce de contrario el abogado del Estado que el concepto de “incapacidad de hecho” [art. 3 h) LORE] no ofrece problemas para su razonable comprensión. Señala que la falta de “entendimiento y voluntad suficientes” para autodeterminarse es una cuestión fáctica que requiere un examen caso a caso y no mayor concreción que la que aquí hace la Ley. Indica también que la LORE no ofrece en este punto claridad o concreción menor que la que, para supuestos similares, establecen otras normas que utilizan conceptos similares, como el art. 200 del Código civil al definir las causas de incapacitación o la legislación autonómica sobre atención a personas al final de su vida. Según el abogado del Estado, los “protocolos” conforme a los que debe valorarse la situación de incapacidad de hecho carecen de carácter propiamente normativo y no se refieren a aspectos esenciales de los derechos implicados.

b) Se impugna la definición y los efectos del “documento [suscrito con anterioridad por el paciente] de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos” (párrafo primero del art. 5.2 y art. 6.4). Aducen los recurrentes que el régimen de tal “documento” adolece de una grave indeterminación que le lleva a incurrir en una inconstitucional falta de calidad de la ley, tanto por la validez indefinida que la LORE le otorga como por los conceptos vagos e imprecisos que hacen que valga cualquier tipo de instrumento documental en el que se hubiera recogido un deseo o una manifestación expresada en un momento vital ya superado. Se denuncia también que la vinculatoriedad atribuida a tal documento supone que quien incurre en “incapacidad de hecho” se ve privado de la posibilidad de revocar o posponer su solicitud de ayuda para morir, posibilidad que se reconoce en general en el art. 6.3 LORE, todo ello sin garantía judicial.

El abogado del Estado sostiene que la censura del recurso relativa a la vaguedad de la descripción legal del referido documento no se corresponde con lo que dice la Ley, que no se refiere a cualquier documento sino, en primer lugar, a las instrucciones previas (art. 11 de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre) y, sobre esta base, a los instrumentos análogos que, con distintas denominaciones, han implantado los distintos servicios de salud. Señala que el proceso de elaboración y suscripción de este documento varía en cada comunidad autónoma, si bien todas ellas han incorporado garantías y controles para garantizar la seguridad jurídica y la libre manifestación de la voluntad del paciente, como la firma del documento ante notario o varios testigos. Por tanto, afirma, la Ley no equipara el documento de instrucciones previas a cualquier instrumento documental, sino al que esté reconocido legalmente con los mismos efectos del art. 11 de la mencionada ley. Recuerda, por último, que es esencial en este tipo de documentos su revocabilidad (art. 11.4), de modo que mientras la persona tenga capacidad se entiende que desea que sigan vigentes.

c) Se impugna el mecanismo de valoración de la incapacidad de hecho previsto en los arts. 5.2 y 3 d) porque, se dice, la “incapacitación” se lleva a cabo al margen de la autoridad judicial, y porque “sin supervisión judicial alguna, el cumplimiento de todos los requisitos del art. 5 de la Ley Orgánica 3/2021, salvo el de ser mayor de edad y nacional o residente en España, queda en manos del médico responsable, a quien ni siquiera se le exige formación específica alguna”. Por análogas razones se impugna el régimen especial previsto para las solicitudes de la prestación de ayuda para morir cuando el médico responsable considere que la pérdida de capacidad de la persona solicitante para otorgar el consentimiento informado es inminente [párrafo segundo del art. 5.1 c)]. Sostiene la demanda que es inconstitucional que se atribuya al médico responsable tanto la función de decidir sobre si la pérdida de capacidad es o no inminente, como la posibilidad de ignorar el protocolo previsto en la propia ley para fijar, obviando la separación de al menos quince días naturales que ha de mediar entre las dos solicitudes exigidas por la LORE, cualquier periodo menor que considere apropiado.

Por su parte, el abogado del Estado considera inadmisible la crítica que hace el recurso de que la verificación de la situación de incapacidad de hecho queda en manos del médico responsable, entendido como facultativo que no es necesariamente especialista en las dolencias que tiene el paciente. Respecto de esto último, señala que a tenor del art. 3 c) LORE el médico responsable es en todo caso un facultativo, y por lo tanto se le debe presuponer como médico con conocimientos suficientes para evaluar el estado del paciente y si verdaderamente presenta o no una incapacidad de hecho. A ello añade que la Ley Orgánica no deja a su exclusiva valoración la existencia de una situación de incapacidad de hecho, sino que establece toda una serie de garantías procedimentales a fin de verificar si se dan los presupuestos del art. 5, incluidos los de su apartado 2 (que abarcan tanto esa incapacidad como la existencia de instrucciones previas). Quien hace esa verificación no es solo el médico responsable, sino también el médico consultor y finalmente la comisión de garantía y evaluación. Tampoco comparte la queja del recurso de que debería ser un órgano judicial el que determinase esta incapacidad de hecho, pues señala que esta figura no sería más que una garantía adicional para evitar que pueda aplicarse la prestación de ayuda para morir a quien no tenga plenas capacidades para autodeterminarse, aunque sobre tal persona no haya recaído una sentencia de incapacitación (o una sentencia sobre medidas de apoyo, de acuerdo con la Ley 8/2021, de 2 de junio).

d) Por último, se impugna la posibilidad de que la eutanasia pueda ser solicitada por una persona distinta del paciente declarado en situación de incapacidad de hecho y, específicamente, el “médico que lo trata” [arts. 6.4 y 12 a) apartado cuarto]. Sostienen los demandantes que es inconstitucional tanto otorgar esa facultad a un facultativo ajeno, sin mediación judicial, como atribuirle legitimación para “solicitar y obtener el acceso” al documento de instrucciones previas (o documento equivalente) del paciente a través de las personas designadas por la autoridad sanitaria de la comunidad autónoma correspondiente o por el Ministerio de Sanidad, de conformidad con el art. 4.1 d) del Real Decreto 124/2007, de 2 de febrero, por el que se regula el registro nacional de instrucciones previas y el correspondiente fichero automatizado de datos de carácter personal, lo que vulneraría el art. 18.1 CE.

Se opone el abogado del Estado a esta impugnación señalando que es incorrecta la premisa de la demanda de que la LORE permite que un tercero, representante del solicitante o un médico, solicite, sin tutela judicial alguna, la muerte de un supuesto incapaz de hecho. A juicio del abogado del Estado, tanto el art. 6.4 como el art. 12 a) apartado cuarto de la Ley Orgánica, en línea con lo expresado en el preámbulo, muestran que la presentación de la solicitud “en nombre del paciente” por alguna de las personas mencionadas supone, en puridad, el traslado de la voluntad previamente expresada del paciente en un documento de instrucciones previas.

C) Enjuiciamiento

a) El examen de las tachas de inconstitucionalidad incluidas en este bloque de impugnaciones ha de comenzar con una aclaración preliminar acerca del sentido y efectos del régimen que la LORE ha diseñado para las personas con incapacidad de hecho.

Como señala el abogado del Estado, en este punto la demanda parte de una lectura errónea de las previsiones de la Ley Orgánica impugnada. De darse esta situación de incapacidad, los requisitos para poder acceder a la prestación de ayuda para morir no se “relajan” a criterio del médico responsable, como sostienen los recurrentes, sino que se restringen, pues solamente podrá reconocerse el derecho a la prestación si el paciente ha suscrito con anterioridad un documento de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos (art. 5.2) y si los estrictos términos de dichos documentos así lo admiten y en los términos en que lo admitan (arts. 5.2 y 9). La situación de incapacidad de hecho no llevaría a prescindir, como se aduce en la demanda, del “consentimiento” del afectado, sino a constatar la imposibilidad de prestarlo por una vía que no sea la del documento previo que el paciente, en su día, hubiera podido suscribir.

Resulta con ello clara la interdependencia entre la previsión legal de la situación de “incapacidad de hecho” y su referencia al documento previo que el paciente, en su día, hubiera podido suscribir. Si este documento no existiera, el paciente que no fuera “capaz y consciente” [art. 5.1 a)] nunca podría recibir, fuesen cuales fuesen sus circunstancias, la prestación de ayuda para morir que la Ley Orgánica ha instituido. En sentido correlativo, lo dispuesto en ese documento en ningún caso podría suplir la voluntad actual del paciente capaz que no manifestara, en los términos que la LORE exige, su solicitud de recabar tal ayuda.

El legislador ha abierto así, mediante estas previsiones complementarias, la posibilidad de que la prestación eutanásica pueda ser recibida también por quien, no pudiendo instarla autónomamente de presente, hubiera predispuesto su decisión y reuniera las demás condiciones, algo que en nuestro ordenamiento se contemplaba ya, en general, respecto de los tratamientos sanitarios (art. 11 de la Ley 41/2002, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica) y a lo que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha reconocido singular trascendencia, si bien a efectos muy diferentes de los que aquí se consideran (sentencia, antes ya traída a colación, en el asunto Lambert y otros c. Francia, § 143, 178 y 179, resolutoria de una controversia sobre la eventual retirada de soporte vital a un paciente en estado vegetativo). La regulación legal de la prestación de ayuda para morir no podría haber desatendido en este concreto aspecto elementales exigencias de igualdad de trato entre pacientes que se encuentran en condiciones parejas de enfermedad y sufrimiento, aunque solo algunos sean, ya inmersos en esa situación extrema, capaces de solicitar la ayuda que otros, en prevención de no poder hacerlo, documentaron en su día positivamente que se les habría de prestar en circunstancias análogas.

Por lo demás, ha de recordarse que el juicio que aquí procede tiene por objeto disposiciones de ley, cuya validez no puede ser puesta en entredicho mediante la mera advertencia de su eventual aplicación irregular, hipotéticas transgresiones de las que ninguna norma jurídica queda libre y que, de verificarse, contarían con las vías de remedio y sanción correspondientes. No caben en este proceso constitucional, en otras palabras, ni “ponderaciones cautelares o preventivas sobre hipotéticas inconstitucionalidades futuras” ni “pronósticos o anticipos de los resultados contrarios a la Constitución a que llevaría la aplicación de algunas de las reglas impugnadas” [STC 191/2016, FJ 3 a)].

b) La queja relativa a la definición de la situación de incapacidad de hecho del paciente [arts. 3 h), 5.2 párrafo segundo, y disposición final sexta, párrafo segundo, de la LORE] ha de ser desestimada.

El legislador ha destinado un precepto específico a definir el concepto de “incapacidad de hecho”, a la que describe como la “situación en la que el paciente carece de entendimiento y voluntad suficientes para regirse de forma autónoma, plena y efectiva por sí mismo, con independencia de que existan o se hayan adoptado medidas de apoyo para el ejercicio de su capacidad jurídica” [art. 3 h) LORE]. Como señala el abogado del Estado, esa definición no ofrece problemas para su razonable comprensión y es análoga a la que utilizan, para supuestos similares, otras normas estatales (el antiguo art. 200 del Código civil, derogado por Ley 8/2021, de 2 de junio, que incluyó el título XI de medidas de apoyo a personas con discapacidad) y autonómicas (las relativas a la atención de personas al final de su vida). Por lo demás, la situación de “incapacidad de hecho” es una realidad de difícil precisión, que solo puede identificarse con una definición genérica que remita a las circunstancias ordinarias de la vida y la enfermedad y a criterios médicos. De hecho, la ciencia médica cuenta con instrumentos de análisis para diagnosticar la situación en que el paciente resulta incompetente para entender y querer.

Tampoco es posible coincidir con la crítica de los recurrentes a la previsión legal de que la valoración de la situación de incapacidad de hecho por el médico responsable se hará conforme a los protocolos de actuación que se determinen por el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud. La mera observación de que el Consejo es un “órgano administrativo” (arts. 69 y ss. de la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud) cuyos “criterios” al respecto se desconocerían y su reproche de que aquí se omite toda intervención judicial son evidencias, una y otra, que están muy lejos de aportar fundamentos sólidos, o incluso discernibles, para la impugnación. No existe razón aparente para poner en duda la constitucionalidad de la previsión de unos protocolos cuya adopción mal podría corresponder a la autoridad judicial o imponerse al propio legislador, y que no pueden entenderse vetados por ninguna reserva constitucional a la ley, pues ninguna de tales reservas han de entenderse en términos tales que impidieran, sin matices, toda remisión a ulteriores ordenaciones sobre asuntos de tan marcado carácter técnico [SSTC 160/2013, de 26 de septiembre, FJ 7 b), y 51/2019, de 11 de abril, FJ 7].

c) Asimismo, deben desecharse las censuras de inconstitucionalidad dirigidas contra las referencias de la Ley Orgánica al “documento de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos” y a su eficacia en el procedimiento [arts. 5.2 y 9 LORE].

Es necesario comenzar el análisis de esta queja recordando que el documento de instrucciones previas (o documento equivalente, según ha quedado referido) es requisito indispensable para que el paciente que no fuera “capaz y consciente” [art. 5.1 a)] pueda recibir, cumplidos el resto de los requisitos legales, la prestación de ayuda para morir que la Ley Orgánica ha instituido. Se sigue obviamente de lo dicho, aunque importa puntualizarlo, que la voluntad anticipada del paciente de ninguna manera podría ser aquí suplida ni contrariada mediante el otorgamiento o denegación de un “consentimiento por representación” como el previsto en general para los tratamientos sanitarios (art. 9.3 de la Ley 41/2002), normativa a la que remite hoy el artículo 287.1 del Código civil, relativo a determinadas funciones de representación del curador de la persona necesitada de apoyo. Así queda garantizado por la LORE, que solo reconoce eficacia, ante la incapacidad de hecho, al documento previo del propio paciente y que prescribe en su artículo 3 h), complementariamente, que la constatación de aquella incapacidad lo será “con independencia de que existan o se hayan adoptado medidas de apoyo para el ejercicio de su capacidad jurídica”.

Se lee en el preámbulo de la Ley Orgánica que el documento al que se refiere su art. 5.2 “existe ya en nuestro ordenamiento jurídico”, por más que a otros efectos (art. 11 de la Ley 41/2002: “instrucciones previas” de la persona sobre, según puntualiza el apartado 1 de este artículo, “los cuidados y el tratamiento de su salud”). Esta mención del legislador y la complementaria que, ya en el articulado (art. 6.4), se realiza al registro nacional de instrucciones previas regulado por el Real Decreto 124/2007, de 2 de febrero, —adaptado a la LORE por el Real Decreto 415/2022, de 31 de mayo—, son de tener en cuenta por el intérprete para identificar el sentido del documento y algunas de las exigencias mínimas que, en concordancia con aquellas menciones de la LORE y con sus propias y directas disposiciones, debiera en todo caso satisfacer este instrumento para alcanzar la eficacia que de principio se le otorga. El documento legalmente reconocido y, obviamente, revocable según prescribe el art. 11.4 de la Ley 41/2002 —como revocable es, en cualquier momento, la solicitud del paciente (art. 6.3 LORE)— habría de ser suscrito en condiciones de plena libertad (“persona […] libre”: art. 11.1 de la misma Ley 41/2002) por quien sea mayor de edad, capaz y consciente [art. 5.1 a) LORE]. El documento habría de acreditar de modo fehaciente, en la forma que las leyes prescriban, la voluntad de quien lo firma en orden a recibir, con los requisitos y en las condiciones de la LORE, la prestación de ayuda para morir si llegara a encontrarse en situación de incapacidad de hecho y en uno de los supuestos contemplados en el art. 5.1 d) de la Ley Orgánica. Ello es coherente con la configuración de este documento en nuestro sistema jurídico como instrumento dirigido a garantizar el respeto a la autonomía de las personas, al permitir al paciente influir en las futuras decisiones médico-asistenciales y facilitar a los profesionales de la salud la adopción de la alternativa más respetuosa con su voluntad cuando no tenga capacidad para decidir por sí mismo (a tenor del preámbulo del citado Real Decreto 124/2007). Ha de observarse que las instrucciones previas habrán de constar siempre por escrito y que su contenido no podrá ser aplicado si es contrario al ordenamiento jurídico, a la ciencia médica o si no se corresponde con el supuesto de hecho que el interesado haya previsto en el momento de manifestarlas (art. 11.2 y 3 de la Ley 41/2002).

Lo expuesto conduce a desestimar la tacha relativa a la denunciada “falta de calidad” legal por la indeterminación en la que, según la demanda, el legislador habría incurrido al remitir a tal documento. Han de ser las leyes las que reconozcan, con garantía de las condiciones mínimas aquí exigibles, eficacia al tipo de documento previo, cualquiera que sea su denominación, que acredite de forma fidedigna, y en atención a la LORE, la voluntad inequívoca de la persona. El ordenamiento, si así no fuera, mantiene abiertas las correspondientes vías jurisdiccionales, pero lo que no cabe, en un procedimiento como el presente, es un “enjuiciamiento conjetural, desligado de toda concreción normativa” (STC 88/1993, de 12 de marzo, FJ 5) sobre lo que tales previsiones legales establezcan o pudieran llegar a establecer.

Tampoco puede prosperar la censura atinente a la “validez indefinida” que la LORE habría atribuido a esta manifestación anticipada de voluntad. La Ley Orgánica no requiere que el documento previsto en su art. 5.2 sea objeto de periódica confirmación o renovación por quien lo haya suscrito, circunstancia que no afecta a precepto o principio alguno de la Constitución. La decisión de predisponer la solicitud de la prestación de ayuda para morir ha de ser siempre, como la solicitud formulada de presente, madura y responsable y el legislador bien puede presumir, por tanto, que la voluntad así manifestada sigue siendo real y efectiva en tanto no haya sido rectificada en forma por quien la expresó en su día.

En definitiva, la decisión de obtener ayuda para morir en un contexto eutanásico que se refleja en el documento de instrucciones previas también ha de ser adoptada —como exige el art. 3 a) de la ley para todos los supuestos— de forma “libre, voluntaria y consciente” y ha de ser “manifestada” por quien se encuentra en “pleno uso de sus facultades”. Esta exigencia general implica que el control de los presupuestos de la eutanasia que ha de realizarse, al amparo de los arts. 5.2, 8.3 y 5, 9 y 10 LORE, tanto por el médico consultor como por la comisión de garantías y evaluación, en el supuesto particular de incapacidad de hecho puede extenderse, atendiendo a las concretas circunstancias del caso, a la verificación de la capacidad del otorgante al tiempo de suscribir el documento de instrucciones previas. La supuesta falta de capacidad es, igualmente, motivo de impugnación de la resolución definitiva de reconocimiento del derecho, competencia de la comisión de garantías y evaluación, ante la jurisdicción contencioso-administrativa. Como la prestación de la ayuda para morir ha de sustentarse siempre en el consentimiento inequívoco del solicitante, en determinadas circunstancias puede justificar una suerte de impugnación diferida, con ocasión del procedimiento previsto en la LORE, de un documento de instrucciones previas que no sea fiel reflejo de una decisión auténtica que el interesado hubiera adoptado en el pleno uso de sus facultades. Ello sin perjuicio de que la regulación básica estatal de dicho documento y la normativa de desarrollo de las comunidades autónomas puedan establecer garantías adicionales para asegurar la plena capacidad del otorgante, así como que tiene cabal conocimiento de las consecuencias que conlleva el mencionado documento en el régimen normativo de la ley.

Por lo demás, resulta manifiestamente inconsistente la consideración de que el citado documento podría contrariar la “voluntad actual” del paciente incurso en la situación de incapacidad de hecho, en la medida en que tal situación se produce, precisamente, cuando el paciente no se encuentra en el pleno uso de sus facultades ni puede prestar su conformidad libre, voluntaria y consciente para realizar las solicitudes. En tanto no se alcanza esa situación no entra en juego el referido documento que, como se acaba de indicar, es en todo caso revocable (art. 11.4 de la Ley 41/2002).

d) Tampoco puede prosperar la queja relativa a la valoración de la “situación de incapacidad de hecho” [arts. 5.2 y 3 h)] y a la valoración y efectos de que la situación de “pérdida de la capacidad de la persona solicitante para otorgar el consentimiento informado es inminente” [art. 5.1 c), párrafo segundo].

La apreciación positiva de la capacidad de la persona para instar con autonomía [arts. 3 a) y 4.2 LORE] la prestación de ayuda para morir es cuestión de hecho que corresponde examinar y determinar, conforme a criterios y pautas de la ciencia y la experiencia médicas, a los facultativos —médicos responsables y consultores— a los que la Ley Orgánica llama aquí a intervenir (art. 8.1, 2 y 3), sin perjuicio del ulterior control administrativo [arts. 10 y 18 b)] y del que más tarde pudiera llegar a corresponder a la jurisdicción. El mismo carácter y régimen jurídico ha de tener la apreciación médica de la falta de aquella capacidad, con independencia de que esa constatación inicial pudiera requerir adicionalmente, en prudente valoración de las circunstancias, la consulta a un especialista en las patologías tal vez determinantes, en el caso, de una incapacidad de hecho [la propia LORE parece contemplar, a este respecto, el dictamen de varios “médicos consultores”: art. 12 b).9].

Aunque se desprende de lo indicado, interesa resaltar que la aplicación de la Ley Orgánica en este punto se somete, como en el resto de sus extremos, a una serie de garantías procedimentales a fin de verificar si se dan los presupuestos legalmente previstos para el reconocimiento de la prestación de ayuda para morir, correspondiendo esa verificación no solo al médico responsable, sino también al médico consultor —este sí con necesaria “formación en el ámbito de las patologías que padece el paciente” y que no pertenece al mismo equipo del médico responsable: art. 3 e)— y a la comisión de garantía y evaluación, así como, en su caso, a la jurisdicción contencioso-administrativa. Sin olvidar que la independencia del médico consultor puede ser objeto de control por parte de la comisión. La intervención de este médico consultor en el supuesto de incapacidad de hecho del paciente está expresamente contemplada en el art. 8.3 LORE. Precepto que establece, de forma inequívoca, que debe corroborar el cumplimiento de las condiciones establecidas en el art. 5.2 de la ley. Luego, la referencia que el art. 8.5 realiza después al control por parte de la comisión de garantías y evaluación (que se desarrolla en al art. 10), “[u]na vez cumplido lo previsto en los apartados anteriores”, se refiere al supuesto de incapacidad de hecho del art. 5.2 LORE. Lo que implica que el acto definitivo de la citada comisión para el caso específico de la “incapacidad de hecho” también puede ser impugnado, de acuerdo con lo expuesto para el régimen general, ante los tribunales del orden jurisdiccional contencioso-administrativo.

La previa intervención judicial, que en este punto la demanda echa en falta, de ninguna manera viene impuesta por la Constitución. No estamos aquí ante lo que los recurrentes llaman una “incapacitación”, expresión carente hoy de sentido en nuestro ordenamiento (Ley 8/2021, de 2 de junio, por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica). Ni cabe tampoco parangón alguno entre, de una parte, la certificación de la incapacidad de hecho que permitiría, de constar documentalmente la voluntad previa del paciente, tramitar la ayuda para morir y, de la otra, la restricción de la libertad personal a que da lugar —en el ejemplo propuesto por la demanda— un internamiento involuntario en centro hospitalario. Imponerse sobre la voluntad del sujeto y darle curso a la decisión que emitió cuando era competente para ello son acciones contrapuestas que solo podrían traerse a comparación convirtiendo en premisa, contra toda lógica, lo que precisamente se quiere demostrar.

Si no existe obstáculo jurídico-constitucional a que la situación de incapacidad de hecho sea apreciada, en primer lugar, por los facultativos, tampoco ha de haberlo para que corresponda al médico responsable constatar la inminencia de la pérdida de capacidad del paciente, tras su primera solicitud, a fin de “aceptar cualquier periodo menor” al de quince días que de ordinario ha de mediar entre aquella solicitud y la segunda, siempre que lo haga “en función de las circunstancias clínicas concurrentes, de las que deberá dejar constancia en la historia clínica” [párrafos primero y segundo del artículo 5.1 c)]. El legislador ha de exigir y garantizar que la decisión de pedir la ayuda para morir, además de consciente, voluntaria y libre [art. 3 a)], provenga de la madurada y meditada determinación de la persona. De “madura y genuina” meditación y de “reflexión y reiteración de la petición” hablan los artículos 4.3 y 12 b).6, y a ello responde la imposición de dos sucesivas solicitudes, pero el lapso de quince días que en general ha establecido el legislador obedece a su libre y prudencial apreciación de oportunidad, apreciación que puede ser ponderada y matizada, como aquí las Cortes Generales han hecho, en atención a las singulares circunstancias que el precepto contempla. Quienes recurren muy bien pueden protestar en términos políticos frente a esta previsión excepcional de la LORE, pero el Tribunal no advierte razones para reprobarla en Derecho.

e) Ha de rechazarse, por último, la censura de inconstitucionalidad que la demanda hace a la posibilidad de que la solicitud de prestación de ayuda para morir para una persona con incapacidad de hecho sea presentada por un tercero y, en concreto, por el “médico que lo trata”, quien puede a tal efecto acceder al registro para obtener el documento de instrucciones previas o equivalente [arts. 6.4 y 12 a) apartado cuarto de la LORE].

Los recurrentes centran esta queja en la supuesta vulneración del derecho a la intimidad personal (art. 18.1 CE). Frente a lo que sostiene la demanda, la LORE no ha previsto que un tercero pueda “solicitar” la muerte de una persona declarada en situación de incapacidad de hecho. En puridad, lo que se prevé es que la solicitud sea presentada “acompaña[da] del documento de instrucciones previas [o documento equivalente] suscritos previamente por el paciente” (art. 6.4 LORE), esto es, se permite a un tercero trasladar la voluntad previamente manifestada del propio paciente, no la de quien presenta la solicitud. Así lo confirma el preámbulo de la Ley Orgánica, cuando indica que “se articula también la posibilidad de solicitar esta ayuda mediante el documento de instrucciones previas o equivalente, legalmente reconocido”.

Se trata de una precisión importante, pues el respeto al derecho fundamental a la vida impide que se reclame y obtenga para otro, si este no lo predeterminó así en su día, la específica prestación eutanásica que ha configurado la Ley Orgánica 3/2021, ello sin perjuicio de lo que, para el más fiel cumplimiento de la voluntad anticipada, pudiera haberse encomendado en ese documento previo a un posible “representante”, que sería, en tal hipótesis, “el interlocutor válido para el médico responsable” (párrafo primero, último inciso, del art. 5.2). Si por el contrario aquella predeterminación existiera, nadie podría ya oponer su voluntad a la que fue formalizada anticipadamente por la persona afectada, siempre que, certificada la incapacidad de hecho, concurrieran las exigencias de la LORE y se cumplimentaran todos los trámites en ella establecidos (así se desprende del art. 9, de conformidad con el cual “[e]n los casos previstos en el artículo 5.2 el médico responsable está obligado a aplicar lo previsto en las instrucciones previas o documento equivalente”).

Aclarada esta cuestión, carece de fundamento la pretensión de inconstitucionalidad que en este punto sostienen los recurrentes. El invocado derecho fundamental a la intimidad personal implica, en lo que hace al caso, “la existencia de un ámbito propio y reservado frente a la acción y el conocimiento de los demás”, el consiguiente deber sobre terceros de “abstenerse de toda intromisión en la esfera íntima” y “la prohibición de hacer uso de lo así conocido” (por todas, STC 172/2020, de 19 de noviembre, FJ 4). Es evidente que quien predispone la solicitud de eutanasia ante la eventualidad de no poder hacerlo en su momento pretende que esa petición sea conocida y atendida por los facultativos que, llegado el caso, lo asistan, algo solo posible mediante la presentación por terceros (en último término, por el propio “médico que lo trata”) de tal solicitud, que es personalísima [FJ 7 D) c) LORE]. Tampoco, y por razones análogas, pudiera decirse afectado el derecho del paciente a la protección de sus datos de carácter personal (derivado del art. 18.4 CE, precepto que la demanda no cita), cuando es aquel “médico que lo trata”, precisa y exclusivamente, quien queda habilitado aquí, una vez certificada la situación de incapacidad de hecho, para obtener en su caso del registro el documento previo y “presentar la solicitud de eutanasia” (art. 6.4) que en él se formalizó.

Ha de advertirse en este punto que, de acuerdo con el tenor literal y la sistemática de su art. 6.4, el facultativo al que la LORE se refiere como “médico que […] trata” al paciente no es a estos efectos —y no podría serlo, en mérito de su necesaria neutralidad e independencia: STEDH, asunto Mortier c. Bélgica, § 162— el médico responsable (receptor, más bien, de la solicitud), sino uno de los “otros profesionales que participan en las actuaciones asistenciales” a la persona afectada [art. 3 d), inciso final]. Así deriva también de los propios trabajos parlamentarios, en cuyo curso se rectificó el enunciado, en este punto, de la proposición de ley, que preveía que “[e]n caso de que no exista ninguna persona que pueda presentar la solicitud en nombre del paciente, el médico responsable podrá presentar la solicitud de eutanasia” (“Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso de los Diputados”, núm. 46.5, de 10 de diciembre de 2020, p. 16; véase también la enmienda 245 presentada en el Senado, de la que proviene el texto vigente: “Boletín Oficial de las Cortes Generales. Senado”, núm. 141, de 17 de febrero de 2021, p. 142).

Las razones expuestas conducen a descartar también este reproche de inconstitucionalidad y, con él, de este segundo bloque de impugnaciones específicas. No cabe entender que la regulación en la LORE de los presupuestos para el reconocimiento de la prestación a quien se encuentre en una situación de incapacidad de hecho otorgue al derecho fundamental a la vida una protección frente a injerencias de terceros que no alcance el nivel de suficiencia requerido por la Constitución, en los términos que quedaron expuestos en el fundamento jurídico 6 D).

9. Impugnaciones específicas de determinadas remisiones de la LORE en orden a su aplicación

A) Preceptos impugnados

El tercer bloque de pretensiones subsidiarias de la demanda se dirige contra el art. 5.2 segundo párrafo, el art. 17.5, la disposición adicional sexta y la disposición final tercera de la LORE. Tales preceptos establecen lo siguiente:

“Artículo 5. Requisitos para recibir la prestación de ayuda para morir

[…]

2. […]

La valoración de la situación de incapacidad de hecho por el médico responsable se hará conforme a los protocolos de actuación que se determinen por el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud”.

“Artículo 17. Creación y composición [de las comisiones de garantía y evaluación]

[…]

5. El Ministerio de Sanidad y los presidentes de las comisiones de garantía y evaluación de las comunidades autónomas se reunirán anualmente, bajo la coordinación del Ministerio, para homogeneizar criterios e intercambiar buenas prácticas en el desarrollo de la prestación de eutanasia en el Sistema Nacional de Salud”.

“Disposición adicional sexta. Medidas para garantizar la prestación de ayuda para morir por los servicios de salud

Con el fin de asegurar la igualdad y calidad asistencial de la prestación de ayuda para morir, el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud deberá elaborar en el plazo de tres meses a contar desde la entrada en vigor de la Ley un manual de buenas prácticas que sirva para orientar la correcta puesta en práctica de esta Ley.

Asimismo, en este mismo plazo deberá elaborar los protocolos a los que se refiere el artículo 5.2”.

“Disposición final tercera. Carácter ordinario de determinadas disposiciones

La presente Ley tiene carácter de ley orgánica a excepción de los artículos 12, 16.1, 17 y 18, de las disposiciones adicionales primera, segunda, tercera, cuarta, quinta, sexta y séptima, y de la disposición transitoria única, que revisten el carácter de ley ordinaria”.

B) Posiciones de las partes

En este bloque de impugnaciones, la demanda denuncia que los arts. 5.2 y 17.5, así como la disposición adicional sexta de la LORE, “dejan la determinación de aspectos sustanciales sobre, nada menos, que el fin de la vida humana y la extinción del derecho fundamental a la vida, a disposiciones absolutamente indefinidas en su contenido que no ostentarían ni siquiera rango reglamentario”, lo cual vulneraría la exigencia de calidad de la ley (art. 15 CE, en relación con el art. 9.3 CE), la reserva de ley (art. 53.1 CE) y la reserva de ley orgánica (art. 81.1 CE). A la disposición final tercera se le reprocha que niegue carácter orgánico a la adicional sexta, sin mayor argumentación.

De un lado, los recurrentes sostienen la inconstitucionalidad del segundo párrafo del art. 5.2 LORE y de su disposición adicional sexta in fine, por considerar que en ellas se realiza una “habilitación en blanco” y “sin predeterminación normativa alguna” al Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud (un “puro órgano administrativo”) cuando se le encomienda la elaboración de los protocolos de actuación para la valoración de la situación de incapacidad de hecho, aspecto que la demanda califica como un “elemento esencial” del sistema regulado por la LORE en tanto que, según la interpretación de los recurrentes, “la apreciación de una incapacidad de hecho por el médico responsable […] permite obviar el consentimiento directo e inmediato de la persona para provocar su propia muerte”.

De otra parte, la demanda sostiene la inconstitucionalidad del art. 17.5 LORE, en tanto que en él se ordena al Ministerio de Sanidad y a los presidentes de las comisiones de garantía y evaluación reunirse anualmente, bajo la coordinación del Ministerio, para “homogeneizar criterios e intercambiar buenas prácticas en el desarrollo de la prestación de eutanasia en el Sistema Nacional de Salud”. Denuncia también la inconstitucionalidad del primer párrafo de la disposición adicional sexta por cuanto ordena al Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud elaborar “un manual de buenas prácticas que sirva para orientar la correcta puesta en práctica de esta Ley” con la finalidad de “asegurar la igualdad y calidad asistencial de la prestación de ayuda para morir”. Según los recurrentes, estas cuestiones “no pueden remitirse a un manual de buenas prácticas ni a un protocolo administrativo de actuación, sino que deben quedar perfectamente predeterminadas en la Ley Orgánica que regule una cuestión tan esencial y determinante como es la extinción del derecho fundamental a la vida”.

Alega de contrario el abogado del Estado que esos preceptos no infringen la reserva de ley orgánica, que en todo caso debe ser interpretada restrictivamente (SSTC 5/1981, de 13 de febrero, y 173/1998, de 23 de julio), al no ordenar “aspectos esenciales de los derechos implicados”, visto su carácter no normativo (pues estaríamos ante meras “guías prácticas o recomendaciones”) y su finalidad, que no sería sino la debida coordinación y correcta aplicación de la LORE, teniendo en cuenta el carácter técnico de la materia y el “carácter descentralizado” del Sistema Nacional de Salud.

C) Enjuiciamiento

a) Para examinar las tachas de inconstitucionalidad denunciadas en este bloque es necesario recordar brevemente el núcleo de la doctrina constitucional acerca del alcance de las reservas constitucionales a la ley, toda vez que la atinente a las exigencias de certeza y precisión de la ley ha sido ya reseñada en el fundamento jurídico precedente.

Este tribunal ha señalado que las reservas constitucionales a la ley impiden al legislador desapoderarse en favor de otras fuentes normativas para regular aquello que la Constitución le encomienda (por todas, STC 31/2018, de 10 de abril, FJ 7). Sin perjuicio de ello, hemos indicado también que ninguna reserva constitucional a la ley ha de entenderse en términos tales que impidiera, sin matices, toda remisión a ulteriores ordenaciones sobre asuntos de marcado carácter técnico [SSTC 160/2013, de 26 de septiembre, FJ 7 b), y 51/2019, de 11 de abril, FJ 7]. Y, en cuanto a la reserva de ley orgánica prevista en el art. 81.1 CE, hemos reiterado que ha de ser interpretada restrictivamente [así, desde la STC 5/1981, de 13 de febrero, FJ 21 a)]. Adicionalmente, y aunque el presente bloque de impugnaciones no se refiere a la habilitación a la administración para aprobar reglamentos, este tribunal ha señalado que, respecto de materias no constitutivas del núcleo de las asignadas a las leyes orgánicas por el art. 81.1 CE, pero conexas con él, es factible el desarrollo no solo por leyes ordinarias, sino incluso por normas reglamentarias, siempre que no se trate del desarrollo directo de un derecho fundamental y que las remisiones al reglamento no desvirtúen la finalidad que se persigue con aquellas reservas (SSTC 6/1982, de 22 de febrero; 131/2013, de 5 de junio, y 134/2013, de 6 de junio).

b) La queja relativa a la aprobación administrativa de protocolos de actuación para la valoración de la situación de incapacidad de hecho (párrafo segundo del art. 5.2 y disposición adicional sexta in fine), que reitera en parte la realizada por los recurrentes en el bloque de impugnaciones específicas anterior, ha de ser desestimada por las razones que han quedado expuestas al examinar este último.

Como hemos indicado, los arts. 3 h) y 5.2 LORE definen con suficiente precisión el concepto de “situación de incapacidad de hecho”; situación que, a diferencia de lo que afirman los recurrentes, no lleva a prescindir del consentimiento de la persona, sino a constatar la imposibilidad actual de prestarlo. Los “protocolos de actuación” a que aluden los preceptos impugnados se refieren no a la definición de la situación de incapacidad de hecho, sino a la “valoración” de su concurrencia en el caso concreto por parte del médico responsable. Dicha valoración es una cuestión fáctica que requiere un examen técnico caso a caso y no una mayor concreción que la que hace aquí la Ley Orgánica, sin que sea tampoco concebible que el legislador, orgánico u ordinario, estuviera en condiciones de fijar pautas específicas de valoración técnica en este punto. No existe, por tanto, insuficiente determinación legislativa que pudiera llevar a constatar un vicio de falta de calidad de la ley, ni remisión en blanco alguna a la administración para regular elementos centrales de la prestación eutanásica.

c) Tampoco puede prosperar la impugnación de los preceptos que atribuyen a instancias administrativas la “homogeneiza[ción de] criterios e intercambi[o de] buenas prácticas en el desarrollo de la prestación de eutanasia en el Sistema Nacional de Salud” (art. 17.5) y la “elabora[ción de] un manual de buenas prácticas que sirva para orientar la correcta puesta en práctica de esta Ley” con la finalidad de “asegurar la igualdad y calidad asistencial de la prestación de ayuda para morir” (primer párrafo de la disposición adicional sexta).

Al igual que sucede con el art. 5.2 LORE y con su disposición adicional sexta in fine, es evidente que ninguno de estos preceptos encomienda a órganos administrativos la regulación de aspectos cubiertos por la reserva de ley (ni ordinaria ni orgánica), ni implica que la regulación contenida en la Ley Orgánica incurra en el vicio de “falta de calidad de la ley” que denuncia la demanda. Tanto el art. 17.5 LORE como el párrafo primero de su disposición adicional sexta se refieren a la aplicación del marco normativo previsto por el legislador orgánico: procuran, en “línea directa de ejecución” de la Ley Orgánica [STC 97/2020, de 21 de julio, FJ 5 C) a)], que su aplicación se realice de manera armónica o concorde en todo el territorio nacional y no habilitan para el desarrollo, complemento o integración de la LORE en un plano normativo, lo que sería presupuesto para el examen de si, como se dice, la reserva de ley pudiera haber sufrido menoscabo. Siendo este el objeto de la disposición adicional sexta, es claro que no se encuentra cubierto por la reserva de ley orgánica del art. 81.1 CE —cosa sobre la que, además, nada argumenta la demanda—, lo que hace decaer la queja que se formula en este punto a la disposición final tercera de la LORE.

Basta con lo constatado para desestimar la censura de la que son objeto estos preceptos legales.

10. Impugnaciones específicas relativas al régimen de la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios

A) Preceptos impugnados

El último bloque de pretensiones subsidiarias que formula la demanda se dirige contra la disposición final tercera (en relación con el art. 16.1) y contra el art. 16.2 LORE. Tales preceptos establecen lo siguiente:

“Disposición final tercera. Carácter ordinario de determinadas disposiciones

La presente Ley tiene carácter de ley orgánica a excepción de los artículos 12, 16.1, 17 y 18, de las disposiciones adicionales primera, segunda, tercera, cuarta, quinta, sexta y séptima, y de la disposición transitoria única, que revisten el carácter de ley ordinaria”.

“Artículo 16. Objeción de conciencia de los profesionales sanitarios

[…]

2. Las administraciones sanitarias crearán un registro de profesionales sanitarios objetores de conciencia a realizar la ayuda para morir, en el que se inscribirán las declaraciones de objeción de conciencia para la realización de la misma y que tendrá por objeto facilitar la necesaria información a la administración sanitaria para que esta pueda garantizar una adecuada gestión de la prestación de ayuda para morir. El registro se someterá al principio de estricta confidencialidad y a la normativa de protección de datos de carácter personal”.

Aunque no han sido objeto de impugnación específica, para examinar esta queja es necesario también tener en cuenta lo dispuesto en los arts. 3 f) y 16.1 LORE, como alegan respectivamente el abogado del Estado y los recurrentes. Su tenor literal es el siguiente:

“Artículo 3. Definiciones

A los efectos de lo previsto en esta Ley, se entiende por:

[…]

f) ‘Objeción de conciencia sanitaria’: derecho individual de los profesionales sanitarios a no atender aquellas demandas de actuación sanitaria reguladas en esta Ley que resultan incompatibles con sus propias convicciones”.

“Artículo 16. Objeción de conciencia de los profesionales sanitarios

1. Los profesionales sanitarios directamente implicados en la prestación de ayuda para morir podrán ejercer su derecho a la objeción de conciencia.

El rechazo o la negativa a realizar la citada prestación por razones de conciencia es una decisión individual del profesional sanitario directamente implicado en su realización, la cual deberá manifestarse anticipadamente y por escrito”.

B) Posiciones de las partes

a) Entiende la demanda, por una parte, que el rango de ley ordinaria que la disposición final tercera atribuye al art. 16.1 LORE es “manifiestamente inconstitucional por constituir la objeción de conciencia a la práctica de la eutanasia una parte esencial del ejercicio del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa” (art. 16.1 CE), lo que conllevaría “la preceptiva aplicación de todas las garantías […] que la Constitución establece para el desarrollo normativo de los derechos y libertades fundamentales, entre ellas, en lo que aquí interesa, que su contenido esencial y sus condiciones básicas se regulen mediante una ley orgánica” (art. 81.1 CE).

Frente a ello alega el abogado del Estado que el derecho a la objeción de conciencia deriva directamente de la Constitución (STC 53/1985) y viene enunciado en el art. 3 f) LORE, que tiene rango de ley orgánica, mientras que el art. 16.1 LORE no determina “elementos esenciales” para el ejercicio del derecho, sino que establece un “deber meramente formal” en orden a formular anticipadamente y por escrito la “intención” de objetar, pero “sin exigir una determinada anticipación que de no cumplirse implique una pérdida del derecho”, por lo que “no entra dentro del alcance de la reserva de ley orgánica”.

b) Por lo que se refiere, de otro lado, al art. 16.2 LORE, estiman los recurrentes que la regulación que establece del registro de objetores de conciencia es contraria a la Constitución porque: (i) condicionar la objeción a la inscripción registral supone “señalar a quienes objeten a la colaboración en la muerte de una persona”, lo que no “es absolutamente ajeno al riesgo de discriminación y estigmatización”; (ii) la posición objetora no es definitiva (“ya que puede cambiarse a lo largo del ejercicio profesional”) ni absoluta (“pues puede depender de casos concretos que motivan este planteamiento, mientras que otros casos no lo motivarían”), de modo que un registro de “concepción monolítica […] no se muestra como un instrumento realista en el que se acomode tan complejo tema profesional”; (iii) en todo caso, la obligatoriedad que impone a los profesionales sanitarios el art. 16.2 en orden a declarar previamente su condición “se opone” al art. 16.2 CE, que exime a cualquier persona de declarar sobre sus creencias; y (iv), en particular, el registro conculca el principio de proporcionalidad, pues no es adecuado (no habría “relación causal” entre la garantía de la prestación y la objeción de conciencia) ni necesario (pues existen otras medidas menos intensas, como pudiera ser un archivo interno, sin que tampoco se aprecie que exista una “necesidad extrema” de implantarlo, que “genera más impedimentos para el interés general que beneficios para los afectados y para la prestación del servicio de salud”). Ello con independencia de que “la objeción anticipada debe constar necesariamente en un registro existente a efectos organizativos de la administración sanitaria”.

Alega de contrario el abogado del Estado que el “objetivo final” del registro (art. 16.2 LORE) es el de asegurar la prestación efectiva de la ayuda para morir, con la “única salvedad” respecto del apartado 1 de que “aquí está directamente implicada la protección del derecho fundamental a la intimidad y a la protección de datos personales” (art. 18 CE), lo que justificaría que el legislador le haya atribuido rango orgánico. Sin perjuicio de ello señala, en referencia a la queja relativa a la disposición final tercera, que el registro, en cuanto tal, no requiere ley orgánica (STC 151/2014), por lo que menos aún la exigiría la mera comunicación previa y por escrito para ejercer la objeción de conciencia. En todo caso, sostiene que estos requisitos no son desproporcionados, máxime cuando el ejercicio del derecho no se condiciona a que la declaración de objeción se haya inscrito antes en el registro, lo que se habría reconocido por el Manual de buenas prácticas en eutanasia aprobado por el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud (en el que se indicaría que las administraciones sanitarias deben aceptar las objeciones no inscritas y se admitiría tanto la objeción “sobrevenida” como la reversibilidad de la decisión).

C) Enjuiciamiento

a) El examen de este último bloque de impugnaciones ha de partir de la configuración constitucional de la objeción de conciencia.

La Constitución se refiere de manera expresa a ella únicamente como exención a las “obligaciones militares de los españoles” y al cumplimiento del posible “servicio militar obligatorio” (art. 30.2 CE), ámbitos estos en los que se muestra en conexión, según tempranamente advirtió este tribunal, con la libertad ideológica que garantiza el art. 16.1 CE (STC 15/1982, de 23 de abril, FJ 6). Más allá de lo prescrito en aquel primer precepto constitucional, el art. 16.1 CE “por sí mismo, no sería suficiente para liberar a los ciudadanos de deberes constitucionales o ‘subconstitucionales’ por motivos de conciencia, con el riesgo anejo de relativizar los mandatos jurídicos” (SSTC 160/1987, de 27 de octubre, FJ 3; 321/1994, de 28 de noviembre, FJ 4, y 55/1996, de 28 de marzo, FJ 5, así como el ATC 135/2000, de 8 de junio, FJ 2).

No obstante, el legislador no debe ignorar o desdeñar, a la hora de regular determinadas materias, la posibilidad de que la imposición incondicionada de ciertas obligaciones pudiera llegar a comprometer gravemente la libertad de conciencia de algunas de las personas concernidas, al colocarlas ante la encrucijada excepcional de renunciar a convicciones morales racionalmente argumentables, aunque no compartidas por la mayoría, o sufrir, por ser con ellas consecuentes, la sanción que fuera aparejada al incumplimiento de un deber legal. En este sentido, y solo en él, se ha de entender la apreciación que el Tribunal hizo en su día, ante el silencio de una regulación legal concreta, en orden a que la objeción de conciencia “forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa” (STC 53/1985, FJ 14).

De lo anterior se sigue que en modo alguno existe en nuestro ordenamiento, sobre la base del art. 16.1 CE, un genérico derecho fundamental a sustraerse, alegando imperativos de conciencia, a cualesquiera deberes jurídicos, lo que constituiría un inconcebible, por absurdo, poder de veto individual frente a la legislación y “la negación misma de la idea del Estado” (STC 161/1987, de 27 de octubre, FJ 3). Cuestión distinta es que el legislador pueda o, incluso en algunos casos deba, reconocer el carácter moralmente controvertido de ciertas decisiones normativas sobre asuntos vitales y permitir entonces, con las debidas garantías para el interés general, que el individuo inicialmente obligado llegue a quedar exento de cumplir con un mandato no conciliable con sus más arraigadas convicciones. En tales hipótesis, la libertad de conciencia podría quedar comprometida si el legislador hubiera desconsiderado por entero, contra toda razón, tales situaciones de conflicto o compromiso personal extremo, siempre que tuvieran suficiente arraigo cultural y si las garantías que al efecto hubiera predispuesto fueran ignoradas mediante actos o resoluciones singulares, eventualidades ante las que los remedios jurisdiccionales en protección del derecho fundamental enunciado en el art. 16.1 CE quedarían sin duda plenamente abiertos. No existe, en suma, tal derecho general o indeterminado a la objeción de conciencia, pero son concebibles casos en que proceda la defensa jurisdiccional de la libertad de conciencia ante la plena ignorancia por la ley de una objeción que debió haberse considerado por el legislador o frente a quien aplicó la legalidad sin respetar sus disposiciones en garantía de quien pudiera llegar a declarase objetor.

b) El Tribunal no comparte la censura de inconstitucionalidad formulada contra el carácter de ley ordinaria que al art. 16.1 de la Ley Orgánica atribuye la disposición final tercera de la LORE.

Que la objeción de conciencia a realizar la prestación eutanásica (art. 16.1, segundo párrafo) pudiera llegar a ser invocada en juicio, al amparo del derecho enunciado en el art. 16.1 CE, no supone que sea en sí misma un derecho fundamental para cuyo desarrollo, en los términos del art. 81.1 CE, se exija ley orgánica. Una cosa es la cuestión del régimen de garantías procesales cuando determinado argumento objetor entronque en la libertad de conciencia y otra, distinta, la del tipo de fuente normativa llamada, en su caso, a prever y regular una concreta objeción cuando concurran las hipótesis recién consideradas. Ante la confusión de ambos planos en que la demanda incurre basta con remitirse a la reiterada jurisprudencia constitucional que ha negado, incluso, tal reserva de ley para la regulación de la única forma de objeción constitucionalmente prevista, la contemplada en el art. 30.2 CE, y ello sobre la base, junto a otras consideraciones, de que el desarrollo al que se refiere el art. 81.1 CE es, estrictamente, el de los derechos comprendidos en la sección primera del capítulo segundo del título I de la propia Constitución (SSTC 160/1987 y 161/1987, FJ 2 de una y otra). No obstante, cabe añadir que la definición de la “objeción de conciencia sanitaria” como derecho individual de los profesionales a no atender aquellas demandas de actuación eutanásicas que resulten incompatibles con sus propias convicciones tiene carácter de ley orgánica en el art. 3 f) LORE.

c) Tampoco la previsión de que las administraciones sanitarias habrán de crear un registro de profesionales sanitarios objetores merece los reproches de inconstitucionalidad que los recurrentes formulan.

Hay que aclarar que la inscripción en el registro no condiciona el ejercicio de la objeción de conciencia, pues para que sea eficaz basta con que se manifieste “anticipadamente y por escrito” (párrafo segundo del art. 16.1 LORE). Tampoco puede el Tribunal discutir las calificaciones del registro como “de concepción monolítica” o de “instrumento [no] realista”, crítica que viene a ser más propia de un debate parlamentario.

La previsión de estos registros tiene una finalidad objetiva en absoluto reprobable en derecho, como es la de “facilitar la necesaria información a la administración sanitaria para que esta pueda garantizar una adecuada gestión de la prestación de ayuda para morir” (art. 16.2), garantía que se encomienda a los servicios públicos de salud (art. 13.2), sin que el acceso y la calidad asistencial puedan resultar menoscabados por el ejercicio de la objeción de conciencia sanitaria (art. 14). No carece de sentido, a estos efectos, el que las administraciones sanitarias deban conocer con qué profesionales no se cuenta, de principio, para implicarse directamente en la realización de la prestación (art. 16.1, párrafo primero). Vale recordar que la LORE, como era obligado, se ha cuidado de asegurar que “[e]l registro se someterá al principio de estricta confidencialidad y a la normativa de protección de datos de carácter personal” (último inciso del art. 16.2).

No puede compartirse, en fin, la afirmación de los recurrentes de que el registro y la inscripción en el mismo de las declaraciones de objeción no se compadecen con la previsión constitucional de que “[n]adie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias” (art. 16.2 CE), reproche que, si se estuviera a la tesis de la demanda, también cabría oponer —con igual falta de razón— contra la inexcusable manifestación por escrito de la decisión de objetar (párrafo segundo del art. 16.1, no impugnado). El ejercicio de la objeción de conciencia “no puede, por definición, permanecer en la esfera íntima del sujeto, pues trae causa [de] la exención del cumplimiento de un deber y, en consecuencia, el objetor ‘ha de prestar la necesaria colaboración si quiere que su derecho sea efectivo para facilitar la tarea de los poderes públicos en ese sentido […], colaboración que ya comienza, en principio, por la renuncia del titular del derecho a mantenerlo —frente a la coacción externa— en la intimidad personal, en cuanto nadie está obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias (art. 16.2 CE)’” (STC 160/1987, FJ 4, en pasaje reiterado por la STC 151/2014, FJ 5). Cabe trasladar aquí alguna de las conclusiones sentadas por la última de las sentencias citadas ante controversia distinta aunque en este punto análoga a la actual: “La creación de un registro autonómico de profesionales […] con la finalidad de que la administración autonómica conozca, a efectos organizativos y para una adecuada gestión de dicha prestación sanitaria, quiénes en ejercicio de su derecho a la objeción de conciencia rechazan realizar tal práctica […] no implica, per se, un límite al ejercicio del derecho a la objeción de conciencia […] ni un sacrificio desproporcionado e injustificado de los derechos a la libertad ideológica e intimidad, sin que pueda afirmarse […] que con el mismo se persigue disponer de una lista de objetores con la finalidad de discriminarlos y represaliarlos [“riesgo de discriminación y estigmatización”, en expresión menos extrema de la actual demanda], pues esta es una afirmación sin base jurídica alguna y en la que no se puede fundar una queja de inconstitucionalidad”.

Es por lo que se desestiman estas últimas pretensiones de inconstitucionalidad.

Fallo

En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, por la autoridad que le confiere la Constitución de la Nación española, ha decidido desestimar el recurso de inconstitucionalidad formulado contra la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia.

Publíquese esta sentencia en el “Boletín Oficial del Estado”.

Dada en Madrid, a veintidós de marzo de dos mil veintitrés.

Votos particulares

1. Voto concurrente que formula la magistrada doña María Luisa Balaguer Callejón a la sentencia dictada en el recurso de inconstitucionalidad núm. 4057-2021

Con el mayor respeto al criterio reflejado en la sentencia a que se refiere el encabezamiento, creo necesario formular este voto, en ejercicio de la facultad prevista en el art. 90.2 LOTC, para dejar constancia de algunos de los argumentos que expuse en la deliberación del Pleno y que no encuentran desarrollo suficiente en la fundamentación jurídica que conduce a la desestimación del recurso de inconstitucionalidad, fallo desestimatorio con el que estoy completamente de acuerdo.

La duda esencial de constitucionalidad que se alza frente a la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia, confronta esta norma con el derecho a la vida consagrado en el art. 15 CE y con los deberes de protección de la vida exigidos al Estado y derivados de los arts. 43, 49 y 50 CE. Para superar la oposición denunciada, la sentencia desarrolla su argumento principal en dos niveles. El primero niega el valor absoluto de la vida como derecho, tal y como venía sosteniendo la jurisprudencia previa, y rechaza que se pueda derivar del art. 15 CE la prohibición de regular el tipo de eutanasia activa directa y de suicidio médicamente asistido, que regula la Ley Orgánica 3/2021. El segundo nivel construye el soporte constitucional de la concreta opción legislativa recurrida, vinculando el derecho subjetivo a la eutanasia pasiva y al suicidio médicamente asistido en los supuestos previstos en la ley, con el derecho fundamental a la integridad física y moral, que también se recoge en el art. 15 CE. Por tanto, la fundamentación jurídica de la sentencia gira, principalmente, en torno a la reconstrucción interpretativa del alcance del art. 15 de la Constitución, sirviéndose auxiliarmente para formular esa reconstrucción de los arts. 1.1 y 10.1 CE, y muy tangencialmente del art. 18 CE.

A mi juicio, la sentencia debería haber optado por centrar el debate no tanto en torno al contenido y alcance del art. 15 CE, o a la cuestión de si ese precepto contiene o no un derecho fundamental a la muerte digna, sino en relación con el contenido que debe atribuirse, en el momento constitucional presente, a la noción de dignidad humana que contempla el art. 10.1 CE. Dicho de otro modo, la sentencia podría haber contextualizado el doble argumento que conduce a la desestimación del recurso de inconstitucionalidad asumiendo que la capacidad de decidir sobre el modo en que una persona adulta, libre, consciente y suficientemente informada pone fin a su proceso vital, deriva de manera directa de la proclamación de la dignidad de la persona como fundamento del orden político en el que se enmarca el reconocimiento, promoción y garantía de los derechos de la persona. Una construcción dogmática con ese vínculo constitucional hubiera facilitado al futuro intérprete y al legislador futuro un sustento más sólido para conformar un derecho a la muerte digna de perfiles más amplios que los que ahora contempla la ley, y que limita la eutanasia y la asistencia al suicidio en los denominados “contextos eutanásicos”, que ni mucho menos comprenden todas las situaciones vitales en que una persona puede decidir poner fin a su vida en condiciones dignas y no violentas o degradantes.

El esfuerzo argumental de la sentencia se centra en negar que la vida, entendida como valor absoluto y como bien constitucional objetivo, pueda ser un límite infranqueable a la decisión legislativa de despenalizar el apoyo a la eutanasia o al suicidio asistido. Este esfuerzo se justifica desde el análisis de los planteamientos de la demanda, a los que, sin duda, el Tribunal debe dar respuesta. Pero la sentencia también podría haber respondido identificando de forma expresa el sesgo ético y moral que sostiene el planteamiento de parte y que también sustenta en buena medida los precedentes jurisprudenciales que se citan, aunque sea para terminar apartándose de ellos porque no resultan adecuados para la resolución de las dudas de constitucionalidad que en este proceso se plantean. Ese sesgo fundamenta los conceptos de vida, persona y dignidad en la conexión de estos con realidades trascendentes y, por tanto, externas al propio ser humano. Unas realidades que condicionan la visión sobre la capacidad de autodeterminar el principio y el fin de la vida, porque asumen que esa capacidad viene limitada por condiciones previas, naturales, intangibles y fuera del control humano. Pero el proceso de secularización que se inicia con la modernidad tiene como uno de sus objetivos fundamentar los conceptos de vida, dignidad y persona en las ideas genéricas de racionalidad y humanidad, siendo estas dos condiciones las que determinan la pertenencia a la comunidad política y la condición de titularidad de los derechos.

La aproximación a los arts. 10.1 y 15 CE, hasta este momento, se ha visto marcada por una secularización interpretativa inacabada, y esta sentencia daba la ocasión al Tribunal para culminar ese proceso, desvinculándose de la idea de que la disponibilidad de la propia vida queda fuera del ámbito jurídico; de la negativa rotunda a entender que la muerte puede formar parte del reconocimiento del derecho a la vida; o de la concepción de la vida como presupuesto indiscutido del ejercicio de derechos, sin completar esta afirmación con la certeza de que la existencia biológica sin existencia racional y consciente no puede ser explicada como condición del pleno ejercicio de derechos humanos.

Cuando Michel Foucault acuñó el concepto de biopoder, hace más de cuarenta años, intentaba explicar cómo el Estado, a partir del siglo XVIII racionaliza los problemas que plantean fenómenos como la salud, la higiene, la natalidad, la longevidad, la raza, etc., en la práctica gubernamental (Naissance de la biopolitique, 1979). Foucault nos explica cómo el Estado, en un momento dado, comienza a enfrentarse a problemas como los del hábitat, las condiciones de vida en una ciudad, la higiene pública, la modificación de la relación entre la natalidad y la mortalidad, y surgen entonces un buen número de cuestiones políticas sobre cómo regular los flujos de población o los movimientos de población, siendo que la respuesta a estas cuestiones, desde el poder, supone que la vida, y el cuerpo que le da sustento, se convierten en un objeto sobre el que se ejerce poder, esto es, en objeto político.

Por tanto, el Estado ejerce poder sobre los ciudadanos y ciudadanas, entendidos no solo como sujetos de derecho, sino como seres vivos, con una serie de condicionantes biológicos, a través de la capacidad del derecho y de las instituciones para gestionar la vida de las personas, y la forma en que esa vida surge, crece, se organiza, produce y termina. El sistema jurídico define la norma como patrón de comportamiento y como regla de conducta obligada, y la persona se adapta a la norma o queda extramuros del sistema.

La cuestión adicional, a la que no se refiere expresamente Foucault pero que identificamos claramente en los ordenamientos jurídicos occidentales, incluso a día de hoy, es que en la definición de la norma patrón se identifican con facilidad sesgos morales, éticos y, esencialmente, religiosos cuando nos referimos al control de lo material, de la vida humana entendida biológicamente.

En las últimas décadas, muchos Estados occidentales, entre ellos el nuestro, han optado por reducir el ámbito del biopoder que ejercen sobre la ciudadanía, siendo el instrumento más eficaz la despenalización de conductas que traducían diversas formas de control sobre el cuerpo, desde la despenalización de distintas formas de anticoncepción, pasando por la despenalización progresiva de la interrupción voluntaria del embarazo, para llegar a la despenalización de conductas relacionadas con el acompañamiento en el proceso de finalización de la vida, primero con la regulación de los cuidados paliativos, para avanzar sucesivamente hacia la despenalización de la eutanasia activa directa y la asistencia al suicidio en determinados contextos. Esta liberación de espacios ha ido en paralelo al progresivo refuerzo de la laicidad del Estado que, en el contexto español, no se proclama de forma expresa en la Constitución, limitándose esta a negar carácter estatal a ninguna confesión (art. 16.3 CE).

El principio que permite sostener la pérdida de espacios de poder estatal en este contexto es el reconocimiento de la dignidad humana, que sobrepone la capacidad de determinación individual sobre la propia vida a la facultad del Estado para ejercer control sobre concretas opciones vitales. Un principio de dignidad que, además, va liberándose de condicionantes religiosos para asumir un contenido cada vez más laico.

Si bien la sentencia describe la evolución normativa y jurisprudencial en torno a la despenalización de la asistencia al final de la vida, para concluir que una interpretación contextual, evolutiva y contemporánea del derecho a la vida debe contemplar también las decisiones sobre cómo, en determinados contextos y solo en esos contextos, la vida debe llegar a su fin, echo en falta una reflexión sobre el cambio de paradigma que sustenta esa evolución normativa y jurisprudencial. Y ese cambio, que nos permite formular la interpretación que la sentencia contiene, vinculando el derecho a una muerte digna con el derecho a una vida digna, a la autodeterminación sobre el propio cuerpo, y a la garantía de la integridad física y moral, pasa por comprender cómo la racionalidad política contemporánea va cediendo el poder sobre los cuerpos de los individuos a la autonomía individual, que se construye, cada vez más, sobre parámetros alejados de los límites y condicionantes dados por la religión y la moral tradicionales.

Por eso, cuando la sentencia reproduce jurisprudencia previa, en la que se definía la dignidad como “valor espiritual y moral inherente a la persona” (con cita de la STC 53/1985), no está asumiendo de forma total ni el cambio de paradigma normativo, ni el cambio de paradigma analítico que debiera permitir definir de forma más completa y consecuente el concepto de dignidad que recoge el art. 10.1 CE.

La sentencia acude a la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad como principios de mención recurrente, casi como criterio de autoridad constitucional, afirmando que el art. 15 CE comprende un derecho a la autodeterminación relativa a la propia vida, que incluye la decisión de terminar con ella cuando se dan unas circunstancias muy precisas, porque así se deriva del reconocimiento del principio de dignidad (art. 10.1 CE) en conjunción con el principio de libertad (art. 1.1 CE).

Pero la insistente mención no termina de dar contenido a la noción de dignidad que realmente sostiene el derecho a una muerte digna. El salto lógico que va entre negar que el art. 15 CE comprenda un derecho a morir, y reconocer el derecho a recibir ayuda del Estado, a través del sistema sanitario, para poner fin a la vida cuando ello supone expresión del derecho a la integridad física y moral (art. 15 CE), no puede hacerse sin asumir que es la dignidad el elemento determinante del reconocimiento de esa dimensión del derecho fundamental que, hasta ahora, no había recibido reconocimiento jurisprudencial expreso.

La noción constitucionalizada del principio de dignidad podría servir tanto para negar la intervención del Estado en la decisión de poner fin a la vida propia, como para sostener la necesaria intervención del Estado en la materialización de esa decisión. Una idea de dignidad de contenido abierto no es bastante para dar cobertura a la construcción teórica formulada por la sentencia. Por eso hubiera sido necesario concretar el contenido del principio del que es posible derivar obligaciones positivas del Estado, de contenido asistencial o prestacional, así como la prohibición de introducir límites desproporcionados a la plena efectividad del principio. Un ejemplo de ese tipo de límites viene dado por la fijación de los plazos para hacer efectiva la decisión de morir. A este respecto creo que cabe hacer hincapié en que cuando una persona ha decidido que quiere poner fin a su vida (con todo lo que eso significa) alargar en exceso los plazos supone una contravención del propio art. 15 CE, y de los arts. 2 y 3 CEDH, por cuanto puede ser entendida como un trato degradante o un padecimiento inhumano.

La dignidad es reconocida como un concepto constitucional determinante que incorporan, junto con la noción de autonomía, todas las Constituciones de la segunda posguerra mundial para superar el binomio liberal libertad-propiedad que no había sido capaz de evitar las graves lesiones de derechos acaecidas en toda Europa en la primera mitad del siglo XX. Pero a pesar de esa innovación fundamental, no se le ha dado hasta la fecha el alcance que podría haber asumido, porque se le ha considerado como un principio meramente instrumental. De hecho, así funciona en la sentencia, como principio instrumental a la hora de interpretar el alcance del derecho a la integridad física y moral.

Ahora bien, si entendemos la noción de dignidad como un principio jurídico autónomo vinculado a la necesidad de hacer intangible a la persona humana, siempre y en todo caso, frente a quienes detentan el poder, es posible inscribir esta noción dentro de la deconstrucción progresiva del biopoder, y es posible justificar que el Estado debe dejar de tener un control sobre las decisiones vitales de las personas que afectan a la capacidad de autodeterminación sobre el propio cuerpo. Esa intangibilidad también supone que el Estado, y el ordenamiento jurídico, deben dejar de ser correa de transmisión de formas morales de control sobre las decisiones vitales del ser humano. La protección de la vida, como valor y como derecho no se entiende sin el reconocimiento de la autonomía individual para tomar decisiones esenciales sobre el desarrollo de la propia vida, lo que incluye la voluntad consciente y libremente adoptada, con la información precisa, acerca del momento en que la muerte ponga fin al proyecto vital. Y no solo en contextos eutanásicos, sino allí donde la autodeterminación de la voluntad se produzca y exprese en condiciones de pleno reconocimiento de la autonomía y libertad personales.

La sentencia no consigue desprenderse de una cierta moral, que asociamos a la idea de dignidad, de modo que la argumentación no permite imaginar un escenario de progresión normativa en el reconocimiento de la autodeterminación plena del individuo en relación con la finalización de la vida. Pero si desligamos la noción de dignidad de cualquier concepción religiosa que la asocie a la trascendencia, o a consideraciones morales, la mera condición humana que integra razón y materia corporal es el presupuesto de la concurrencia de la dignidad, que no procede de ningún reconocimiento externo al propio ser humano. Y la no injerencia del Estado sobre la razón ni sobre el cuerpo, es el mandato que se deriva del reconocimiento de la dignidad.

Esta noción de dignidad, íntimamente vinculada con la adopción de decisiones autónomas, debe ser completada con la definición de las obligaciones del Estado que se derivan del respeto a la autonomía individual. No se trata solo de limitar el control del Estado sobre el individuo, sino de reconocer que existen obligaciones de hacer por parte del Estado para asegurar el pleno ejercicio de la autonomía, sobre todo allí donde la autodeterminación respecto de ciertas opciones vitales suponga la intervención de un determinado servicio público, como por ejemplo el servicio público sanitario. Dicho en otros términos, no se trata solo de despenalizar el aborto o la asistencia al suicidio, haciendo desaparecer el control represivo. Se trata también de asegurar que quien toma esa decisión pueda contar con la asistencia del servicio público que garantiza las prestaciones médico sanitarias, para que dicha opción se materialice en condiciones de seguridad, salud, respeto a la integridad física, respeto a la integridad moral de las personas, y a la exclusión de cualquier tipo de trato degradante.

Entender la dignidad de este modo exige verla como principio fundamental, de carácter universal y abstracto, del que se derivan límites a la intervención estatal, y como mandato de actuación específica al poder público, que debe atender a las situaciones particulares que exijan de su intervención activa para garantizar la plena eficacia de las decisiones individuales de autodeterminación sobre la propia vida.

Por último, la dignidad humana no debe ser entendida como un principio de proyección exclusivamente individual. Si bien supone reconocer un ámbito de autonomía al individuo frente al ejercicio del poder de control del Estado sobre sus decisiones vitales, también supone admitir que el Estado debe garantizar, en determinados supuestos y respecto de determinadas personas, la posibilidad de que las decisiones adoptadas se materialicen de forma eficaz y plena. Y ello debe asumirse, en determinados supuestos, como condición de la participación del individuo en la sucesiva formación de la comunidad política. Si la garantía de unas condiciones materiales de vida digna, o una educación suficiente se plantea como precondición de participación en la comunidad política, se habrá conformado la dignidad como principio estructural de la construcción del espacio público y la comunidad política. La mejora en la capacidad para tomar decisiones autónomas individuales supondrá a la larga una mejora en la capacidad de las personas para tomar decisiones por sus comunidades políticas, de modo que el refuerzo de la autonomía a la que se agrega la intervención pública para garantizarla, redunda en el refuerzo de lo colectivo.

Dicho todo lo anterior, debe reconocerse la relevancia de que la Ley Orgánica 3/2021, de regulación de la eutanasia, y el texto de esta sentencia pongan de manifiesto que el derecho a morir de una forma digna debe tener anclaje constitucional o, más explícitamente, debe ser reconocida como una nueva faceta del derecho a la vida como elemento indisociable de la dignidad humana. Y ello porque, como se ha dicho, nuestra Constitución no concibe la dignidad como un derecho fundamental pero nunca hay que olvidar que sí es la fuente y razón de ser de los derechos y libertades constitucionales. En este sentido, otorgar naturaleza subjetiva y fundamental al derecho a morir dignamente, en el marco de las condiciones establecidas en la ley, supone dotar a la persona de una posición más garantista frente a los posibles obstáculos que, en su caso, pudiera encontrarse en este tan tremendo proceso de la toma de decisión de dejar de vivir por haberse convertido la vida, valga la redundancia, en invivible para el sujeto afectado. Convertir al derecho a la muerte digna en una faceta más de los derechos derivados del artículo 15 de la Constitución supone reconocerle las garantías propias de los derechos fundamentales frente a la actuación de los poderes públicos (art. 53.2 CE); por tanto, una garantía reforzada de tutela jurisdiccional a través del procedimiento contencioso-administrativo de protección de los derechos y libertades fundamentales, siendo, pues, objeto de un procedimiento preferente y sumario, en las condiciones previstas en la Ley de la jurisdicción contencioso-administrativa, artículos 114 y siguientes. Además, en caso de que la garantía judicial ordinaria no tutele adecuadamente los derechos de la persona afectada podría llegarse incluso en amparo ante este tribunal.

De esta forma se protege tanto a la persona que decida acabar con su vida voluntaria y autónomamente, esencialmente, por haber llegado a un punto de deterioro físico y/o psicológico que convierte para ella su existencia en inhumana. Pero también, a aquellas otras personas que, por las circunstancias del que desea morir, necesitan de la ayuda de otra persona para su proceso hacia una muerte digna. Así, más allá de la posible comisión de ilícitos penales, parece que se evitarán situaciones de desprotección de facultativos y otros legitimados a participar en el proceso de muerte digna, que podían generar un efecto desaliento en su actuación, dejando desatendidos las angustias y padecimientos indignos de la persona enferma. Pero además se pondrá fin a un fenómeno que desafortunadamente se produce en el ámbito sanitario de tener que instar otros procedimientos, como el de responsabilidad patrimonial, que tienen mal encaje en los procesos específicos de la tutela de derechos fundamentales ante la actividad anormal de las administraciones públicas y sus profesionales.

Por último, me gustaría apuntar que la extensión de la sentencia, justificada en parte por la importancia de los temas constitucionales que plantean los recurrentes y resuelve el Pleno, provoca en el lector una sensación de inabarcabilidad de las cuestiones suscitadas, que va en detrimento del cada vez más necesario carácter pedagógico que debiera tener la jurisprudencia constitucional. Los problemas complejos requieren argumentos resolutivos complejos pero expresados del modo más sencillo posible cuando los destinatarios últimos no son solo quienes integramos las profesiones jurídicas, sino el común de la ciudadanía. Por eso, creo que debería haberse evitado la repetición innecesaria de algunas alegaciones de parte en los fundamentos jurídicos, así como la descripción lineal de la jurisprudencia constitucional precedente, de la jurisprudencia comparada o de los pronunciamientos de tribunales internacionales innecesarios a la construcción de la base argumental principal de la sentencia.

Madrid, a veintidós de marzo de dos mil veintitrés.

2. Voto particular que formula el magistrado don Enrique Arnaldo Alcubilla a la sentencia que resuelve el recurso de inconstitucionalidad núm. 4057-2021

Con el debido respeto a la opinión de mis compañeros y compañeras que han conformado la mayoría del Pleno y en uso de la facultad que me confiere el art. 90.2 LOTC, expreso mi discrepancia tanto con el fallo como con la fundamentación jurídica de la sentencia que resuelve el recurso de inconstitucionalidad, por las razones ya defendidas en su momento durante la deliberación y que expongo a continuación.

1. La sentencia de la que discrepo desestima el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por más de cincuenta diputados del Grupo Parlamentario Vox del Congreso de los Diputados contra el conjunto de la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia, y subsidiariamente contra trece preceptos concretos de dicha ley.

Las razones de mi discrepancia son esencialmente dos, a las que añadiré una tercera, de carácter metodológico, vinculada a la forma de razonar de la sentencia.

En primer lugar, no puedo compartir las razones por las que la sentencia desestima la queja principal de los recurrentes, y que se basan en el alumbramiento de un pretendido “nuevo” derecho fundamental a la autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos, que se correspondería con un correlativo deber de los poderes públicos (singularmente del poder legislativo) de contribuir a su efectividad. Como luego desarrollaré, aunque se admitiera que la queja de los recurrentes debía desestimarse, pues cabe sostener que no existe una prohibición constitucional incondicional de regular la eutanasia, estimo que era de todo punto innecesario acometer una construcción dogmática como la que realiza la sentencia de la que discrepo, que incurre en el claro exceso de pretender limitar las legítimas opciones del legislador en esta delicada cuestión. La pluralidad de opciones que la Constitución abre al legislador derivan de la concepción de la misma como un marco de coincidencias lo suficientemente amplio como para permitir alternativas diversas, sin que necesariamente se imponga una de modo exclusivo y excluyente salvo en aquellos puntos en que la Constitución de modo inequívoco e incondicionado lo establezca. En fin, la pluralidad de opciones abiertas por la Constitución no es, en definitiva, más que la expresión del pluralismo político como valor superior del ordenamiento (art. 1.1 CE).

En segundo lugar, discrepo de la manera en la que la sentencia ha abordado el enjuiciamiento de concretas impugnaciones en materia de procedimiento y garantías necesarias para asegurar la expresión de la libre y consciente voluntad de una persona que, en un contexto tan extremo como en el que regula la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, solicita su propia muerte mediante la ayuda de terceros.

Por último, tampoco comparto el método de enjuiciamiento empleado por la sentencia, ya que incurre en una cierta incoherencia lógica, en el sentido de que los presupuestos de los que se parte para resolver las impugnaciones formuladas por los recurrentes se ven luego superados por la forma de razonar de la sentencia, de modo que sus conclusiones no son consecuentes con las premisas del enjuiciamiento que previamente se han sentado. Esos saltos lógicos en el razonamiento son apreciables tanto al resolver la queja principal, pues la Constitución como marco de opciones posibles acaba convertida en una fuente de obligaciones para el poder público en el sentido y la dirección que expresa una determinada mayoría parlamentaria coyuntural, como a la hora de desestimar las tachas vinculadas al régimen de garantías y procedimiento previsto en la Ley Orgánica 3/2021, por cuanto la exigencia previa de las máximas medidas de protección de los derechos, principios y bienes constitucionales que puedan verse afectados por el ejercicio del derecho de autodeterminación respecto de la propia muerte en situaciones eutanásicas se ve luego desplazada por una deferencia al legislador sumamente laxa, que me resulta difícil de entender en un contexto tan delicado como este.

2. En el fundamento jurídico 2 de la sentencia, al explicar el alcance del control de constitucionalidad que a este tribunal le corresponde, se recuerdan los clásicos pronunciamientos de la doctrina constitucional, en los que se señala, con unas u otras palabras, que la Constitución no es un programa cerrado, sino —como recordábamos— un marco de coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diferente signo, de lo que lógicamente se sigue que el Tribunal Constitucional al realizar su juicio de constitucionalidad debe limitarse a analizar si la concreta opción regulatoria plasmada por el legislador en el texto legal sujeto a enjuiciamiento respeta o desborda los límites constitucionales. No podríamos estar más de acuerdo.

Sin embargo, esta inexcusable premisa sobre el alcance del control de constitucionalidad que a este tribunal le compete entra luego en contradicción con los razonamientos que se contienen en el capital fundamento jurídico 6 de la sentencia para desestimar la impugnación del conjunto de la Ley Orgánica 3/2021 por motivos sustantivos. En efecto, pese a que afirme que “[e]l núcleo de la cuestión que hemos de dirimir es si la Constitución permite o no al legislador regular como actividad lícita lo que la LORE califica como ‘eutanasia activa directa’”, la sentencia no se limita a examinar —como debió haber hecho— si la concreta opción legislativa plasmada en esa norma respeta o contradice la Constitución, sino que, excediendo el alcance y los límites del control de constitucionalidad que corresponde a este tribunal, viene a reconocer un nuevo derecho fundamental, que garantiza como “derecho fundamental a la autodeterminación de la propia muerte en situaciones eutanásicas”, que hace derivar en último término del derecho a la integridad física y moral (art. 15 CE) y al que anuda la naturaleza de derecho prestacional. De este modo, la sentencia cierra el paso a otras posibles opciones legislativas en relación con el problema suscitado (la intervención del legislador en un ámbito tan extremadamente delicado como el de la finalización de la vida de una persona con ayuda de terceros en contextos de sufrimiento extremo), imponiendo precisamente la opción de la Ley Orgánica 3/2021 como el único modelo constitucional posible. Con ello, la ponencia se sitúa fuera de los márgenes del control de constitucionalidad que a este tribunal corresponden, pues reconocer derechos fundamentales es una potestad del Poder Constituyente, no de los poderes constituidos y, por tanto, no lo es del Tribunal Constitucional.

Para alumbrar este nuevo derecho fundamental a la autodeterminación de la propia muerte en situaciones o contextos eutanásicos, la sentencia comienza apelando a la discutible doctrina sobre el entendimiento de la Constitución como un “árbol vivo” (plasmada en la STC 198/2012, de 6 de noviembre, FJ 9) para, seguidamente, al referirse al principio de unidad de la Constitución como parámetro hermenéutico, afirmar que en el caso de la intervención del legislador en el ámbito de la finalización de la vida de una persona con ayuda de terceros en contextos de sufrimiento extremo nos hallamos ante una situación de tensión entre la libertad y la dignidad de la persona y su vida.

En cuanto a lo primero, cabe señalar que, como bien se ha dicho por autorizadas voces, “la Constitución no es una hoja en blanco que pueda reescribir el legislador a su capricho”, así como “tampoco es una hoja en blanco que pueda reescribir, sin límites, su supremo intérprete”. La realidad social puede conducir a que se manifieste incluso la conveniencia de reconocer nuevos derechos fundamentales, pero para ello está prevista la reforma constitucional. Ni el legislador ni el Tribunal Constitucional pueden sustituir al poder constituyente, erigiéndose en una especie de poderes constituyentes. En nuestro ordenamiento un derecho fundamental es un derecho creado por la Constitución (un derecho constitucional, pues) y vinculante por ello para todo poder público, incluido, en primer lugar, el poder legislativo. Es decir, un derecho fundamental es aquel que, por su definición en la Constitución, norma suprema del ordenamiento jurídico, se impone incluso (y muy destacadamente) al legislador. Así resulta del art. 53 CE.

En cuanto a lo segundo, baste con decir que es difícil admitir que exista este artificioso conflicto entre derechos, bienes y valores constitucionales que se predican de la misma persona: la que solicita la ayuda de terceros para poner fin a su existencia en un contexto eutanásico. No es dable imaginar una disputa entre dos caras de una misma persona, entre dos manifestaciones de su misma dignidad personal. En realidad, centrada la cuestión en la intervención del poder público en este contexto en el que una persona decide poner fin a su vida, lo que debía determinarse es si, y en qué términos, la necesaria protección del derecho a la vida, que impone al legislador deberes negativos o de abstención y positivos, de protección frente a terceros, podría ser excepcionada en atención a la situación de padecimiento y sufrimiento extremo que la propia ley define. Es lo que la propia sentencia denominará después restricción del alcance de los deberes de protección del Estado.

Sin embargo, no es ese el enfoque que se adopta para resolver el recurso, ya que, asumiendo un papel que no le corresponde, la sentencia desarrolla toda su argumentación en un único sentido, aquel que determina que sobre el legislador pesaba la obligación constitucional de regular esta materia y que la única manera posible de hacerlo es, además, la que se deriva de la Ley Orgánica 3/2021. La univocidad a la que conduce la sentencia comporta una concepción excluyente de otra basada en una reinterpretación constructivista de la Constitución de la que se cuelga un derecho fundamental inexistente.

Tras negar que el derecho a la vida (art. 15 CE) tenga carácter absoluto e impida el reconocimiento constitucional de decisiones autónomas sobre la propia muerte en situaciones de sufrimiento extremo que la persona experimenta como inaceptable, la sentencia, acudiendo a la STC 37/2011, de 28 de marzo, FJ 5, comienza a construir el pretendido derecho a la autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos como un derecho fundamental anclado en el art. 15 CE, en su dimensión de “derecho a la integridad física y moral”, como manifestación de la dignidad de la persona y el libre desarrollo de su personalidad, y contrapuesto al “derecho a la vida”, el cual ha de leerse ahora en conexión con estos otros preceptos constitucionales, por cuanto otorgan amparo a un pretendido “nuevo” derecho fundamental de autodeterminación de la persona que, según la sentencia, resulta amparado por la Constitución.

En primer lugar, cabe decir frente a tal razonamiento que la STC 37/2011 no puede ser sacada de contexto. Lo que allí se resolvió fue un recurso de amparo en el que se declaró vulnerado el derecho del demandante a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE), en relación con el derecho a la integridad física (art. 15 CE), por habérsele denegado el derecho a ser indemnizado por los daños sufridos como consecuencia de la realización de una determinada operación médica sin que se le hubiese informado de los riesgos de la intervención ni se hubiese recabado su consentimiento para la práctica de la misma. La STC 37/2011 señala que el consentimiento informado del paciente a cualquier intervención médica sobre su persona es algo inherente a su derecho fundamental a la integridad física, lo que nada tiene que ver con el problema de la eutanasia activa directa que regula la Ley Orgánica 3/2021. Que el paciente, debidamente informado, pueda escoger entre las distintas posibilidades terapéuticas que se le ofrecen (e incluso rechazarlas todas), no autoriza a concluir, como hace la sentencia, que “la autodeterminación sobre el propio sustrato corporal impide que pueda activarse una protección de la vida a través de terapias salvadoras contra la voluntad del paciente”.

Tal conclusión no se desprende de la STC 37/2011 e incluso contradice la doctrina constitucional (por ejemplo, la referida al caso de la alimentación forzosa de los presos en huelga de hambre, doctrina a la que previamente se ha referido la propia sentencia, por cierto, para restarle importancia). Una cosa es que el derecho fundamental a la integridad física (art. 15 CE) faculte a toda persona, una vez recibida la obligada información sobre las alternativas terapéuticas disponibles, a optar entre someterse al tratamiento médico ofrecido o rechazarlo, y otra muy distinta que quede vedada en todo caso al poder público la protección de la vida contra la voluntad de esa persona. Por otra parte, esta afirmación de la sentencia queda en cualquier caso muy alejada del problema constitucional que se suscita en el presente recurso: no se trata de que el poder público proteja la vida a través de una “terapia salvadora” contra la voluntad del paciente, sino de otra cosa muy distinta: ayudar, médicamente, a morir a quien lo solicita en un denominado “contexto eutanásico”.

Seguidamente es cuando la sentencia da el paso decisivo para enunciar ese nuevo derecho fundamental a la autodeterminación de la propia muerte en contextos eutanásicos, que sería precisamente el regulado en la Ley Orgánica 3/2021. En efecto, tras hacer derivar la facultad de autodeterminación respecto de la configuración de la propia existencia (o de la propia muerte, si se prefiere) de la libertad como valor superior del ordenamiento jurídico, conforme al art. 1.1 CE (si bien el valor libertad desaparecerá luego como fundamento constitucional del novedoso derecho a la autodeterminación de la propia muerte, lo que es por otra parte una buena muestra de la escasa coherencia de la que hace gala la sentencia), y de la dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE), la sentencia añade que esa facultad también “cristaliza principalmente en el derecho fundamental a la integridad física y moral” (art. 15 CE). De este modo queda reconocido ex novo el derecho fundamental a disponer de la propia vida en contextos eutanásicos, con la inevitable consecuencia de devaluar la Constitución.

No es cierto, por otra parte, que el descubrimiento que hace la sentencia del nuevo derecho de autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos se ajuste a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (particularmente, en la sentencia de 4 de octubre de 2022, asunto Mortier c. Bélgica, aunque también en la sentencia de 29 de abril de 2002 asunto Pretty c. Reino Unido). Lo que esa doctrina viene a afirmar es que del derecho a la vida (art. 2 del Convenio europeo de derechos humanos) no se desprende un pretendido derecho a morir, “sea a manos de un tercero o con la asistencia de la autoridad pública” sin perjuicio de que, si el legislador decide despenalizar la eutanasia, dentro de su margen de configuración (pues el derecho a la vida consagrado en el art. 2 del Convenio no puede interpretarse como una prohibición en sí misma de la despenalización condicional de la eutanasia), ha de hacerlo garantizando debidamente que quien decide someterse a la eutanasia lo hace mediante una decisión libre y consciente, para evitar los abusos y garantizar así el respeto del derecho a la vida.

La sentencia insiste de manera reiterada (acaso por creer que a fuerza de repetir el mismo argumento este acabará persuadiendo de su corrección por el mero hecho de la insistencia) en que el derecho a la autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos, que regula la Ley Orgánica 3/2021, encuentra su fundamento constitucional “en los derechos fundamentales a la integridad física y moral —integridad personal, en definitiva— del art. 15 CE”, “en conexión con los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad del art. 10.1 CE”, en contraposición con el derecho fundamental a la vida. Lo que inexorablemente lleva a concluir que el Estado no solo “debe respetar” ese “específico derecho de autodeterminación” del individuo, sino que, además, “debe contribuir” a su “efectividad”. Existe, por tanto, según la ponencia, un derecho constitucional a la autodeterminación de la propia muerte en contextos eutanásicos, de lo que se sigue que pesa sobre los poderes públicos (singularmente sobre el legislador) el deber de contribuir a que ese derecho se haga efectivo. La sentencia aparentemente niega que “de ello se derive necesariamente un deber prestacional del Estado”, pero solo en apariencia pues inmediatamente lo desmiente al afirmar a renglón seguido que “lo que este no puede hacer es eludir su responsabilidad en esta materia, como sucedería si pretendiese permanecer ajeno —mediante la prohibición o la ausencia de regulación— a la específica problemática de quien precisa la ayuda de terceros para ejercer de modo efectivo su derecho en este tipo de situaciones” (las eutanásicas). De hecho, la sentencia lo remata después al señalar que existe un “deber público de dotar de eficacia al derecho de autodeterminación”, lo que no es sino otro modo de afirmar el carácter prestacional de ese derecho fundamental hallado —construido— ex novo para la ocasión.

Con ello, la sentencia ha cerrado el círculo: alumbrado el flamante derecho fundamental a la autodeterminación de la propia muerte en situaciones eutanásicas, del que se sigue el deber constitucional de los poderes públicos (singularmente, del legislador) de “habilitar las vías legales necesarias” para su efectividad, solo resta afirmar que el derecho de contenido prestacional regulado por la Ley Orgánica 3/2021 es justamente el que viene a dar cumplimiento a la obligación del Estado de dar efectividad a ese nuevo derecho fundamental. Esta tarea se aborda en la sentencia en el mismo FJ 6. Así, tras afirmar que “toda regulación de la eutanasia activa directa ha de respetar asimismo el derecho de autodeterminación que le sirve como fundamento constitucional y que delimita los respectivos ámbitos de aplicación de tal derecho y del derecho a la vida”, enunciado en el que de nuevo aflora la inadmisible (e inimaginable) contraposición entre derechos garantizados todos en el art. 15 CE y de los que es titular el mismo sujeto, y de calificar, como “derecho fundamental” el derecho a la autodeterminación de la propia muerte en situaciones eutanásicas, la sentencia concluirá que el modelo por el que ha optado el legislador en la Ley Orgánica 3/2021, configurando la prestación de ayuda para morir, cumple con todos los requisitos constitucionalmente exigibles para garantizar que la decisión de poner fin a la propia vida en contextos eutanásicos se adopta y se lleva a término de conformidad con la voluntad libre y consciente de una persona capaz, a fin de asegurar que esa decisión es ajena a coacciones de terceros, llegando incluso a afirmarse en la sentencia que “el propio acotamiento del derecho a recabar y obtener ayuda para morir en los contextos eutanásicos establecidos por el legislador opera, en principio, como un mecanismo de protección de la vida”.

3. Por otra parte, como lógico corolario de la conclusión de considerar que la regulación de la eutanasia activa directa que lleva a cabo la Ley Orgánica 3/2021 viene a dar efectividad al nuevo derecho fundamental a la autodeterminación de la propia muerte en situaciones eutanásicas, la sentencia aborda el problema de los cuidados paliativos en unos términos que permiten entender que la eventual sustitución de la opción del actual legislador, plasmada en dicha Ley Orgánica 3/2021, por otra opción legislativa basada en un modelo de cuidados paliativos integrales, accesibles de manera efectiva para todos aquellos ciudadanos que los necesiten (y sin reconocimiento, en cambio, del derecho a la prestación de la eutanasia activa directa) es considerada como incompatible con el derecho fundamental a la integridad física y moral (art. 15 CE). Tal entendimiento sitúa a este tribunal, como ya hemos señalado, al margen de la potestad de control constitucional que le corresponde, de acuerdo con la Constitución y su propia Ley Orgánica.

No se puede olvidar que, antes de la regulación introducida por la Ley Orgánica 3/2021 lo que existía en nuestro ordenamiento, en los contextos eutanásicos, era el derecho del sujeto a vivir con dignidad el proceso de morir, lo que se traducía en el derecho a evitar el dolor físico insoportable a través de los cuidados paliativos y a rechazar el llamado “encarnizamiento terapéutico”, esto es, a negarse a tratamientos que prolonguen de manera artificial la propia vida. Ciertamente, conforme al art. 15 CE los poderes públicos tienen la obligación de proteger la vida de todos los individuos, pero no existe un deber jurídico de vivir derivado de ese precepto constitucional (o de cualquier otro), como tampoco un derecho a morir. Este es el criterio sentando por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que ha recalcado que el derecho a la protección de la vida no ampara un pretendido derecho a disponer de ella, como ya se dijo. Por otra parte, lo que sí existía y existe en nuestro ordenamiento, como ha confirmado la doctrina constitucional, es el derecho de todo paciente a ser informado de las alternativas terapéuticas posibles y a negarse al tratamiento médico ofrecido, pues el consentimiento informado del paciente a cualquier intervención médica sobre su persona es algo inherente a su derecho fundamental a la integridad física reconocido, junto al derecho a la vida, en el art. 15 CE (STC 37/2011).

Conviene no olvidar, por otra parte, que ninguno de los textos internacionales de derechos humanos reconoce un derecho a disponer de la propia vida.

Podría llegar a concluirse que del derecho a la vida garantizado por el art. 15 CE no deriva una prohibición de despenalización de la eutanasia activa directa, siempre que esta se realice con las debidas garantías para evitar coacciones externas al individuo que desea poner fin a su existencia en un contexto eutanásico con ayuda de terceros (al respecto, sentencia de 4 de octubre de 2022, asunto Mortier c. Bélgica), y por tanto que no se opone al establecimiento de una prestación de ayuda para morir en el marco del sistema sanitario público como la regulada por la Ley Orgánica 3/2021. Pero lo que no tiene sustento es alumbrar un pretendido derecho constitucional a la autodeterminación de la propia muerte en situaciones eutanásicas con anclaje en el derecho a la integridad física y moral (a la integridad personal, si se prefiere) del art. 15 CE, como una suerte de derecho fundamental al que la citada ley habría venido precisamente a dotar de efectividad. El artificio al que recurre la ponencia, haciendo derivar ese derecho fundamental a la autodeterminación de la propia muerte en contextos eutanásicos del derecho fundamental a la integridad física y moral (art. 15 CE) implica devaluar la Constitución, al hacerle mutar su contenido al margen del procedimiento de reforma que se contiene en el título X; y asimismo supone que el Tribunal Constitucional desborda las potestades que le corresponden, como poder constituido, en el control de constitucionalidad de las leyes.

4. Aun cuando lo expuesto hasta ahora constituye el principal motivo de mi discrepancia con la sentencia que desestima el recurso de inconstitucionalidad promovido frente a la Ley Orgánica 3/2021, de regulación de la eutanasia, mi divergencia con la misma se extiende a algunos de los razonamientos mediante los cuales se han desestimado el resto de las impugnaciones contra preceptos concretos de esa ley. Entiendo en tal sentido que, para descartar algunos vicios de inconstitucionalidad, la sentencia contiene varias interpretaciones de conformidad como únicas posibles, si bien elude calificarlas como tales y llevarlas al fallo, como hubiera debido hacer.

Como ya he mencionado, creo que la propia lógica de la sentencia, que exige al legislador medidas de protección suficientes de los derechos, principios y bienes constitucionales en juego, hubiera debido llevar a un escrutinio mucho más incisivo de esas garantías, a fin de asegurar su suficiencia y efectividad. Sin embargo, pese a que la sentencia reconoce que la vida, como derecho fundamental y como bien constitucional objetivo, podría resultar lesionada en defecto de medidas de protección suficientes para evitar la indebida influencia o el abuso por parte de terceros, esa afirmación no se traduce luego en un entendimiento de dichas garantías que, a partir de lo previsto en la ley impugnada, salvase las imprecisiones en las que el legislador ha incurrido y conjurase ese peligro de influencias indebidas, manipulaciones y abusos por parte de terceros del que la propia sentencia advierte. La sentencia llega a la conclusión de que “este entramado de garantías sustantivas y procedimentales satisface los deberes estatales de protección frente a terceros de los derechos fundamentales en juego, la vida entre ellos”. Ya he avanzado que disiento de tal conclusión en los extremos y por las razones que a continuación indico.

5. En primer lugar, cabe señalar que en su fundamento jurídico 7 la sentencia aborda la queja de los recurrentes referida a la infracción de los arts. 24, 53.2 y 106.1 CE, por haber excluido la Ley Orgánica 3/2021 el necesario control judicial respecto de las decisiones que reconozcan el derecho a la prestación de ayuda para morir, exclusión que se derivaría del hecho de que ese control se ha previsto expresamente solo para las resoluciones denegatorias de la comisión de garantía y evaluación [arts. 10.5 y 18 a), párrafo quinto, de la Ley Orgánica 3/2021]. La sentencia descarta esta queja argumentando que “[l]as resoluciones definitivas de las comisiones de garantía y evaluación que reconozcan el derecho a acceder a la prestación de ayuda para morir y franqueen con ello el paso a su ‘realización’ (art. 11) no podrían, sin conculcación manifiesta de la Constitución, quedar exentas del control judicial”. Y aprecia que ese control de las decisiones que reconozcan el derecho a la prestación de ayuda para morir (sobre cuya impugnabilidad, a diferencia de las decisiones que lo nieguen, nada dice la Ley Orgánica 3/2021) deriva de las garantías que, en general, se configuran en las leyes procesales (ante todo, de lo previsto en la Ley 29/1998, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa). Y concluye que “[e]n definitiva, el legislador no ha cerrado el paso a la eventual impugnación judicial de las resoluciones que reconocen el acceso a la prestación, impugnación que podría plantear quien adujera el incumplimiento de las condiciones legales para el reconocimiento administrativo de este derecho —por vicios de voluntad en la solicitud del paciente, por la no concurrencia de los supuestos fácticos que justifican la prestación eutanásica o, entre otras hipótesis concebibles, a causa de irregularidades invalidantes en el curso del procedimiento— y ostentara legitimación para ello con arreglo al art. 19.1 a) de la citada Ley 29/1998. Ello sin perjuicio de la legitimación institucional que pudiera corresponder al Ministerio Fiscal para la interposición, en especial, del recurso contencioso-administrativo en el procedimiento para la protección de los derechos fundamentales de la persona”, regulado en la misma Ley 29/1998, y al que se remite la disposición adicional quinta de la Ley Orgánica 3/2021.

Este razonamiento pretende obviar que la Ley Orgánica 3/2021 ha establecido la distinción entre resoluciones estimatorias y denegatorias, al señalar que serán estas últimas las susceptibles de control judicial, por lo que la sentencia viene a privar de significado a la decisión del legislador, evitando deducir de su silencio respecto de las resoluciones estimatorias una exclusión inconstitucional. Como fácilmente se comprueba, lo que en realidad lleva a cabo la sentencia en este punto es una interpretación de conformidad con la Constitución, que comparto, pero que debió reconocerse como tal y llevarse al fallo.

En efecto, si se aplica la lógica de la sentencia, relativa a la necesidad de extremar las garantías del proceso como vía para proteger en este contexto el derecho a la vida, lo deseable hubiera sido eliminar cualquier ambigüedad en este punto, ya fuese declarando la inconstitucionalidad del inciso “que informen desfavorablemente la solicitud de la prestación de ayuda para morir” del art. 10.5 de la Ley Orgánica 3/2021, ya fuese llevando al fallo la interpretación conforme del precepto en el sentido expresado por la sentencia. Con una u otra solución quedaría claro que todas las resoluciones de la comisión, tanto las desestimatorias como las estimatorias, pueden ser recurridas ante la jurisdicción contencioso-administrativa, dotando así de certeza al enunciado legal. La sentencia no lo ha hecho así, llevada por una incomprensible deferencia al legislador en un ámbito, el de las garantías necesarias, en el que es exigible la máxima certeza y claridad sobre las reglas aplicables para así evitar que se vulnere el derecho a la vida (art. 15 CE), “derecho fundamental esencial y troncal en cuanto es el supuesto ontológico sin el que los restantes derechos no tendrían existencia posible” (SSTC 53/1985, de 11 de abril, FJ 3, y 32/2003, de 13 de febrero, FJ 7, entre otras).

6. En el mismo fundamento jurídico 7 la sentencia aborda la impugnación referida al párrafo cuarto del art. 18 a) de la Ley Orgánica 3/2021, conforme al cual “[e]n el caso de que la resolución sea favorable a la solicitud de prestación de ayuda para morir, la comisión de garantía y evaluación competente requerirá a la dirección del centro para que en el plazo máximo de siete días naturales facilite la prestación solicitada a través de otro médico del centro o de un equipo externo de profesionales sanitarios”.

Los recurrentes sostenían que el precepto establece un plazo extraordinariamente breve (siete días) para la realización de la prestación una vez esta ha sido reconocida por la comisión de garantía y evaluación, lo cual imposibilitaría todo control jurisdiccional de una decisión administrativa de la máxima gravedad e impediría obtener una tutela efectiva de los derechos que pudieran asistir a terceras personas para impedir la muerte y salvaguardar el derecho a la vida, con infracción de los arts. 24, 53.2 y 106.1 CE.

Para salvar la inconstitucionalidad del precepto, la sentencia impone una interpretación, a partir de “la sistemática interna” de la propia Ley Orgánica 3/2021 y de “su procedimiento de tramitación parlamentaria”, en virtud de la cual ese breve plazo de siete días no se refiere a la decisión definitiva del procedimiento ni a su puesta en práctica mediante la “realización de la prestación”, sino a la consecuencia que se seguiría de la estimación por la comisión de la reclamación frente a la “denegación” de la solicitud de la prestación por el médico responsable o frente al informe desfavorable del médico consultor, y que no sería el reconocimiento definitivo de la prestación por parte de la comisión, sino la reanudación del procedimiento conforme a los trámites ordinarios previstos en la propia Ley Orgánica, esta vez con la intervención “de otro médico del centro o de un equipo externo de profesionales sanitarios”.

De nuevo, si lo que debía analizarse era la precisión de la regulación legal es forzoso concluir que la argumentación de la sentencia suple las imprecisiones del legislador. La sentencia hace una interpretación de conformidad con la Constitución, que comparto, pero que debió reconocerse expresamente como tal en el propio fundamento jurídico 7 y llevarse al fallo, por elementales exigencias de certeza en un ámbito tan sensible como este.

7. En el fundamento jurídico 8 de la sentencia se aborda la cuestión de la regulación de la eutanasia de personas en situación de incapacidad de hecho, respecto de las que la Ley Orgánica 3/2021 dispone que solamente podrá reconocerse el derecho a la prestación de ayuda para morir si el paciente ha suscrito con anterioridad un documento de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos (art. 5.2), y si los estrictos términos de dichos documentos así lo admiten (arts. 5.2 y 9).

El problema que se plantea es que el art. 9 de la Ley Orgánica 3/2021, en su dicción literal, señala que “[e]n los casos previstos en el artículo 5.2 el médico responsable está obligado a aplicar lo previsto en las instrucciones previas o documento equivalente”, lo que podría interpretarse en el sentido de que el régimen aplicable a estas personas en situación de incapacidad no es el de la Ley Orgánica 3/2021, sino el de las instrucciones previas.

De hecho, los diputados recurrentes objetan la falta de calidad de la ley en este punto, cuestión que la ponencia descarta en el fundamento jurídico 8 C) c), apreciando que la remisión a la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, es suficiente a estos efectos.

A mi juicio, no parece que la mera remisión a lo previsto en el art. 11 de la Ley 41/2002 sea suficiente para disipar las dudas sobre la inconstitucionalidad de la regulación contenida en los arts. 5.2 y 9 de la Ley Orgánica 3/2021, por las razones que indico a continuación.

En primer lugar, conviene advertir que el documento de voluntades anticipadas, también conocido como testamento vital o de instrucciones previas, se rige por lo previsto en el art. 11 de la citada Ley estatal 41/2002, de 14 de noviembre (que lo define como aquel documento mediante el cual una persona mayor de edad, capaz y libre, manifiesta su voluntad anticipadamente, para que esta se cumpla en el momento en que llegue a situaciones en las que no le resulte posible expresarlo personalmente, sobre los cuidados y el tratamiento de su salud o, llegado el fallecimiento, sobre el destino de su cuerpo y órganos vitales), así como por lo establecido en las distintas leyes autonómicas y normas de desarrollo de estas, por tener atribuidas las comunidades autónomas competencias en materia de sanidad, lo que supone la existencia de modelos muy diversos en cuanto al alcance y contenido de este tipo de documentos. Las diferentes regulaciones autonómicas utilizan diversas denominaciones pero todas ellas se refieren a lo mismo: documento de voluntades anticipadas (Cataluña, Baleares, País Vasco, Aragón, Navarra, Comunidad Valenciana y Galicia); declaración de voluntad vital anticipada (Baleares, Andalucía); declaración de voluntades anticipadas (Castilla-La Mancha, Aragón); expresión anticipada de voluntades (Extremadura); documento de instrucciones previas (Asturias, Castilla y León, Madrid, Murcia y La Rioja); o manifestaciones anticipadas de voluntad (Canarias). De este conjunto de normas se infiere que existen, como regla general, dos formas de otorgamiento de estos documentos formalizados por escrito: ante notario o ante testigos, si bien algunas comunidades autónomas permiten una tercera posibilidad, consistente en otorgar el documento de voluntades anticipadas ante el funcionario habilitado del registro autonómico o el funcionario del servicio de salud correspondiente.

Ahora bien, ni el art. 11.1 de la Ley 41/2002, ni ninguna de las leyes autonómicas que regulan la figura del testamento vital o documento de voluntades anticipadas establecen unas garantías suficientes para asegurar que quien toma la decisión de incluir en ese documento una solicitud de eutanasia activa para el caso de que en el futuro concurra una determinada contingencia se encuentra en plenitud de facultades para ello y ha obtenido previamente la información precisa sobre las opciones terapéuticas o paliativas que le puede ofrecer como alternativa el sistema de salud. Y no lo hacen porque ni el art. 11.1 de la Ley 41/2002, ni ninguna de las leyes autonómicas al respecto prevén ningún tipo de actuación que vaya más allá de lo estrictamente asistencial. Es la Ley Orgánica 3/2021 la que suscita el problema, al reconocer el derecho a la prestación de ayuda para morir en los contextos eutanásicos a que se refiere, disponiendo que, en los casos en que se aprecie que existe una incapacidad de hecho, el médico responsable aplicará lo previsto en las instrucciones previas del paciente o documento equivalente.

Además, cuando transcurre mucho tiempo entre el otorgamiento del testamento vital y la concurrencia del supuesto establecido en este documento, tampoco existe ninguna garantía del mantenimiento en firme de tal decisión ni su carácter informado a la luz de la evolución que desde entonces hubiera experimentado la ciencia médica.

Ello hace que esa exigencia de garantías se vea comprometida en el supuesto de la solicitud de prestación de ayuda para morir mediante testamento vital. Es bastante evidente la diferencia entre la exigencia de la persistencia en la decisión, capacidad y libertad propios del procedimiento común frente a la ausencia de cualquier control previo y a posteriori de la decisión plasmada en testamento vital, pues el control previo sobre el carácter consciente, libre y voluntario de la decisión misma de suscribir ese documento no tiene una regulación uniforme y queda diferido a lo que dispongan las regulaciones autonómicas.

La consecuencia es que el control previo es inexistente para el caso de las personas en situación de incapacidad de hecho, pues no hay garantía de que el otorgante haya accedido a información contrastada sobre las circunstancias en las que tuviera planeado solicitar la eutanasia. Además, la decisión podrá producir su efecto con independencia del momento en que se otorgó el testamento vital con lo que puede transcurrir largo tiempo entre ese otorgamiento y la realización efectiva de la prestación de ayuda para morir, sin que pueda en tal caso acudir a ningún mecanismo de ratificación o reafirmación, como es el exigido a quien acude directamente a la administración sanitaria reclamando la ayuda para morir. A la vista de todo lo expuesto, no es difícil concluir en la ausencia de garantías suficientes en la regulación de los presupuestos para el reconocimiento de la prestación de ayuda para morir a quien se encuentre en una situación de “incapacidad de hecho”.

Para salir al paso de esta dificultad, la sentencia admite que, “en determinadas circunstancias”, podría justificarse una suerte de control diferido por parte de la jurisdicción contencioso-administrativa en el caso de que el procedimiento previsto en la Ley Orgánica 3/2021 vaya a ponerse en marcha atendiendo a la existencia de un documento de instrucciones previas “que no sea fiel reflejo de una decisión auténtica que el interesado hubiera adoptado en el pleno uso de sus facultades”. Con ello, se viene una vez más a introducir una interpretación de conformidad para salvar la inconstitucionalidad de los preceptos impugnados, que debió reconocerse como tal en este fundamento jurídico 8 y llevarse al fallo.

A esa interpretación (que se elude calificar como de conformidad) añade la sentencia un llamamiento al legislador, a fin de que en la regulación estatal básica de ese documento de instrucciones previas o testamento vital, y la normativa autonómica de desarrollo, se establezcan “garantías adicionales para asegurar la plena capacidad del otorgante, así como que tiene cabal conocimiento de las consecuencias que conlleva el mencionado documento en el régimen normativo de la ley” (de la Ley Orgánica 3/2021, de regulación de la eutanasia, se entiende).

Ciertamente, resultaría conveniente, de lege ferenda, diseñar un instrumento legal ad hoc que proporcionase mayor seguridad jurídica en el caso de la incapacidad de hecho, ya que es evidente que ni el documento al que se refiere la Ley 41/2002, ni los documentos regulados en la legislación autonómica están previstos para la eutanasia activa. Pero es obvio que, a la vista de la actual regulación contenida en los arts. 5.2 y 9 de la Ley Orgánica 3/2021, que es la que ha sido objeto de impugnación ante este tribunal y a cuyo tenor ha de estarse, solo cabría salvar la inconstitucionalidad de esa regulación acudiendo a una interpretación de conformidad como la apuntada en la sentencia, es decir, concluyendo que no es inconstitucional esa regulación siempre que se entienda que cabe la impugnación ante la jurisdicción contencioso-administrativa en el caso de que el procedimiento previsto en la Ley Orgánica 3/2021 vaya a ponerse en marcha atendiendo a la existencia de un documento de instrucciones previas acerca del que existan dudas de que refleje fielmente una decisión auténtica, libre, voluntaria y consciente que el interesado hubiera adoptado en el pleno uso de sus facultades. Interpretación de conformidad que, por elementales razones de certeza, debería haberse llevado al fallo de la sentencia.

8. Por otra parte, el art. 9 de la Ley Orgánica 3/2021 lleva por título “Procedimiento a seguir cuando se aprecie que existe una situación de incapacidad de hecho” y si se integra ese título con el contenido material del precepto podría entenderse que el procedimiento a seguir en el supuesto de incapacidad de hecho es el que se determine por lo previsto en las instrucciones previas o documento equivalente, y no el previsto en la norma para los supuestos del art. 5.1 de la propia ley. La sentencia parece ser consciente de ese problema, ya que advierte que la prestación de ayuda para morir ha de llevarse a cabo “con los requisitos y en las condiciones” de la Ley Orgánica 3/2021, pero eso es algo que la ponencia deduce, ya que esta ley no lo dice expresamente. Hubiera bastado con recordarlo así, mediante una interpretación de conformidad con la Constitución. Así debió declararse en este fundamento jurídico 8 de la sentencia, y llevarse al fallo, pero una vez más la sentencia lo evita a costa de la seguridad jurídica.

9. En fin, y en otro orden de consideraciones, no puede dejarse de mencionar el extraño razonamiento que la sentencia emplea para descartar la tacha de inconstitucionalidad que los diputados formulan contra el carácter de ley ordinaria que al art. 16.1 de la Ley Orgánica 3/2021 (que reconoce el derecho a la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios directamente implicados en la prestación de ayuda para morir) atribuye la disposición final tercera de la misma ley.

Afirma la sentencia [FJ 10 C) b)] que el hecho de que la objeción de conciencia a realizar la prestación eutanásica, reconocida en el art. 16.1 de la Ley Orgánica 3/2021, “pudiera llegar a ser invocada en juicio, al amparo del derecho enunciado en el art. 16.1 CE, no supone que sea en sí misma un derecho fundamental para cuyo desarrollo, en los términos del art. 81.1 CE, se exija ley orgánica”, como sostienen los recurrentes. No obstante, la sentencia remata su razonamiento añadiendo que la definición de la “objeción de conciencia sanitaria” como derecho individual de los profesionales a no atender aquellas demandas de actuación eutanásica que resulten incompatibles con sus propias convicciones tiene carácter de ley orgánica conforme al art. 3 f) de la propia Ley Orgánica 3/2021.

Curiosamente, la sentencia se limita a dejar constancia de esta contradicción en la que incurre la Ley Orgánica 3/2021, en cuanto al rango normativo del derecho a la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios en relación con la práctica de la prestación de ayuda para morir que dicha ley regula, sin sacar ninguna consecuencia al respecto. A mi juicio, ello se compadece mal con la función de depuración del ordenamiento jurídico que a este tribunal corresponde en el control de constitucionalidad. Si la sentencia entiende, como así lo afirma, que la objeción de conciencia a realizar la prestación eutanásica, reconocida en el art. 16.1 de la Ley Orgánica 3/2021, no supone que sea en sí misma un derecho fundamental, para cuyo desarrollo se exija ley orgánica, conforme a lo dispuesto en el art. 81.1 CE, entonces no quedaba más opción que declarar en la sentencia el carácter no orgánico del art. 3 f) de la Ley Orgánica 3/2021 (por todas, SSTC 5/1981, de 13 de febrero, FJ 21, y 124/2003, de 19 de junio, FFJJ 11 y 13).

Y en este sentido emito mi voto particular.

Madrid, a treinta de marzo de dos mil veintitrés.

3. Voto particular que formula la magistrada doña Concepción Espejel Jorquera a la sentencia de fecha 22 de marzo de 2023 dictada en el recurso de inconstitucionalidad 4057-2021

Con el máximo respeto a la opinión de mis compañeros magistrados formulo voto particular a la sentencia dictada en recurso de inconstitucionalidad 4057-2021 sobre la base de las consideraciones que expuse en la deliberación de la misma y que reitero a continuación.

1. En primer lugar, discrepo del planteamiento de la sentencia, que configura como derecho fundamental derivado de los arts. 15 y 10.1 CE, el que denomina “derecho de autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos”, estableciendo una correlativa obligación de regulación por parte del legislador.

En el fundamento jurídico 2 a), bajo la rúbrica “Alcance del control de constitucionalidad” la sentencia recoge la doctrina del Tribunal Constitucional sentada, entre otras, en la STC 11/1981, de 8 de abril. En la misma, FJ 7, se afirmó que “[l]a Constitución es un marco de coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diferente signo”, siempre que no la contradigan.

De ello se colige, y así lo recuerda la propia sentencia de la que discrepo, el alcance del enjuiciamiento que corresponde al Tribunal Constitucional: “La labor de interpretación de la Constitución no consiste necesariamente en cerrar el paso a las opciones o variantes imponiendo autoritariamente una de ellas. A esta conclusión habrá que llegar únicamente cuando el carácter unívoco de la interpretación se imponga por el juego de los criterios hermenéuticos. Queremos decir que las opciones políticas y de gobierno no están previamente programadas de una vez por todas, de manera tal que lo único que cabe hacer en adelante es desarrollar ese programa previo”.

Igualmente recuerda el Tribunal que “el legislador no ejecuta la Constitución, sino que crea Derecho con libertad dentro del marco que esta ofrece” (STC 209/1987, de 22 de diciembre, FJ 3). Reitera también que “en el juicio a la ley, este tribunal no ha de hacer las veces de propio legislador, constriñendo su libertad de disposición allí donde la Constitución no lo haga de manera inequívoca” [STC 215/2016, de 15 de diciembre, FJ 3 c). con cita de la STC 191/2016, de 15 de noviembre, FJ 3, sobre la base de lo ya dicho en la STC 19/1988, de 16 de febrero, FJ 8].

También viene señalando este tribunal que “la reversibilidad de las decisiones normativas es inherente a la idea de democracia” (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 6) y que “esta noción, consustancial al principio democrático, otorga al legislador un margen de configuración plenamente legítimo, amplio pero no ilimitado” [STC 233/2015, de 5 de noviembre, FJ 2 d)], pues está supeditado a la Constitución. También en STC 224/2012, de 29 de noviembre, FJ 11.

Sin embargo, la sentencia de la que disiento desborda los límites de enjuiciamiento del Tribunal Constitucional precedentemente expuestos y, en vez de limitarse a analizar si la opción legislativa se acomoda o no a la Constitución, consagra la eutanasia como derecho fundamental.

El discurso se inicia en el fundamento jurídico 4. “Contexto normativo y jurisprudencial de la Ley Orgánica 3/2021” en el que se comienza señalando que el “derecho de prestación de ayuda para morir” configurado por el legislador ha de ser considerado “teniendo en cuenta la evolución cultural, moral y jurídica que se ha producido en las últimas décadas en nuestra sociedad y en las de nuestro entorno”, extremo este último que, como luego expondré, no se detalla en la sentencia, que no recoge el derecho comparado ni la evolución de la jurisprudencia constitucional en otros países. Seguidamente ya se apunta que en el juicio de constitucionalidad de una ley como la que es objeto de impugnación “se debe comprobar si la Constitución, como marco de encuentro de opciones político-legislativas legítimamente heterogéneas, responde y ofrece cobertura a nuevos derechos”.

Tras exponer, en el mismo fundamento jurídico 4, el derecho español y la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y analizar en el fundamento jurídico 5 el objeto y contenido de la Ley Orgánica 3/2021, en el fundamento jurídico 6 se introducen una serie de razonamientos que llevan al reconocimiento como derecho fundamental del derecho de autodeterminación de la propia muerte en contextos eutanásicos, de los que respetuosamente discrepo.

El citado fundamento jurídico 6, en su apartado C) b), “Alcance del derecho fundamental a la vida”, en el inciso (vi), después de aludir a la admisibilidad constitucional de la facultad de autodeterminación de un paciente que rechaza tratamientos salvadores, solicita la retirada del soporte vital o requiere cuidados paliativos terminales, con el consiguiente adelantamiento de la muerte que estas decisiones implican, ya en el ámbito de los supuestos de eutanasia ahora examinados, señala que “[t]ambién en este ámbito la decisión libre y consciente de morir de quien se halla en situaciones de sufrimiento personal extremo, provocadas por enfermedades graves incurables o profundamente incapacitantes, presenta una dimensión iusfundamental y de apertura a la disponibilidad de la vida”.

De modo especifico, el referido fundamento jurídico 6 en su apartado C) d) “El derecho a la autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos”, señala que el fundamento constitucional de la eutanasia activa directa, cuya carencia invocan los recurrentes, se encuentra “en los derechos fundamentales a la integridad física y moral —integridad personal, en definitiva— del art. 15 CE que, en conexión con los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad del art. 10.1 CE, amparan el derecho de la persona a la autodeterminación respecto de su propia muerte en contextos eutanásicos, derecho que delimita externamente el ámbito de aplicación del derecho fundamental a la vida y que resulta amparado en la Constitución”.

A continuación, en dicho apartado C) d), después de exponer en el inciso (i) la doctrina de este tribunal relativa al consentimiento informado y al rechazo a someterse a tratamientos médicos o sanitarios, aun cuando esa decisión, tomada en uso de su autonomía de la voluntad, pudiera conducir a un resultado fatal, en su apartado (ii), se argumenta que, en “situaciones trágicas de sufrimiento personal extremo provocadas por enfermedades graves incurables o profundamente incapacitantes […] ya no cabe afirmar que estemos ante una conducta genérica de disposición de la propia vida realizada en ejercicio de una mera libertad fáctica, esto es, en una suerte de ámbito libre de Derecho (SSTC 120/1990, FJ 7; 137/1990, FJ 5, y 11/1991, FJ 2), sino ante una de las decisiones vitales —por más que extrema y fatal— de autodeterminación de la persona protegida por los derechos a la integridad física y moral (art. 15 CE) en conexión con los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE). Este derecho de autodeterminación garantiza a la persona inmersa en un contexto de sufrimiento extremo como el aquí considerado un espacio de autonomía individual para trazar y llevar a término un proyecto de fin de vida acorde con su dignidad, de acuerdo con sus propias concepciones y valoraciones acerca del sentido de su existencia. Se trata de un ámbito de autonomía que el Estado debe respetar y a cuya efectividad debe contribuir, dentro de los límites impuestos por la existencia de otros derechos y bienes asimismo reconocidos por la Constitución”.

Seguidamente, en el inciso (iii) del mismo apartado, se añade: “Este derecho de autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos incluye también el derecho de la persona a recabar y usar la asistencia de terceros que sea necesaria para llevar a la práctica la decisión de manera compatible con su dignidad y con su integridad personal”.

En este punto la sentencia enlaza con el correlativo deber del Estado para asegurar el acceso a lo que la Ley contempla como prestación de ayuda para morir, en los siguientes términos:

“De ello se sigue que la Constitución demanda a los poderes públicos —en primer término, al legislador— permitir la ayuda por parte de terceros a la muerte de la persona capaz que así lo decide, libre y conscientemente, en el tipo de situaciones extremas a las que se refiere nuestro enjuiciamiento y de habilitar las vías necesarias para ello”.

Es cierto que a continuación en la sentencia se añade: “Sin que de ello se derive necesariamente un deber prestacional del Estado”; pero inmediatamente después se indica: “lo que este no puede hacer es eludir su responsabilidad en esta materia, como sucedería si pretendiese permanecer ajeno —mediante la prohibición o la ausencia de regulación— a la específica problemática de quien precisa la ayuda de terceros para ejercer de modo efectivo su derecho en este tipo de situaciones, pues ello podría abocar a la persona a una muerte degradante, y en todo caso haría depender a cada sujeto, a la hora de decidir sobre su propia muerte y llevarla a cabo, de sus específicos y personales condicionantes físicos, sociales, económicos y familiares, resultados ambos incompatibles con los arts. 10.1 y 15 CE. Como a continuación se indicará, este deber público de dotar de eficacia al derecho de autodeterminación no conlleva, sin embargo, una exigencia constitucional de permisión total e indiscriminada de la ayuda de terceros a la muerte libre y conscientemente decidida por persona capaz inmersa en un contexto eutanásico”.

Desde mi punto de vista, el párrafo citado en último lugar adolece de inconcreción, incluso puede parecer contradictorio en sus diversos incisos y no pretende sino intentar evitar el reconocimiento del establecimiento de un deber prestacional del Estado, que es lo que claramente se hace en la Ley y lo que también resulta de la declaración de un “deber público de dotar de eficacia al derecho de autodeterminación”.

En esa línea, al final del apartado C) del fundamento jurídico 6, tras reiterar que “la decisión de poner fin a la propia vida, adoptada libre y conscientemente por quien, estando en pleno uso de sus facultades mentales, se encuentra inmerso en una situación de sufrimiento extremo por causas médicas especialmente graves, irreversibles y objetivamente contrastables, es una de las decisiones vitales amparadas por el derecho de autodeterminación de la persona que deriva de los derechos fundamentales a la integridad física y moral (art. 15 CE) en conexión con el reconocimiento de los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE)”, se añade: “Este derecho de autodeterminación conlleva la obligación del Estado de habilitar las vías legales necesarias para permitir la ayuda de terceros que sea precisa para que la persona inmersa en una de las situaciones trágicas a las que se refiere nuestro enjuiciamiento pueda ejercer su derecho a decidir sobre su propia muerte en condiciones de libertad y dignidad”.

A continuación, el fundamento jurídico 6 D), “Sobre la alegada inconstitucionalidad del modelo regulatorio plasmado en la Ley Orgánica Impugnada”, vuelve a reiterar el alcance del control constitucional, en los mismos términos que en el FJ 2; indicando: “No nos corresponde, por lo tanto, analizar si pudieran existir otros sistemas más eficaces de protección de la vida”. Sin embargo, inmediatamente después añade, entre paréntesis, lo siguiente: “que, por lo demás, incidirían de forma mayor en el derecho fundamental a la autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos, incidencia que sí habría de medirse a la luz del principio de proporcionalidad entendido como prohibición del exceso”.

El referido añadido corrobora que la sentencia, no solo analiza si la opción legislativa impugnada es conforme a la Constitución, sino que se decanta por la misma, como la única posible para garantizar lo que reiteradamente califica como “derecho fundamental a la autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos”, tesis que no comparto.

En la misma línea, continúa el epígrafe b) del apartado D), “Deberes de protección del Estado en este contexto”, iniciando el inciso (i) con el siguiente tenor: “Ante todo es preciso aclarar que, en este contexto, la Constitución impone exigencias de protección frente a terceros no solo respecto de la vida como derecho fundamental y como bien constitucional objetivo —única perspectiva a la que alude la demanda—, sino también respecto del derecho fundamental a la autodeterminación de la propia muerte en situaciones eutanásicas”.

Después, en el mismo apartado b), relativo a los deberes de protección del Estado en este contexto, la sentencia establece: “Igualmente, conviene destacar que la existencia de una voluntad auténticamente propia, libre y consciente de una persona capaz es el elemento que marca la frontera entre el ámbito de protección del derecho fundamental a la vida y el derecho fundamental a la autodeterminación respecto de la propia muerte en situaciones eutanásicas”.

De la mencionada expresión, de las anteriormente reseñadas y de otras muchas contenidas a lo largo de los distintos fundamentos de la sentencia resulta, sin lugar a dudas, la creación de un derecho fundamental a la autodeterminación respecto de la propia muerte, derecho no contemplado en la Constitución y que en la sentencia se pondera al mismo nivel que el derecho troncal a la vida, minusvalorando la doctrina de este tribunal, que la propia sentencia cita en el apartado C) epígrafe b) del fundamento jurídico 6, que declara que la vida humana no solo es el objeto del derecho fundamental enunciado en el artículo 15 CE, sino condición necesaria para el ejercicio del resto de los derechos, lo que la sitúa como prius de la persona y de todas sus manifestaciones.

Así, el Tribunal, en lugar de limitarse a analizar si la regulación impugnada se adecua a la Constitución, construye un discurso, del que discrepo, que reiteradamente declara la existencia de un derecho de la persona a la autodeterminación respecto de su propia muerte en contextos eutanásicos que, en mi opinión, no encuentra fundamento, a diferencia de lo afirmado en la ponencia, en la Constitución.

De este modo, la sentencia desborda el control de constitucionalidad que debería efectuar en los términos recogidos en las SSTC 215/2016, de 15 de diciembre, FJ 3, y 191/2016, de 15 de noviembre, FJ 3, entre otras, citadas en la STC 112/2021, de 13 de mayo; impone una rigidez normativa que excluye otras opciones legítimas del legislador, constriñéndolo al excluir la reversibilidad de las decisiones normativas, inherente a la idea de democracia, proclamada, entre otras, en SSTC 31/2010, de 28 de junio, FJ 6, y 224/2012, de 29 de noviembre, FJ 11. Finalmente, soslaya que la vía para la creación de derechos fundamentales ex novo sería la reforma constitucional, con relación a todo lo cual formulo mi voto particular.

2. Por otro lado, no comparto la argumentación que, partiendo del “Contexto normativo y jurisprudencial de la Ley Orgánica 3/2021” que se inicia en el fundamento jurídico 4, acaba llegando a la conclusión de la existencia de un derecho fundamental a la autodeterminación en relación con la propia muerte en contextos eutanásicos.

a) En el fundamento jurídico 4 “Contexto normativo y jurisprudencial de la Ley Orgánica 3/2021”, se comienza señalando que “El ‘derecho de prestación de ayuda para morir’ configurado por el legislador para personas que lo demandan en contextos eutanásicos ha de ser considerado teniendo en cuenta la evolución cultural, moral y jurídica que se ha producido en las últimas décadas en nuestra sociedad y en las de nuestro entorno. Se trata de una evolución que ha afectado a los valores asociados a la persona, a su existencia y a su capacidad de decidir en libertad sobre su vida, sobre su salud y sobre el final de su existencia, y que a partir de ciertas ideas fuerza como la de autonomía del paciente y el consentimiento informado ha propiciado una ampliación de los contenidos del derecho fundamental a la integridad física y moral y de los principios de dignidad humana y libre desarrollo de la personalidad. En el juicio sobre la constitucionalidad de una ley como la que es ahora objeto de impugnación se debe comprobar si la Constitución, como marco de encuentro de opciones político-legislativas legítimamente heterogéneas, responde y ofrece cobertura a nuevos derechos”.

Después de dicho planteamiento inicial, del que disiento, en el referido fundamento jurídico 4, apartado a), la sentencia pasa directamente a analizar el Derecho español; omitiendo consideraciones esenciales que debieron ser punto de partida del análisis a efectuar.

No hace mención alguna a los instrumentos internacionales en materia de derechos humanos:

La Declaración universal de los derechos humanos de Naciones Unidas, declara en su artículo 3: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona” y en su artículo 30 dispone: “Nada en esta Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendentes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración”.

Por su parte, el Convenio para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, tras declarar en su artículo 2 que el derecho de toda persona a la vida está protegido por la ley y que nadie podrá ser privado de su vida intencionadamente, salvo en los supuestos que el propio Convenio establece, también dispone, en su artículo 17: “Ninguna de las disposiciones del presente Convenio podrá ser interpretada en el sentido de que implique para un Estado, grupo o individuo, un derecho cualquiera a dedicarse a una actividad o a realizar un acto tendente a la destrucción de los derechos o libertades reconocidos en el presente Convenio o a limitaciones más amplias de estos derechos o libertades que las previstas en el mismo”. Seguidamente, su artículo 18 establece: “Las restricciones que, en los términos del presente Convenio, se impongan a los citados derechos y libertades no podrán ser aplicadas más que con la finalidad para la cual han sido previstas”.

La sentencia reconoce el derecho a la autodeterminación de la propia muerte en contextos eutanásicos partiendo inicialmente de la consideración de “la evolución cultural, moral y jurídica que se ha producido en las últimas décadas en nuestra sociedad y en las de nuestro entorno”.

Sin embargo, luego omite también cualquier referencia al Derecho comparado, que pudiera sustentar dicha pretendida evolución en países de nuestro entorno.

Silencia así una realidad evidente, a saber, que la opción normativa mayoritaria es la prohibición del suicidio asistido y de la eutanasia.

Se ha optado por el modelo de regulación expresa en varios estados de los Estados Unidos, Canadá, el estado australiano de Victoria y Nueva Zelanda.

En países de nuestro entorno jurídico más próximo, integrados en el Consejo de Europa, solo en Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo se ha reconocido la eutanasia.

En otros Estados, como Suiza o Alemania, se ha optado únicamente por la despenalización, sin regulación legal del suicidio asistido.

El CEDH otorga a los países firmantes un amplio margen de decisión en la materia precisamente porque no hay consenso al respecto entre los cuarenta y seis Estados, siendo claramente minoritarios los que han optado por una regulación permisiva de la eutanasia.

Tampoco se recoge en la sentencia cita jurisprudencial alguna de los tribunales constitucionales de nuestro entorno, los cuales, en su mayor parte, no se han pronunciado, lo han hecho en favor de la constitucionalidad de preceptos penales sancionadores de las conductas de ayuda al suicidio, denegando el derecho al suicidio asistido de pacientes terminales, o declarando la inconstitucionalidad de leyes reguladoras de la eutanasia. Así lo ha hecho en dos ocasiones el Tribunal Constitucional portugués en sus sentencias 123/2021, de 15 de marzo, y 5/2023, de 30 de enero, en las que ha declarado la inconstitucionalidad de las normas sometidas a control previo de constitucionalidad, impidiendo su entrada en vigor (Decreto 109/XIV de la Asamblea de la República y Decreto 23/XV de la Asamblea de la República), inconstitucionalidad que se ha declarado precisamente por falta de precisión normativa en la definición de los supuestos que habilitaban la anticipación de la muerte, pronunciamientos relativos a términos que no son sustancialmente diversos de algunos de los contemplados en la Ley que ahora se somete a nuestro enjuiciamiento.

De modo que, aun cuando el Derecho comparado o las resoluciones de otros tribunales constitucionales no sean determinantes de nuestro pronunciamiento, de ningún modo cabe compartir la tesis recogida en la sentencia de que se ha producido en los países de nuestro entorno una evolución cultural, moral y, menos aún, jurídica en favor de la capacidad de decidir sobre el final de la propia vida que se pueda tomar como base para ofrecer cobertura a nuevos derechos fundamentales.

b) Discrepo también del tratamiento que en la sentencia se efectúa de los precedentes jurisprudenciales del propio Tribunal recogidos en el inciso (iii) del apartado b) del epígrafe C) del fundamento jurídico 6.

Considero respetuosamente que se efectúa una lectura parcial de las SSTC 53/1985, de 11 de abril; 120/1990, de 27 de junio; 137/1990, de 19 de julio; 11/1991, de 17 de enero, y 154/2002, de 18 de julio.

A mi juicio, las mencionadas sentencias, íntegramente analizadas, llevan a una conclusión contraria a la alcanzada en la sentencia, ya que en las mismas se declara expresamente la inexistencia de un derecho subjetivo de carácter fundamental a la propia muerte.

La sentencia de la que discrepo, en su fundamento jurídico 6 B) b), indica que se han de tomar en consideración los pronunciamientos del Tribunal, pero pone de relieve que hace treinta y ocho años que se dictó la primera de las sentencias, matización que podría dar a entender que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional de los años ochenta habría perdido validez, planteamiento que no puedo compartir. A continuación, omite consideraciones esenciales contenidas en dichas sentencias; aludiendo a la diversidad de los supuestos de hecho resueltos en las mismas.

Si bien, como no puede ser de otra manera, las citas de nuestra jurisprudencia han de atender a las circunstancias que en cada caso se plantean, no cabe olvidar que las mismas contienen pronunciamientos que no se pueden soslayar o eludir aunque se hayan pronunciado para resolver otras cuestiones jurídicas.

Así, aunque es cierto que el Tribunal Constitucional respaldó la decisión entonces impugnada respecto de quienes se encontraban internos en centros penitenciarios y arriesgaban su vida para condicionar el ejercicio de potestades de la administración, distinguiendo expresamente esa situación de la “decisión de quien asume el riesgo de morir en un acto de voluntad que solo a él afecta, en cuyo caso podría sostenerse la ilicitud de la asistencia médica obligatoria o de cualquier otro impedimento a la realización de esa voluntad” (SSTC 120/1990, FJ 7, y 137/1990, FJ 5), no es menos cierto que no cabe ignorar que la misma sentencia citada afirmó que “[t]iene, por consiguiente, el derecho a la vida un contenido de protección positiva que impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia muerte. Ello no impide, sin embargo, reconocer que, siendo la vida un bien de la persona que se integra en el círculo de su libertad, pueda aquella fácticamente disponer sobre su propia muerte, pero esa disposición constituye una manifestación del agere licere, en cuanto que la privación de la vida propia o la aceptación de la propia muerte es un acto que la ley no prohíbe y no, en ningún modo, un derecho subjetivo que implique la posibilidad de movilizar el apoyo del poder público para vencer la resistencia que se oponga a la voluntad de morir, ni, mucho menos, un derecho subjetivo de carácter fundamental en el que esa posibilidad se extienda incluso frente a la resistencia del legislador, que no puede reducir el contenido esencial del derecho”.

Dejando de lado el claro tenor de las SSTC 120/1990, 137/1990 y 11/1991, la sentencia introduce un giro trascendental en la argumentación y señala que, en contextos eutanásicos “ya no cabe afirmar que estemos ante una conducta genérica de disposición de la propia vida realizada en ejercicio de una mera libertad fáctica, esto es, en una suerte de ámbito libre de Derecho (SSTC 120/1990, FJ 7; 137/1990, FJ 5, y 11/1991, FJ 2), sino ante una de las decisiones vitales —por más que extrema y fatal— de autodeterminación de la persona protegida por los derechos a la integridad física y moral (art. 15 CE) en conexión con los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE)”.

En este punto la resolución de la que discrepo enlaza con el derecho de autodeterminación, sosteniendo que garantiza a la persona inmersa en un contexto de sufrimiento extremo “un espacio de autonomía individual para trazar y llevar a término un proyecto de fin de vida acorde con su dignidad, de acuerdo con sus propias concepciones y valoraciones acerca del sentido de su existencia”. Añade, seguidamente, que “[s]e trata de un ámbito de autonomía que el Estado debe respetar y a cuya efectividad debe contribuir, dentro de los límites impuestos por la existencia de otros derechos y bienes asimismo reconocidos por la Constitución”. A continuación, afirma el fundamento constitucional de ese específico derecho de autodeterminación y declara aplicable al mismo la doctrina relativa a la información previa y al consentimiento informado como mecanismos de garantía para la efectividad del principio de autonomía de la voluntad del paciente.

No comparto dicho planteamiento que, sin razonarlo debidamente y sin declararlo expresamente, acaba descartando la doctrina recogida en los precedentes que cita y la sustituye por otra totalmente diversa, carente de refrendo jurisprudencial, para llegar a la creación de un nuevo derecho fundamental no contemplado en la Constitución.

c) También discrepo de las consideraciones que se contienen en el apartado b) del fundamento jurídico 4 “Doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos”, la cual, desde mi punto de vista, lleva a conclusiones distintas a las alcanzadas en la sentencia.

La sentencia parte, en su fundamento jurídico 6 B) b), de que el enjuiciamiento ha de recurrir a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la materia, que la propia sentencia sintetiza [FJ 4 b)].

Sin embargo, la forma en la que la sentencia acoge los pronunciamientos del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre esta materia no es, en mi opinión, la más correcta, ya que de la misma no se extrae lo que denomina, en el inciso (ii) eje de su doctrina, esto es que el derecho al respeto de la vida privada comprende el derecho a decidir cómo y cuándo poner fin a la propia vida, siempre que la persona sea capaz de decidir libremente sobre esta cuestión y actuar en consecuencia.

En primer lugar, no se puede perder de vista que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no analiza en abstracto las legislaciones de los Estados, sino que su enjuiciamiento siempre se ciñe a las circunstancias concretas de un caso y a las obligaciones de los Estados en relación al derecho afectado del Convenio. Por ello, cualquier traslación de lo dicho por aquel Tribunal debe ser cuidadosamente matizado para aplicarlo al control abstracto de constitucionalidad de una ley, como es ahora el caso.

No cabe olvidar tampoco que la Constitución no recoge el derecho a la vida privada con el significado y alcance del Convenio. No existe en nuestra Constitución un derecho fundamental equiparable en su totalidad a la diversidad de derechos comprendidos en el artículo 8 del Convenio. Solo esta circunstancia debería provocar una especial mesura a la hora de trasladar principios jurisprudenciales del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en relación al artículo 8 a nuestra jurisprudencia constitucional.

Además, es necesario matizar que ninguna de las resoluciones del Tribunal Europeo de Derechos Humanos citadas por la sentencia consideró vulnerado el artículo 8 del CEDH en su aspecto sustantivo.

En el asunto Pretty c. Reino Unido, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no apreció violación del citado artículo 8.

En la sentencia Koch c. Alemania, la violación del artículo 8 se refiere a su aspecto procesal por falta de respuesta judicial a unas alegaciones del recurrente, pero no se aprecia violación del artículo 8 sustantivo, sino una infracción de carácter procesal.

Por su parte, la sentencia Gross c. Suiza, a mi juicio no debería ser citada. Se trata de un caso en el que la Gran Sala estimó que la conducta del demandante constituyó un abuso del derecho de demanda y, por tal motivo, declaró inadmisible la demanda en aplicación del art. 35, § 3 (a) del Convenio.

El asunto Lambert y otros c. Francia no trata del artículo 8 como alegación independiente.

En el asunto Mortier c. Bélgica no se aprecia violación del artículo 8.

Es cierto que en el asunto Haas c. Suiza se dijo que “el derecho de un individuo a decidir por qué medios y en qué momento terminará su vida, siempre que esté en condiciones de pronunciarse libremente sobre esta cuestión y de actuar en consecuencia, constituye uno de los aspectos del derecho al respeto de la vida privada en el sentido del artículo 8 del Convenio”. Sin embargo, dicha sentencia tampoco apreció violación del artículo 8 y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos afirmó que, “aun suponiendo que los Estados tengan la obligación positiva de adoptar medidas para facilitar el acto del suicidio digno”, las autoridades suizas no incumplieron esa obligación en el asunto analizado.

En cualquier caso, lo señalado en esta última sentencia es muy diferente a lo afirmado por la sentencia de la que discrepo, al invertir los términos de manera categórica.

Reitero que, al margen de que, el contenido del artículo 8 del Convenio tiene un alcance muy diverso del contenido de los derechos fundamentales reconocidos en nuestra Constitución a los que puede afectar la regulación impugnada, lo cierto es que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no ha condenado a ningún Estado por no regular un proceso de eutanasia de una manera concreta.

Como he apuntado precedentemente, no se ha exigido esta regulación porque no hay consenso entre los cuarenta y seis países y por ello el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en el tema ahora abordado, mantiene que existe un amplio margen de apreciación de los Estados a la hora de regular la eutanasia.

En mi opinión, la sentencia de la que disiento está utilizando en apoyo de la tesis que sustenta una jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, siempre referida al caso y circunstancias concretas, para extraer de ella unos supuestos principios generales que eleva a categoría, cuando solo se ha analizado una específica circunstancia en un caso concreto bajo la luz, además, de la legislación nacional de un Estado parte del Convenio.

Una cosa es la ausencia de constricción estatal en decisiones sobre el final de la vida y otra el establecimiento de un derecho fundamental a morir, el cual, no solo no se establece, sino que es rechazado en las sentencias expuestas.

En síntesis, para el Tribunal Europeo de Derechos Humanos el derecho a la eutanasia no dimana del Convenio, lo que no quiere decir que su regulación en un Estado con las debidas garantías sea contraria al mismo.

En este mismo sentido, deberíamos haber concluido en la sentencia de la que discrepo que el derecho a la eutanasia no está previsto en nuestra Constitución. Lo que no tacha, per se, de inconstitucionalidad una opción legislativa que regule tal derecho con las debidas garantías establecidas en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre este derecho.

En realidad, la regulación de la eutanasia sería una excepción al deber estatal de protección de la vida (art. 15 CE), que es como se contempla en la mayoría de los países de nuestro entorno.

El Tribunal Constitucional en la sentencia de la que discrepo, creando un derecho fundamental de autodeterminación de la propia muerte, está yendo más allá que lo que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha dicho hasta ahora, precisamente porque lo que hasta ahora ha afirmado es que los Estados disponen de un amplio margen de apreciación.

Además, como después expondré, la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos citada en la sentencia, rectamente interpretada, a mi juicio, llevaría a declarar la inconstitucionalidad de la regulación de la eutanasia en el supuesto de personas que no tienen capacidad para prestar un consentimiento actualizado.

3. No comparto el encaje constitucional que en la sentencia se efectúa del denominado derecho fundamental a la autodeterminación en relación con la propia muerte en contextos eutanásicos a partir de la doctrina relativa al consentimiento informado.

De acuerdo con la STC 37/2011, FJ 5, “el consentimiento del paciente a cualquier intervención sobre su persona es algo inherente, entre otros, a su derecho fundamental a la integridad física, a la facultad que este supone de impedir toda intervención no consentida sobre el propio cuerpo, que no puede verse limitada de manera injustificada como consecuencia de una situación de enfermedad. Se trata de una facultad de autodeterminación que legitima al paciente, en uso de su autonomía de la voluntad, para decidir libremente sobre las medidas terapéuticas y tratamientos que puedan afectar a su integridad, escogiendo entre las distintas posibilidades, consintiendo su práctica o rechazándolas”.

El artículo 15 CE requiere el consentimiento informado en los tratamientos médicos, por lo que el mismo es necesario para la prestación de la eutanasia, pero dicho precepto no engloba, en mi opinión, un derecho a la autodeterminación autónomo respecto de su propia muerte en contextos eutanásicos, como sostiene la sentencia.

Por otro lado, el art. 10.1 CE contiene criterios de interpretación de las normas constitucionales y legales y puede ser un límite del legislador, pero no estimo que sea fuente de nuevos derechos fundamentales no contemplados en la Constitución, como es el caso del denominado derecho de autodeterminación de la propia muerte en contextos eutanásicos.

Considero que, en vez de construir un pretendido derecho fundamental a la autodeterminación en relación con la propia muerte en contextos eutanásicos, con base en la regulación y la doctrina relativas al consentimiento informado y a la autonomía del paciente, cuya normativa y jurisprudencia se refieren a un contexto claramente diverso, a saber, la necesidad de consentimiento para tratamientos médicos, aunque de los mismos pudiera depender la propia vida, la negativa al mantenimiento del esfuerzo terapéutico o incluso la solicitud de sedación paliativa (supuestos distintos de los de acciones directas para poner de inmediato fin a la vida mediante intervención de terceros, en las modalidades contempladas en la Ley Orgánica de regulación de la eutanasia), la sentencia debería haber analizado si la opción legislativa por la que se decanta la Ley Orgánica 3/2021 se ajusta a la Constitución al regular en contextos eutanásicos una excepción al deber de protección del derecho a la vida por parte del Estado; comprobando si las garantías que en la norma se contemplan se ajustan a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que en la misma se cita y al canon de proporcionalidad por defecto al que la propia sentencia hace referencia.

4. Discrepo en parte de los razonamientos por los cuales la sentencia descarta las alegaciones de falta de calidad de la ley (en términos de la demanda) por inconcreciones e imprecisiones terminológicas en puntos relevantes que afectan a los deberes de protección de la vida por parte del Estado e insuficiencia de garantías, las cuales, considero, deberían haber dado lugar, al menos, a interpretaciones conformes llevadas al fallo o incluso podrían llevar a estimar que la norma no respeta el canon de proporcionalidad por defecto que la propia sentencia contempla, por inexistencia o insuficiente protección del derecho a la vida.

Al examinar las situaciones que en la norma se contemplan para definir el contexto eutanásico, la sentencia descarta el riesgo de absoluta indeterminación y concluye que las definiciones contenidas en el art. 3 b) LORE son compatibles con la seguridad jurídica, razonando que “[a]l legislador no le es exigible mayor precisión, pues existen instrumentos interpretativos suficientes para evitar la generación de inseguridad jurídica en la aplicación de la norma” y seguidamente, añade: “teniendo en cuenta que la propia LORE ha previsto que la concurrencia de la situación prevista en su art. 3 b) deba ser constatada, en todo caso, por al menos dos facultativos distintos e independientes entre sí, además de por un órgano administrativo colegiado compuesto por profesionales de la medicina y del Derecho (la comisión de garantía y evaluación), cautelas procedimentales que permiten compensar los márgenes de indefinición que pudiera presentar la norma en su aplicación a supuestos concretos”.

De ello se infiere que la propia sentencia está reconociendo la existencia de “márgenes de indefinición”, los cuales afectan nada menos que a las condiciones esenciales exigidas para solicitar y recibir la ayuda necesaria para morir, y afirma contundentemente que tales márgenes de indefinición pueden ser compensados mediante las cautelas procedimentales a las que alude, que son las contenidas en los arts. 8 y 10 de la Ley.

El referido argumento, desde mi punto de vista, llevaría a una conclusión distinta de la sostenida en la sentencia, dado que, frente a lo argumentado en la misma, el sistema de garantías previsto en los referenciados preceptos contiene indefiniciones y carencias que hacen, al menos, discutible que el mismo sirva para compensar lo que la propia sentencia denomina “márgenes de indefinición que pudiera presentar la norma en su aplicación a supuestos concretos”.

La regulación legal contiene múltiples omisiones e imprecisiones.

En concreto, sobre el procedimiento de designación del médico responsable y del médico consultor, en relación con el cual solo se exige que no pertenezca al equipo del médico responsable, lo que, a mi juicio no garantiza suficientemente su independencia e imparcialidad.

No se especifica la cualificación profesional de los facultativos; siendo especialmente significativo que no se contemple la exigencia de un especialista en psiquiatría, máxime cuando en la descripción de los supuestos que permiten el acceso a la prestación se incluyen sufrimientos físicos y psíquicos. Tampoco se prevé la intervención de estos especialistas en supuestos en que el paciente no esté en pleno uso de sus facultades ni pueda prestar su conformidad libre, voluntaria y consciente.

Igualmente adolece de imprecisión la regulación de la comisión de garantía y evaluación. No se establecen la forma de elección de sus miembros, la proporción entre personal sanitario en sus dos categorías (médico y de enfermería) y jurídico, la cualificación del personal sanitario y de los juristas y no se concreta si han de prestar servicio en el sector público, en el privado o en cualquiera de ellos.

La intervención de la comisión de garantía y evaluación, que tiene asignada una función de control, se ve devaluada atendido que la misma, como regla general, no actúa colegiadamente, sino que, en principio, basta con que la verificación la efectúen solo dos de sus miembros, cuyo informe, de ser favorable, “servirá de resolución a los efectos de la realización de la prestación”. Solo si es desfavorable y hay reclamación intervendría la comisión, con un quórum que no se explicita. Ello supone una merma de las garantías inherentes a la colegialidad. Además, de los dos miembros citados, uno ha de ser médico y el otro jurista, lo que significa que, en sus respectivas áreas de conocimiento, realmente solo intervenga como técnico uno de ellos; en esta situación, no se produce contraste de pareceres entre expertos en la misma materia.

De otro lado, la entrevista de los miembros de la comisión con el paciente se contempla exclusivamente como facultativa.

Finalmente, la norma omite la regulación de diversas actuaciones, remitiéndose a los criterios que se fijen en los protocolos correspondientes. Ello ocurre incluso respecto de la realización de la prestación de ayuda para morir, en relación con la cual solo se establece que deberá hacerse con el máximo cuidado y profesionalidad por parte de los profesionales sanitarios, con aplicación de los protocolos correspondientes, que contendrán, además, criterios en cuanto a la forma y tiempo de realización de la prestación.

La importancia de la materia exigiría una mayor precisión.

Los márgenes de inconcreción que la propia sentencia reconoce, unidos a las deficiencias de las garantías expuestas, a mi juicio, nos llevan más allá de un mero problema de corrección técnica de la norma, ajeno al enjuiciamiento del Tribunal, y nos sitúan en los aspectos mencionados ante una insuficiencia de garantías que afecta al juicio de proporcionalidad.

5. Discrepo también de la solución que se da en la sentencia a las alegaciones de la parte recurrente relativas a la falta de disponibilidad efectiva de los cuidados paliativos, de la que infiere la insuficiente protección del derecho a la vida.

Con independencia de que el paciente, por su situación extrema, puede no estar en condiciones óptimas para el ejercicio de su autonomía individual, no cabe ignorar que, al menos en muchos casos, el mismo únicamente aspira a superar el trance en que se encuentra y no sentir que es una carga insoportable para los demás y para él mismo.

En el supuesto de que existiera la posibilidad real de librarse del sufrimiento por otros medios, desaparecía la muerte como única opción, lo que excluiría el principio de necesidad en el juicio de proporcionalidad.

Si no se asegura al enfermo una asistencia socio-sanitaria integral efectiva, con unos cuidados que le permitan seguir viviendo sin dolor y se ofrece la eutanasia como una opción que puede ser percibida como más eficaz o incluso única salida a la situación en que se encuentra, la sensación de inutilidad, de ser una carga familiar y social, en definitiva, de carecer de “valor vital”, puede determinar que se opte sin genuina libertad por la eutanasia.

Como se ha afirmado respecto a otros derechos fundamentales, la presión sobre el paciente terminal puede producir un “efecto desaliento” en el ejercicio de su derecho a la vida.

Llama la atención que la norma, que se limita a declarar la disponibilidad de cuidados paliativos integrales, en su disposición adicional séptima, bajo la rúbrica “Formación”, tras señalar que “[l]as administraciones sanitarias competentes habilitarán los mecanismos oportunos para dar la máxima difusión a la presente ley entre los profesionales sanitarios y la ciudadanía en general”, añada: “así como para promover entre la misma la realización del documento de instrucciones previas”.

No cabe olvidar que, ante la limitación de recursos públicos, acudir a la eutanasia en vez de a tratamientos paliativos, más costosos, puede erigirse con el tiempo en factor de presión a favor de la primera, tanto por la falta de recursos para sufragar tratamientos a enfermos terminales, como por la influencia que ese sobrecoste pueda tener sobre la decisión del paciente a la hora de decidir en condiciones extremadamente duras sobre uno u otro tratamiento. Como efecto reflejo de escasez de recursos públicos, se añade un elemento más de discriminación en perjuicio de aquellos que no dispongan de recursos propios, materiales y personales, para transitar en mejores condiciones en esa fase terminal de la vida.

Por ello, considero que no se da en la sentencia la relevancia necesaria a la falta de garantía de la efectiva disponibilidad de cuidados paliativos integrales.

La resolución considera como derecho fundamental lo que denomina “derecho de autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos”, pero no contempla al mismo nivel un derecho fundamental a los cuidados paliativos, ni exige una garantía suficiente de la efectiva disponibilidad de los mismos.

Reconoce la sentencia que “[c]uidados paliativos integrales y eutanasia activa directa son, en definitiva, mecanismos que desde una perspectiva constitucional y en contextos eutanásicos presentan entre sí una relación no de subsidiariedad, sino de complementariedad o alternatividad”.

Admite, de otro lado, que “la libre decisión del paciente pudiera cuestionarse si la persona afectada no contase con la opción, real y efectiva, de acceder a cuidados paliativos, pues ello podría afectar a la formación de su voluntad”.

Reconoce también que cabe “la eventualidad de que el sujeto pueda verse incentivado a solicitar una ayuda para morir que acaso no habría recabado si su sufrimiento hubiese sido mitigado mediante la ayuda paliativa”.

Afirma incluso que, para verificar el carácter libre de la decisión del paciente, los aplicadores de la norma deban tener en cuenta, entre otros elementos, la efectiva puesta a disposición de los cuidados paliativos que fueran precisos en el caso concreto de acuerdo con el estado de conocimiento de la medicina.

Sin embargo, la sentencia desestima la queja; limitándose a declarar que la ley prevé la disponibilidad de cuidados paliativos “integrales” [arts. 5.1 b) y 8.1] y una prestación de necesaria disponibilidad en este contexto (art. 43.2 CE) y razonando después que la ordenación concreta de la materia no es objeto de la Ley y que se contempla en la normativa del Sistema Nacional de Salud a la que el art. 5.1 b) LORE se remite, además de en la legislación complementaria de varias comunidades autónomas.

Es de destacar que la información sobre los cuidados paliativos integrales y sobre las prestaciones a las que el paciente pueda tener derecho es una de las garantías que la propia ley contempla, al igual que la formulación de dos solicitudes de manera voluntaria y que las mismas no sean resultado de presiones externas.

Si se declara que los cuidados paliativos integrales y la eutanasia activa directa son mecanismos que, desde una perspectiva constitucional y en contextos eutanásicos, presentan entre sí una relación no de subsidiariedad, sino de complementariedad o alternatividad y se reconoce que el consentimiento se puede ver mediatizado si no existe la opción real y efectiva de contar con cuidados paliativos, desde mi punto de vista, es difícil concluir que la norma garantiza suficientemente la protección del derecho a la vida, así como afirmar que la misma declara la disponibilidad de tales cuidados paliativos integrales y cerrando el razonamiento con la mención de que su regulación no es objeto de la ley que nos ocupa.

6. No comparto la desestimación de la impugnación de los preceptos atinentes al régimen aplicable a las personas con “incapacidad de hecho” (FJ 8), específicamente en lo que se refiere al art. 9 LORE, precepto que establece el procedimiento a seguir cuando se aprecie que existe una situación de incapacidad de hecho; señalando que los casos previstos en el artículo 5.2 el médico responsable está obligado a aplicar lo previsto en las instrucciones previas o documento equivalente.

En este supuesto se excluyen todas las garantías en las que, con carácter general, se basa la sentencia para concluir que existe una suficiente protección del derecho a la vida.

En el caso de la incapacidad de hecho se contempla que el médico ha de atender a lo dispuesto en el documento en el que se recoge el testamento vital.

Ni siquiera se efectúa en la sentencia una interpretación conforme de dicho precepto que expresamente determine que el régimen de las personas en situación de incapacidad es el de la ley y no el de las instrucciones previas.

Existen reiteradas afirmaciones en la propia sentencia de la que discrepo que deberían haber llevado a la declaración de inconstitucionalidad de la regulación de esta modalidad de eutanasia.

Así, al final del fundamento jurídico 4, la sentencia señala lo que considera los cuatro ejes de la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, argumentos sobre los que ya he formulado mis objeciones precedentemente. Lo que me interesa resaltar en este punto es que, tras reconocer, en el inciso (i), que la doctrina europea señala que el derecho a la vida no incluye el derecho a morir, en el inciso (ii), en relación con la afirmación de que el derecho al respeto de la vida privada comprende el derecho a decidir cómo y cuándo poner fin a la propia vida, puntualiza, como no podría ser de otro modo, “siempre que la persona sea capaz de decidir libremente sobre esta cuestión y actuar en consecuencia”. Efectivamente en el asunto Haas c. Suiza, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos hizo especial hincapié en que el individuo esté en condiciones de pronunciarse libremente sobre el final de su vida y de actuar en consecuencia.

Seguidamente la sentencia reconoce, en el inciso (iii), que el derecho al que se refiere en el precedente inciso (ii) “no es absoluto y debe sopesarse con los intereses concurrentes, en especial con las obligaciones positivas de protección del Estado derivadas del derecho a la vida, que exigen la tutela de las personas vulnerables frente a acciones que puedan poner en peligro su vida”.

Toda la argumentación de la resolución tendente a justificar el denominado derecho de autodeterminación de la propia muerte parte del presupuesto inexcusable de que tal decisión se adopte de manera libre y consciente por un ser humano capaz.

También, al hablar del correlativo deber de los poderes públicos de permitir la ayuda por parte de terceros a la muerte y de habilitar las vías necesarias para ello, se reitera la exigencia de que la persona capaz así lo decida, libre y conscientemente.

En la doctrina relativa al derecho a la autonomía del paciente citada en la propia sentencia se parte de la exigencia de que la decisión de someterse a unos u otros tratamientos médicos o sanitarios ha de ser tomada de manera libre, informada y responsable [SSTC 120/1990, FJ 8; 137/1990, FJ 6; 154/2002, FJ 9 b), y 37/2011, FFJJ 3 a 7] y de que “para que esa facultad de consentir, de decidir sobre los actos médicos que afectan al sujeto pueda ejercerse con plena libertad, es imprescindible que el paciente cuente con la información médica adecuada sobre las medidas terapéuticas, pues solo si dispone de dicha información podrá prestar libremente su consentimiento, eligiendo entre las opciones que se le presenten, o decidir, también con plena libertad, no autorizar los tratamientos o las intervenciones que se le propongan por los facultativos. De esta manera, el consentimiento y la información se manifiestan como dos derechos tan estrechamente imbricados que el ejercicio de uno depende de la previa correcta atención del otro […]. La información previa, que ha dado lugar a lo que se ha venido en llamar consentimiento informado, puede ser considerada, pues, como un procedimiento o mecanismo de garantía para la efectividad del principio de autonomía de la voluntad del paciente”.

Igualmente, en el apartado relativo a los “deberes de protección del Estado en este contexto” [FJ 6 D) b)], señala la sentencia que “[e]l deber constitucional de protección del derecho fundamental a la vida frente a agresiones de terceros se concreta en la obligación del Estado de garantizar que la decisión de poner fin a la propia vida en contextos de sufrimiento extremo se adopta y se lleva a término de conformidad con la voluntad libre y consciente de una persona capaz, lo que exige la articulación de mecanismos suficientes para garantizar el carácter informado, reflexivo, estable y ajeno a coacciones de una decisión tan trascendental”.

Seguidamente se afirma “[i]gualmente, conviene destacar que la existencia de una voluntad auténticamente propia, libre y consciente de una persona capaz es el elemento que marca la frontera entre el ámbito de protección del derecho fundamental a la vida y el derecho fundamental a la autodeterminación respecto de la propia muerte en situaciones eutanásicas”.

También se reconoce que “encontrándonos ante una regulación relativa a contextos eutanásicos, tal derecho corresponde a personas en una especial posición de vulnerabilidad debido a la situación de sufrimiento extremo en la que se hallan, lo que puede hacer que encuentren especiales dificultades para protegerse a sí mismas” e igualmente que “[e]stas circunstancias determinan la exigibilidad constitucional de un alto nivel de protección de la vida. Al legislador le es exigible, para prevenir daños de otro modo irreversibles, un estricto rigor tanto en la determinación de los supuestos fácticos y los procedimientos para instar la ayuda para morir como en el aseguramiento de las correspondientes y obligadas garantías y controles, de modo que se proteja suficientemente al individuo del riesgo de influencias indebidas, manipulaciones y abusos por parte de terceros”.

Por otro lado, la propia Ley, al regular el procedimiento general para el acceso a la prestación, exige que el solicitante disponga por escrito de la información que exista sobre su proceso médico, las diferentes alternativas y posibilidades de actuación, incluida la de acceder a cuidados paliativos integrales comprendidos en la cartera común de servicios y a las prestaciones que tuviera derecho de conformidad a la normativa de atención a la dependencia. Exige también la reiteración de las solicitudes, con un lapso temporal de al menos quince días naturales entre ellas y que estas se formulen de manera voluntaria sin ninguna presión externa y que, después de darse cumplimiento a dichos requisitos, se preste consentimiento informado previamente a recibir la prestación.

La sentencia examina dichas exigencias y concluye que las garantías procedimentales son suficientes para descartar la vulneración del canon de proporcionalidad por defecto que considera aplicable.

Partiendo de todo ello, considero que la regulación de la eutanasia administrada a personas que no se encuentran en el pleno uso de sus facultades, ni pueden prestar su conformidad libre, voluntaria y consciente para realizar las solicitudes, ni prestar el consentimiento informado, sin más requisitos que el médico responsable certifique la referida incapacidad de hecho (remitiéndose, además, para evaluarla a lo establecido en los protocolos) y haber suscrito con anterioridad un documento de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos (sin concretar tampoco cuáles son esos documentos equivalentes legalmente reconocidos), no cumple las mínimas garantías para asegurar que no se produzcan abusos por parte de terceros de personas especialmente vulnerables y no cabe entender cumplido el deber de protección de la vida humana que el Estado debe salvaguardar.

En primer lugar, es de destacar que ni siquiera se exige que la incapacidad de hecho para presentar las solicitudes y prestar el consentimiento informado sea irreversible. Tal como se declara en la LORE, bastaría con un estado de incapacidad temporal para prestar el consentimiento, sin la certeza de que sea permanente. Tal omisión en la ley sobre la irreversibilidad del estado de inconsciencia no queda salvada por la remisión a futuros protocolos de actuación, dado que, con independencia de que no constituyen fuente de normas jurídicas, pueden limitarse a la imposibilidad de prestar consentimiento, pero no a la irreversibilidad de tal estado.

Por otro lado, es obvio que el documento de instrucciones previas, el testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos a los que se refiere la norma, en el supuesto regulado en el apartado 2 del artículo 5, no pueden recoger la voluntad libre y actual de la persona, en el momento crucial de la solicitud de la eutanasia, solicitud que será formulada por un tercero. Solo reflejarán, en su caso, la voluntad formulada en un momento precedente, en circunstancias que no constan y que pueden haber variado.

Cabe la posibilidad de que haya transcurrido un lapso temporal importante desde que se otorgó el documento de instrucciones previas o similar y el momento en el que se solicita la eutanasia.

Ni siquiera se excluye que el documento fuera otorgado cuando la persona aún no sufriera ninguno de los padecimientos que en un momento posterior pudieran justificar la solicitud de la ayuda para morir, de modo que cuando lo otorgó carecería de información sobre su proceso médico, sus posibles alternativas en el momento en el que pudiera plantearse la eutanasia y, desde luego, desconocería sus posibilidades de acceso a cuidados paliativos y prestaciones a las que pudiera tener derecho, alternativas y disponibilidades que, por los avances de la ciencia médica o por el transcurso del tiempo, podrían haber variado.

La ley establece una presunción de mantenimiento de la voluntad de optar por la eutanasia por el mero hecho de no haber revocado el documentos de instrucciones previas, sin atender a la situación personal, anímica, afectiva, familiar y de cualquier otra índole del otorgante que pudieran ser relevantes y a la posibilidad de que pudieran haber variado desde la suscripción del documento; estableciendo una presunción, a favor de la eutanasia y contraria al derecho a la vida, de que si no han sido revocadas, por el motivo que sea, se mantienen en el momento presente.

Además de excluir que el paciente disponga de toda la información necesaria referida al momento en que se formula la solicitud, también desaparece la exigencia de reiteración de la petición, requisito que se establece para excluir que puedan presentarse solicitudes poco meditadas e incluso mediatizadas por presiones externas.

Ni siquiera se garantiza que el médico responsable, el consultor, los miembros de la comisión o cualquier facultativo cuenten con la posibilidad de entrevistarse con el paciente para corroborar que, cuando otorgó el documento, el otorgante contaba con la debida información y se encontraba en un estado de plena capacidad y no sujeto a presiones externas.

Por otro lado, en los casos previstos en el artículo 5.2, la solicitud de prestación de ayuda para morir podrá ser presentada al médico responsable por otra persona mayor de edad y plenamente capaz, acompañándolo del documento de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos, suscritos previamente por el paciente.

No se exige que la persona que presente la solicitud tenga parentesco o vinculación alguna con el paciente; siendo estas personas las que mejor podrían tener conocimiento de circunstancias relevantes, como la evolución del paciente desde que se otorgó el testamento vital hasta que se produjo la pérdida de capacidad de hecho y hasta el momento en que se formula la solicitud. Solo se exige que la persona capaz presente el documento de instrucciones previas, sin manifestar ni acreditar la forma en que tuvo acceso a dicho documento. Tampoco se contempla que el mismo debiera estar incorporado a algún registro público u otorgado de forma que garantice su autenticidad.

Resulta paradójico que para el otorgamiento del consentimiento informado previsto en la Ley 41/2002 de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, se prevea el consentimiento por representación (art. 9.3) y en el supuesto de que el paciente no sea capaz de tomar decisiones, a criterio del médico responsable de la asistencia, o cuando su estado físico o psíquico no le permita hacerse cargo de su situación, si el paciente carece de representante legal, el consentimiento lo prestarán las personas vinculadas a él por razones familiares o de hecho.

Sin embargo, para la ejecución de una actuación de extrema gravedad, como es la eutanasia, no se exige ningún vínculo con el paciente, lo que sí se requiere con carácter general en materia de consentimiento informado.

En caso de que no exista ninguna persona que pueda presentar la solicitud en nombre del paciente, el médico que lo trata podrá presentar la solicitud de eutanasia y se faculta al mismo para el acceso a los documentos que consten en los registros de últimas voluntades.

La ley únicamente establece como requisito que el paciente “haya suscrito con anterioridad un documento de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos”.

Se contempla un catálogo de documentos dispares susceptibles de producir el mismo efecto, denominados en las diversas regulaciones autonómicas de modo distinto, siendo también diversas las posibles formas de otorgamiento, las cuales no ofrecen las mismas garantías de autenticidad, ni sirven del mismo modo para acreditar la capacidad del otorgante en el momento de la suscripción y, menos aún, la información previa necesaria ni la libertad de la prestación del consentimiento.

Los documentos que se enumeran tenían además un contenido y finalidad distintos de los de la solicitud de una prestación de eutanasia, ya que se limitaban a la opción entre diversos tratamientos médicos o rechazo de los mismos, donación de órganos o destino del cadáver después del fallecimiento.

En relación con el juicio de proporcionalidad desde la perspectiva de la prohibición de la inexistencia o insuficiencia de protección, es de destacar la inexistencia de control judicial, control que sí se contempla en otros supuestos de mucha menor gravedad que la eutanasia.

Así, en la Ley 41/2002 de autonomía del paciente, en los casos en los que el consentimiento haya de otorgarlo el representante legal o las personas vinculadas por razones familiares o de hecho en cualquiera de los supuestos descritos en los apartados 3 a 5 del art. 9, se señala que la decisión deberá adoptarse atendiendo siempre al mayor beneficio para la vida o salud del paciente y se establece que aquellas decisiones que sean contrarias a dichos intereses deberán ponerse en conocimiento de la autoridad judicial, directamente o a través del Ministerio Fiscal, para que adopte la resolución correspondiente, salvo que, por razones de urgencia, no fuera posible recabar la autorización judicial, en cuyo caso los profesionales sanitarios adoptarán las medidas necesarias en salvaguarda de la vida o salud del paciente, amparados por las causas de justificación de cumplimiento de un deber y de estado de necesidad.

También la Ley 15/2015, de 2 de julio, de la jurisdicción voluntaria, para la extracción de órganos de donantes vivos, establece en su artículo 78, “Ámbito de aplicación y competencia”, apartado 1, que se aplicarán las normas de dicho capítulo a los expedientes que tengan por objeto la constatación de la concurrencia del consentimiento libre, consciente y desinteresado del donante y demás requisitos exigidos para la extracción y trasplante de órganos de un donante vivo por la Ley 30/1979, de 27 de octubre, sobre extracción y trasplante de órganos, y las demás normas que la desarrollen.

En su apartado 2 establece que será competente para conocer de estos expedientes el juez de primera instancia de la localidad donde haya de realizarse la extracción o el trasplante, a elección del solicitante.

Por su parte, el art. 79, “Solicitud y tramitación del expediente”, en su apartado 1, exige, entre otros requisitos, que se acompañe certificado médico sobre la salud mental y física del donante, emitido de conformidad con lo dispuesto en la normativa correspondiente.

El apartado 2, contempla una comparecencia, a la que se citará al médico que ha de efectuar la extracción, al médico firmante del certificado a que se refiere el apartado anterior, al médico responsable del trasplante o en quien delegue y a la persona a quien corresponda dar la autorización para la intervención, conforme al documento de autorización para la extracción de órganos concedida al centro sanitario de que se trate o en quien este delegue.

El apartado 3 señala que el donante deberá otorgar su consentimiento expreso ante el juez durante la comparecencia, tras oír las explicaciones del médico que ha de efectuar la extracción y las de los demás asistentes al acto. Seguidamente dispone que el juez podrá asimismo requerir de estos las explicaciones que estime oportunas sobre la concurrencia de los requisitos exigidos en la ley para el otorgamiento del consentimiento.

Seguidamente, el art. 80.1 dispone que, si el juez considerara que el consentimiento prestado expresamente por el donante no lo ha sido de forma libre, consciente y desinteresada, o no se cumplieran los otros requisitos establecidos legalmente, no extenderá el documento de cesión del órgano.

El apartado 2 del precepto concluye que, en caso contrario y si estimara que se han cumplido los requisitos legales, extenderá por escrito el documento de cesión del órgano que será firmado por el interesado, el médico que ha de efectuar la extracción y los demás asistentes. Si alguno de ellos dudara de que el consentimiento prestado haya sido de forma expresa, libre, consciente y desinteresada, podrá oponerse a la donación.

El apartado 3 contempla, finalmente, que del documento de cesión, en el que se hará constar la posibilidad que tiene el donante de revocar el consentimiento en cualquier momento previo a la intervención, se facilitará copia al donante.

Ninguna de esas garantías se establece en un supuesto mucho más grave como es la eutanasia.

En este supuesto, dada la pérdida de capacidad sobrevenida, se imposibilita la retractación en la “prestación” a partir del momento en que el proceso eutanásico ha llegado a un punto irreversible. El proceso se realiza sin control judicial y no se establecen otras garantías alternativas, como la intervención del Ministerio Fiscal, que en su Estatuto Orgánico tiene atribuida la defensa de las personas incapaces; ni siquiera se prevé el otorgamiento notarial del documento, que permitiría la dación de fe sobre la capacidad del otorgante y el control por el fedatario de que se prestó el consentimiento con información suficiente y de forma consciente y libre.

Esa merma de garantías se produce también en el supuesto de acortamiento de plazos que se contempla en la ley para el caso de que el médico responsable considere que la pérdida de la capacidad de la persona solicitante para otorgar el consentimiento informado es inminente. En cuyo supuesto, además de limitarse los periodos de reflexión y dialogo con el facultativo, cabe cuestionar si el paciente conservaba la capacidad suficiente para comprender y decidir libremente cuando presentó la solicitud inicial y recibió la información previa preceptiva.

7. En relación con la impugnación relativa a la creación del registro de objetores de conciencia, pongo de relieve que en la sentencia se señala que la justificación del registro es que las administraciones sanitarias puedan conocer con qué profesionales no se cuenta, en principio, para implicarse directamente en la realización de la prestación. Sin embargo, como también reconoce la sentencia, la falta de inscripción no condiciona la posibilidad de la objeción, atendido que la ley únicamente exige que los objetores de conciencia manifiesten dicha circunstancia con antelación y que lo hagan por escrito. Por otro lado, la objeción puede depender del caso concreto, no siendo descartable que existan profesionales que, en términos generales, no objeten a la aplicación de la ley y que, en supuestos específicos, tengan reservas, bien exclusivamente de conciencia, bien atendidas consideraciones de carácter clínico. Pueden plantearse también otros casos en que una inscripción general inicial dificulte la posibilidad de que el profesional pueda participar en la atención cuando entienda que debe seguir ocupándose del paciente durante la tramitación de la solicitud de eutanasia, pero sin finalmente verse obligado a prestarle la ayuda para morir.

Esas circunstancias pueden obstar a que el registro sirva realmente a la finalidad que propugna.

A ello se añade la disparidad que puede producirse en la regulación de las diversas comunidades autónomas, con el consiguiente diverso nivel de garantía de la libertad ideológica en unas y otras.

Si a ello se añade que, pese a la previsión de confidencialidad, no cabe descartar que la inscripción pueda originar perjuicios a los objetores, máxime atendida la precariedad en el empleo que muchos profesionales padecen, y que esa situación puede condicionar su decisión para acogerse a la objeción, cabe concluir que, atendidos los eventuales perjuicios, la posible incidencia en la libertad ideológica y el alcance limitado de los beneficios que el sistema puede garantizar, la medida podría estimarse no proporcionada a la finalidad a la que dice servir.

8. La sentencia efectúa una serie de consideraciones que comparto para descartar la infracción de los arts. 24, 53.2 y 106.1 CE, por haber excluido la LORE, según la parte demandante, el necesario control y garantía judicial respecto de las decisiones que reconozcan el derecho a la prestación de ayuda para morir, exclusión que, se dice, se derivaría del hecho de que el control judicial se ha previsto expresamente solo para las resoluciones denegatorias de la comisión [arts. 10.5 y 18 a), párrafo quinto, LORE].

La sentencia aclara que las resoluciones definitivas de las comisiones de garantía y evaluación que reconozcan el derecho a acceder a la prestación de ayuda para morir y franqueen con ello el paso a su “realización” (art. 11) no podrían, sin conculcación manifiesta de la Constitución, quedar exentas del control judicial. Dicha afirmación la infiere de los arts. 24 y 106 CE y de las garantías de las leyes procesales.

Comparto dicho razonamiento. Sin embargo, a pesar de que, en efecto, no era necesario regular la impugnabilidad de las resoluciones de la comisión de garantías y evaluación, el hecho de que la ley haya distinguido entre las resoluciones estimatorias y desestimatorias, previendo que estas últimas estén sometidas a control judicial, hace necesario en mi opinión, para extremar las garantías en esta materia, que la interpretación que realiza la ponencia se lleve al fallo, como interpretación conforme del precepto cuestionado.

9. Se impugna el párrafo cuarto del art. 18 a) LORE, relativo a la resolución de la comisión de garantía y evaluación que, en palabras de la Ley Orgánica, “sea favorable a la solicitud de prestación de ayuda para morir”, en la medida en que se establece allí que, en tal hipótesis, la propia comisión “requerirá a la dirección del centro para que en el plazo máximo de siete días naturales facilite la prestación solicitada a través de otro médico del centro o de un equipo externo de profesionales sanitarios”.

La sentencia realiza una interpretación de dicho precepto que también comparto. Señala que “[d]icho párrafo cuarto ha de interpretarse, por el contrario, en el sentido de que el requerimiento a la dirección del centro para que, en el plazo máximo de siete días naturales, ‘facilite la prestación solicitada a través de otro médico del centro o de un equipo externo de profesionales sanitarios’ supone, estrictamente, que, estimada la reclamación frente a la ‘denegación’ del médico responsable o acogido el recurso contra el informe desfavorable del facultativo consultor (art. 8.4) el procedimiento legalmente establecido (arts. 8, 10 y concordantes) deberá reanudarse, dentro de aquel plazo máximo, y cumplimentarse conforme a la Ley Orgánica en todos los trámites y actuaciones aún pendientes, si a ello hubiere lugar, por más que ya con la intervención —como el precepto establece— de profesionales distintos a los que inicialmente informaron en contra de la solicitud. La LORE no impone, por lo tanto, que la prestación sea ‘realizada’, una vez reconocida definitivamente por la comisión, en el plazo de siete días, ni impide la plena tutela judicial —incluyendo su eventual suspensión cautelar— conforme a lo previsto en la legislación general y en la doctrina constitucional”.

Igualmente considero que, para extremar el sistema de garantías de la ley, dicha interpretación conforme debería haberse llevado al fallo.

En el sentido expuesto formulo respetuosamente mi voto particular a la sentencia dictada en el recurso de inconstitucionalidad 4057-2021.

Madrid, a veintidós de marzo de dos mil veintitrés.

Identificación
Órgano Pleno
Magistrados

Don Cándido Conde-Pumpido Tourón, doña Inmaculada Montalbán Huertas, don Ricardo Enríquez Sancho, doña María Luisa Balaguer Callejón, don Ramón Sáez Valcárcel, don Enrique Arnaldo Alcubilla, doña Concepción Espejel Jorquera, doña María Luisa Segoviano Astaburuaga, don César Tolosa Tribiño, don Juan Carlos Campo Moreno y doña Laura Díez Bueso.

Número y fecha BOE [Núm, 98 ] 25/04/2023
Tipo y número de registro
Fecha de resolución 22/03/2023
Síntesis y resumen

Síntesis Descriptiva

Interpuesto por cincuenta diputados del Grupo Parlamentario Vox en el Congreso de los Diputados en relación con la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia.

Síntesis Analítica

Derecho a la vida y a la integridad física y moral: constitucionalidad de la regulación legal del derecho a la autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos. Votos particulares.

Resumen

Se enjuicia la constitucionalidad de la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia, que establece el régimen legal del derecho a la autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos.

Se desestima el recurso. La sentencia rechaza las impugnaciones por motivos procedimentales —relativas a la tramitación acelerada de la ley y la omisión de solicitud de informes previos (en particular, los del Consejo General del Poder Judicial y del Comité de Bioética de España)—, al haberse tramitado a partir de una proposición de ley de origen parlamentario, y no con origen en un proyecto gubernamental. La sentencia declara que la eutanasia activa directa se encuentra constitucionalmente amparada, al derivar el derecho a la autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos, de los derechos fundamentales a la integridad física y moral en conexión con los principios de dignidad y de libre desarrollo de la personalidad. Se concluye que el modelo regulador plasmado en la ley incorpora un sistema de garantías y controles que satisface el estándar constitucional de protección del derecho a la vida frente a injerencias de terceros.

Por otro lado, se desechan las impugnaciones de concretos preceptos de ley.

En primer lugar, se declara la constitucionalidad de las previsiones relativas a las garantías administrativas y judiciales, pues aseguran una protección del derecho fundamental a la vida frente a injerencias de terceros, que satisface el nivel de suficiencia requerido constitucionalmente. El informe médico sobre la viabilidad de la solicitud de prestación de ayuda para morir solo debe ser motivado cuando se oponga a la continuación del procedimiento, no cuando sea favorable. Sentada esta premisa, la sentencia precisa que los eventuales errores e irregularidades que se pudieran dar en la actuación médica, incluidos los informes de viabilidad, son en todo caso susceptibles de control por vía administrativa y judicial. Igualmente, se subraya que las resoluciones definitivas de las comisiones de garantía y evaluación, que reconocen el derecho del solicitante a acceder a la prestación, son susceptibles de control por la jurisdicción contencioso-administrativa, en la medida en que les son aplicables las garantías generales contenidas en la legislación procesal. Esto incluye la posibilidad de solicitar, dentro del proceso, la suspensión cautelar de la ejecución de la resolución. Finalmente, se afirma que la consideración legal de la muerte como muerte natural, es una presunción jurídica que solo decae y da paso a una investigación penal en casos de indicios de criminalidad.

En segundo lugar, se descartan las impugnaciones sobre el régimen aplicable a las personas con incapacidad de hecho, esto es, la posibilidad que la prestación eutanásica sea recibida por quien, no pudiendo brindar su consentimiento en tiempo presente, hubiese suscrito un documento de instrucciones previas en el que plasmara su decisión de obtener ayuda para morir. La sentencia hace hincapié en que a los médicos responsables y consultores les corresponde valorar la capacidad del solicitante para otorgar el consentimiento, así como la situación de incapacidad de hecho, conforme a los criterios de la experiencia y la ciencia médica. Se rechaza que sea inconstitucional la remisión a los protocolos de actuación determinados por el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud para estos efectos, pues es una materia que no está vedada por reserva constitucional de ley, y que, dado su marcado carácter técnico, no agota el legislador. Habiendo sido eliminado el régimen de “incapacitación judicial”, se descarta la necesidad de intervención judicial previa. Igualmente, la sentencia precisa que el documento de instrucciones previas — como manifestación anticipada de la voluntad inequívoca de la persona en pleno uso de sus facultades—, se presume válido en tanto no sea revocado por el mismo titular o impugnado por un tercero, y surte los efectos del consentimiento informado que se requiere para llevar a cabo la eutanasia. La tramitación a través de un tercero de la solicitud de eutanasia, mediante un documento de instrucciones previas, no trasgrede el derecho fundamental a la intimidad personal, pues es preciso que se documento sea conocido y tramitado por el facultativo cuando el paciente no pueda hacerlo por sí mismo. La sentencia concluye que la regulación de los presupuestos para el reconocimiento de la prestación a quien se encuentra en una situación de incapacidad de hecho contenida en la ley otorga una protección suficiente al derecho fundamental a la vida frente injerencias de terceros.

Tampoco se aprecia vicio alguno de constitucionalidad en la remisión a la administración para que apruebe los protocolos para valorar la situación de incapacidad de hecho, y la atribución a instancias administrativas de la homogeneización de criterios de buenas prácticas en el desarrollo de la prestación de eutanasia. Por un lado, existe suficiente determinación legislativa; por otro, ninguno de estos preceptos encomienda a los órganos administrativos la regulación de aspectos cubiertos por una reserva de ley en relación con la prestación eutanásica, sino que contemplan mecanismos destinados a garantizar la aplicación homogénea de las determinaciones legales.

Por último, se confirma la constitucionalidad del régimen de objeción de conciencia de los profesionales sanitarios. La objeción de conciencia sanitaria respecto de la prestación eutanásica, no constituye en sí misma un derecho fundamental que requiera un desarrollo de ley orgánica. Por lo demás, la exigencia de inscripción previa de los facultativos en un registro de profesionales sanitarios objetores, no condiciona el ejercicio del derecho, ya que basta con que esa condición de objetor se manifieste anticipadamente y por escrito para que sea eficaz.

La sentencia cuenta con tres votos particulares, uno de ellos concurrente.

  • disposiciones con fuerza de ley impugnadas
  • disposiciones citadas
  • resoluciones de otros tribunales citadas
  • Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia
  • En general
  • Artículo 1
  • Artículo 3 b)
  • Artículo 3 c)
  • Artículo 3 d)
  • Artículo 3 e)
  • Artículo 3 h)
  • Artículo 4.1
  • Artículo 5.1 c)
  • Artículo 5.2
  • Artículo 6.4
  • Artículo 7.2
  • Artículo 8.4
  • Artículo 9
  • Artículo 12 a) apartado 4
  • Artículo 16
  • Artículo 17
  • Artículo 18 a) párrafo 4
  • Disposición adicional primera
  • Disposición adicional sexta
  • Disposición final tercera
  • Real Decreto de 14 de septiembre de 1882. Ley de enjuiciamiento criminal
  • Artículo 340, f. 7
  • Artículo 343, f. 7
  • Real Decreto de 24 de julio de 1889. Código civil
  • Artículo 200, f. 8
  • Artículo 287.1, f. 8
  • Declaración universal de derechos humanos de 10 de diciembre de 1948
  • Artículo 3, VP III
  • Artículo 30, VP III
  • Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, hecho en Roma el 4 de noviembre de 1950. Ratificado por Instrumento de 26 de septiembre de 1979
  • Artículo 2, ff. 4, 6, 7, VP I, VP II, VP III
  • Artículo 2.1, f. 6
  • Artículo 3, VP I
  • Artículo 8, ff. 4, 6, VP III
  • Artículo 8.1, f. 6
  • Artículo 17, VP III
  • Artículo 35.3, VP III
  • Constitución española, de 27 de diciembre de 1978
  • Título I, f. 10
  • Artículo 1.1, ff. 2, 5 a 7, VP I, VP II
  • Artículo 9.3, ff. 1, 6, 9
  • Artículo 10, f. 5
  • Artículo 10.1, f. 6, VP I, VP II, VP III
  • Artículo 10.2, f. 6
  • Artículo 15, ff. 1, 4 a 9, VP I, VP II, VP III
  • Artículo 16, f. 5
  • Artículo 16.1, f. 10, VP II
  • Artículo 16.2, f. 10
  • Artículo 16.3, VP I
  • Artículo 18, f. 10, VP I
  • Artículo 18.1, ff. 5, 8
  • Artículo 18.4, f. 8
  • Artículo 23, ff. 1, 3
  • Artículo 23.1, f. 3
  • Artículo 23.2, f. 3
  • Artículo 24, ff. 1, 7, 8, VP II, VP III
  • Artículo 24.1, f. 7, VP II
  • Artículo 30.2, f. 10
  • Artículo 43, ff. 1, 6, VP I
  • Artículo 43.1, f. 6
  • Artículo 43.2, f. 6, VP III
  • Artículo 49, ff. 1, 6, VP I
  • Artículo 50, ff. 1, 6, VP I
  • Artículo 53, VP II
  • Artículo 53.1, ff. 1, 9
  • Artículo 53.2, ff. 1, 7, 8, VP I, VP II, VP III
  • Artículo 66, f. 2
  • Artículo 66.2, f. 3
  • Artículo 81.1, ff. 1, 9, 10, VP II
  • Artículo 88, f. 3
  • Artículo 89.1, f. 3
  • Artículo 103.1, f. 7
  • Artículo 103.2, f. 7
  • Artículo 106, ff. 1, 7, VP III
  • Artículo 106.1, f. 7, VP II, VP III
  • Artículo 117, ff. 1, 7
  • Artículo 161.1 a), f. 6
  • Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre. Tribunal Constitucional
  • Artículo 2.1 a), f. 6
  • Artículo 90.2, VP I, VP II
  • Ley 30/1979, de 27 de octubre, sobre extracción y trasplante de órganos
  • En general, VP III
  • Reglamento del Congreso de los Diputados, de 10 de febrero de 1982
  • Artículo 69, f. 3
  • Artículo 93, f. 3
  • Artículo 124, f. 3
  • Artículos 124 y ss., f. 3
  • Reglamento del Senado, de 26 de mayo de 1982
  • Artículo 133.2, f. 3
  • Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio. Poder judicial
  • Artículo 561.1, ff. 1, 3
  • Artículo 561.1.9, f. 3
  • Ley 14/1986, de 25 de abril, general de sanidad
  • Título I, capítulo VI, ff. 5, 6
  • Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código penal
  • En general, f. 5
  • Artículo 143.2, f. 7
  • Artículo 143.3, f. 7
  • Artículo 143.4, ff. 4, 7
  • Real Decreto 386/1996, de 1 de marzo, por el que se aprueba el Reglamento de los Institutos de Medicina Legal
  • Artículo 8.3, f. 7
  • Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa
  • En general, f. 7
  • Título V, capítulo I, f. 7
  • Artículo 19.1 a), f. 7, VP II
  • Artículos 114 y ss., VP I
  • Artículos 129 y ss., f. 7
  • Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil
  • Artículo 763, f. 7
  • Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica
  • En general, f. 4, VP II, VP III
  • Artículo 9.3, f. 8, VP III
  • Artículo 9.3 a 5, VP III
  • Artículo 11, f. 8, VP II
  • Artículo 11.1, f. 8, VP II
  • Artículo 11.2, f. 8
  • Artículo 11.3, f. 8
  • Artículo 11.4, f. 8
  • Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del sistema nacional de salud
  • Artículos 69 y ss., f. 8
  • Ley Orgánica 6/2006, de 19 de julio, de reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña
  • Artículo 20, f. 4
  • Real Decreto 124/2007, de 2 de febrero, por el que se regula el Registro nacional de instrucciones previas y el correspondiente fichero automatizado de datos de carácter personal
  • En general, f. 8
  • Artículo 4.1 d), f. 8
  • Ley 14/2007, de 3 de julio, de investigación biomédica
  • Artículo 77, f. 3
  • Artículo 78.1 a), f. 3
  • Comunidad Autónoma de Andalucía. Ley 2/2010, de 8 de abril, de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de la muerte
  • En general, f. 4
  • Ley 15/2015, de 2 de julio, de la jurisdicción voluntaria
  • Artículo 78, VP III
  • Artículo 78.1, VP III
  • Artículo 78.2, VP III
  • Artículo 79.1, VP III
  • Artículo 79.2, VP III
  • Artículo 79.3, VP III
  • Artículo 80.1, VP III
  • Artículo 80.2, VP III
  • Artículo 80.3, VP III
  • Ley 39/2015, de 1 de octubre, del procedimiento administrativo común de las administraciones públicas
  • Artículo 4.1 a), f. 5
  • Artículo 34, f. 7
  • Artículo 70, f. 5
  • Artículo 98.1, f. 7
  • Artículo 108, f. 7
  • Artículo 114, f. 7
  • Artículo 117, f. 7
  • Artículo 120, f. 7
  • Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19
  • En general, f. 3
  • Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, por el que se declara el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-CoV-2
  • En general, f. 3
  • Decreto 109/XIV de la Asamblea de la República de Portugal, de 29 de enero de 2021, que regula las condiciones en que la muerte médicamente asistida no es punible y modifica el Código Penal
  • En general, VP III
  • Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia
  • En general, ff. 1 a 5, VP I, VP II, VP III
  • Preámbulo, f. 2
  • Artículo 1, ff. 1, 2, 5, 6
  • Artículo 1 párrafo 2, f. 5
  • Artículo 2, ff. 5, 7
  • Artículo 3 a), ff. 6, 8
  • Artículo 3 b), ff. 1, 2, 5, 6, VP III
  • Artículo 3 c), ff. 1, 2, 5, 6, 8
  • Artículo 3 d), ff. 1, 6 a 8
  • Artículo 3 d) inciso final, f. 8
  • Artículo 3 e), ff. 1, 2, 5 a 8
  • Artículo 3 f), f. 10, VP II
  • Artículo 3 g), ff. 5, 6
  • Artículo 3 h), ff. 1, 5, 8, 9
  • Artículo 4.1, ff. 1, 2, 5, 6
  • Artículo 4.2, ff. 5, 6, 8
  • Artículo 4.3, ff. 5, 8
  • Artículo 4.3 párrafo 1, f. 6
  • Artículo 5, ff. 5 a 8
  • Artículo 5.1, VP II
  • Artículo 5.1 a), ff. 5, 6, 8
  • Artículo 5.1 b), ff. 5, 6, VP III
  • Artículo 5.1 c), ff. 1, 5 a 8
  • Artículo 5.1 c) párrafo 1, ff. 2, 8
  • Artículo 5.1 c) párrafo 2, f. 8
  • Artículo 5.1 d), ff. 5 a 8
  • Artículo 5.1 e), ff. 5, 6
  • Artículo 5.2, ff. 1, 5 a 9, VP II, VP III
  • Artículo 5.2 párrafo 1, f. 8
  • Artículo 5.2 párrafo 1, último inciso, f. 8
  • Artículo 5.2 párrafo 2, ff. 1, 8, 9
  • Artículo 6, ff. 5, 6
  • Artículo 6.1, ff. 5, 6
  • Artículo 6.2, ff. 5, 6
  • Artículo 6.3, ff. 5, 6, 8
  • Artículo 6.4, ff. 1, 5, 6, 8
  • Artículo 7, f. 7
  • Artículo 7.1, ff. 5 a 7
  • Artículo 7.2, ff. 1, 5 a 7
  • Artículo 7.3, f. 5
  • Artículo 8, ff. 5 a 7, VP III
  • Artículo 8.1, ff. 5 a 8, VP III
  • Artículo 8.2, ff. 5 a 8
  • Artículo 8.3, ff. 5 a 8
  • Artículo 8.4, ff. 1, 5 a 7, VP III
  • Artículo 8.5, ff. 5, 7, 8
  • Artículos 8 a 12, f. 5
  • Artículo 9, ff. 1, 5, 6, 8, VP II, VP III
  • Artículo 10, ff. 5 a 8, VP III
  • Artículo 10.1, ff. 5, 7
  • Artículo 10.2, ff. 5, 7
  • Artículo 10.3, ff. 5, 6, 7
  • Artículo 10.4, ff. 5, 7
  • Artículo 10.5, ff. 5 a 7, VP II, VP III
  • Artículo 11, ff. 5, 7, VP II, VP III
  • Artículo 11.1, ff. 5, 6
  • Artículo 11.2, ff. 5, 6
  • Artículo 11.3, ff. 5, 6
  • Artículo 12, ff. 6, 9, 10
  • Artículo 12 a), f. 7
  • Artículo 12 a) apartado 4, ff. 1, 8
  • Artículo 12 b) apartado 5, f. 6
  • Artículo 12 b) apartado 6, f. 8
  • Artículo 12 b) apartado 9, f. 8
  • Artículo 13, ff. 1, 5, 6
  • Artículo 13.1, f. 5
  • Artículo 13.2, ff. 5, 10
  • Artículo 14, ff. 5, 7, 10
  • Artículo 15, f. 5
  • Artículo 16, ff. 1, 5
  • Artículo 16.1, ff. 1, 9, 10, VP II
  • Artículo 16.1 párrafo 1, f. 10
  • Artículo 16.1 párrafo 2, f. 10
  • Artículo 16.2, ff. 1, 5, 10
  • Artículo 17, ff. 1, 5 a 7, 9, 10
  • Artículo 17.1, ff. 2, 7
  • Artículo 17.2, ff. 5, 7
  • Artículo 17.3, ff. 2, 7
  • Artículo 17.4, f. 7
  • Artículo 17.5, ff. 1, 5, 7, 9
  • Artículo 18, ff. 6, 7, 9, 10
  • Artículo 18 a), f. 5, VP II, VP III
  • Artículo 18 a) párrafo 1, f. 7
  • Artículo 18 a) párrafo 1 a 3, f. 6
  • Artículo 18 a) párrafo 2, f. 7
  • Artículo 18 a) párrafo 3, f. 7
  • Artículo 18 a) párrafo 4, ff. 1, 7
  • Artículo 18 a) párrafo 5, ff. 5 a 7, VP II
  • Artículo 18 b), ff. 5 a 8
  • Artículo 19, f. 5
  • Disposición adicional primera, ff. 1, 7, 9, 10
  • Disposición adicional segunda, ff. 5, 6, 9, 10
  • Disposición adicional tercera, f. 10
  • Disposición adicional cuarta, ff. 5, 9, 10
  • Disposición adicional quinta, ff. 5, 7, 9, 10
  • Disposición adicional sexta, ff. 1, 9, 10
  • Disposición adicional sexta, párrafo 2, f. 8
  • Disposición adicional séptima, ff. 5, 9, 10
  • Disposición transitoria única, ff. 9, 10
  • Disposición final primera, f. 6
  • Disposición final segunda, f. 7
  • Disposición final tercera, ff. 1, 9, 10
  • Ley 8/2021, de 2 de junio, por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica
  • En general, f. 8
  • Real Decreto 415/2022, de 31 de mayo, por el que se modifica el Real Decreto 124/2007, de 2 de febrero, por el que se regula el Registro nacional de instrucciones previas y el correspondiente fichero automatizado de datos de carácter personal
  • En general, f. 8
  • Decreto 23/XV de la Asamblea de la República de Portugal, de 9 de diciembre de 2022, que regula las condiciones en que no es punible la muerte con asistencia médica y modifica el Código Penal
  • En general, VP III
  • Conceptos constitucionales
  • Conceptos materiales
  • Conceptos procesales
  • Visualización
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